Continúa el 'Diario del año del virus' escrito por los redactores de Diario LA RIOJA. En el anterior capítulo nos habíamos quedado en un encuentro entre Martín y un tal Luis. Toño del Río nos ofrece hoy más datos
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Capítulo 11.-Toño del Río
¿Martín, eres Martín?.. apenas se ... dejó oír un hilo que salía de la garganta de Luis. Nada que ver con ese torrente que hasta hace sólo unos meses llenaba la redacción cada vez que Luis tomaba la palabra. Nada que ver ese cuerpo desastrado hasta el desaliño con el de aquel Luis que se jubiló parando el crono por debajo de los seis minutos el kilómetro en sus celebrados diezmiles. Nada que ver ese rostro demacrado y seco con aquél que disparaba sonrisas profidén y miradas llenas de intención.
-Joder, Luis. No te había reconocido. Hay poca luz aquí..., mintió Martín. «Tú por aquí», acertó solo a añadir por temor a herir a quien fue su compañero, su jefe y su amigo si verbalizaba una sola idea más de las que le pasaban por la cabeza, tal era la lamentable imagen que ofrecía. Una imagen agravada por el entorno que les rodeaba. La pestilencia del aire, las mascarillas ensangrentadas y las vísceras llenando el suelo de aquella nave que seguro tuvo tiempos mejores.
- Esto es mío, saludó Luis lacónico, casi desabrido.
Aquellas palabras rompieron en los oídos de Juan Antonio, de la Campos, de Lucía y de Juan con la misma rotundidad sorda que una pelota golpea en el frontón.
¿Tututu...yo? ¿Esto?, se hizo Martín incrédulo portavoz del grupo.
- Mío, sí, mío el local, digo, no esta mierda, no esta mierda... aclaró Luis. O trató de hacerlo, porque allí nadie ya entendía nada.
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Juan, inquirió Luis. Haz el favor de dar... Ahí tienes el interruptor. El blanco...
No había acabado de pedirlo y en el interior de la estancia se hizo la luz. Era un local diáfano, no demasiado grande, con algunos palés colocados a modo de damero. Entre dos, la sangre semicoagulada, trozos de carne pútrida, huesos... Una versión gore hiperrrealista de El triunfo de la Muerte de un Brueghel el Viejo cutre y venido a menos. Y moscas, muchas moscas. Pero no moscas de las de casa sino moscas gordas, de tamaño medio.
- «Coño, moscas de ración» bromeó Juan para templar aquel ambiente helador.
Era moscardas de la carne, verdes y gordas.
- «Esas moscas llegan en minutos hasta los cadáveres y rellenan con sus huevos los orificios que pillan», explicó Juan Antonio haciendo alarde de sus, aún desconocidos para el resto, vastos conocimientos de entomología aplicada a la ciencia forense. «De esos huevos nacerán larvas, lo que decimos gusanos pero que no lo son, que se encargan de devorar las partes blandas de los cadáveres», concluyó la lección volviendo a colocarse la mascarilla sin solución de continuidad.
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Luis no tenía mascarilla. Encendió un cigarro para disimular el hedor. También él había vuelto a fumar. Lo había dejado cuando era Jefe de Deportes. Por imagen. Ahora ya no le importaba. Ahora casi nada le importaba. Ni la Semana Santa de Málaga, por la que sentía pasión y a la que viajaba cada año sí o sí. Ni el Madrid. Ni siquiera su Calahorra, con sus cloacas y su Quintiliano. Y su cuartel de la Guardia Civil. Luis había hecho causa de honor de aquel edificio que pocos más que él, en el pueblo, querían conservar en pie. Causa de honor para nada.
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- «Compré este local con la indemnización del despido», empezó a explicarse Luis.
Siempre había sido un tipo listo Luis. Un periodista brillante que supo emplear también su inteligencia más allá de las noticias. Su buen olfato, qué ironía en este momento, le había animado a comprar algunos bajos en la zona vieja de Logroño. El granero de su vejez. La herencia de su hija, la esperada sobrina de Martín. Su última inversión, ésta de Barriocepo.
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- Me lo alquilaron unos... Eran de Viniegra. O de Canales, relató Luis. Acababa de empezar lo de Wuhan y no me tomé demasiadas molestias. No me tomé ninguna molestia en enterarme de quién era esta gente. Me adelantaron dos meses y la fianza. Los recibos domiciliados en Abanca y la luz y el agua a mi nombre. Y no supe nada más hasta que el vecino del primero A, Antonio Jiménez se llama -¿no os acordáis de Antonio Jiménez?, se interrumpió a sí mismo-, me avisó de lo del olor. Y no me extraña, vaya peste insoportable.
Luis resumió en un minuto que había estado ingresado -«en Los Perales, aunque yo soy muy de la sanidad pública», apuntilló- por lo de la hepatitis C. Y que venía casi directamente de la cama por ver «lo del olor», que a él nunca le había gustado molestar. Los demás entendieron su aspecto y poco más. Quedaban aún muchas cosas por entender, demasiadas.
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Las moscas zumbaban alrededor de aquel amasijo fétido de menudillos...
(Continuará... o no)
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