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Logroño
Martes, 21 de abril 2020, 12:37
El Diario del Año del Virus no es realidad. O no del todo. Es un relato que, por turnos, irán escribiendo los redactores de Diario LA RIOJA, tomando cada uno el testigo donde lo ha dejado el anterior.
Un viaje que empieza, pues, sin saber ... muy bien dónde nos llevará. Un poco como este año del virus.
Capítulo 1.- Víctor Soto
A Martín le pesa el tiempo. Lo nota como algo casi físico. Se mastica como el puré, con esa inconsistencia que siempre le genera la duda de si es el momento de tragar. El tiempo, al que nunca había hecho demasiado caso, se le presenta como una puerta a medio cerrar. No sabe lo que hay detrás y tampoco se atreve a empujarla para descubrirlo. Aguarda ahí, como una sombra.
También lo nota en los que le rodean. Muchas atenciones, tal vez demasiadas. Las mismas preguntas una y otra vez. Las horas pasan entre monosílabos mientras la vida, en suspenso, aguarda detrás de las ventanas. Ve su calle como un decorado. Tal vez si pudiese tocarlo se daría cuenta de que es puro tablerillo y pintura, sin solidez ni cimientos. Faltan las personas y eso es lo que más echa de menos. Caras anónimas, guapas o feas, ropas elegantes o desastradas, figuras que pasaban y le entretenían esos minutos que antes se permitía malgastar con la nariz apoyada en el cristal.
Tiene demasiado tiempo porque hace ya días que no descansa bien. Se despierta sudoroso y gritando. Asusta a todos. Pero ya se ha convertido en una rutina más de estos días inciertos. Los demás duermen, pero a él se le queda la última imagen del sueño pegada a unas pestañas que no logra cerrar de nuevo. Da vueltas y más vueltas, pero ya sin ruido hasta que la habitación se va llenando de una leve claridad. Es el momento de volver a la ventana para olvidarse de lo anterior y centrarse en sus obligaciones durante las próximas horas. Aunque no lo quiera, siguen siendo las agujas del reloj las que le guían y marcan. Le recuerdan a cuando los soldados marchan en las películas con ese paso marcial y violento y que a él le resulta ridículo.
Tal vez ahora todo resulte un poco ridículo. Los guantes, las máscaras, las gafas, la mirada gacha, el miedo... Son prendas que uno se coloca rutinariamente antes de salir a la calle. «El mal está ahí fuera», se dice entre dientes. Y la frase le provoca una amarga sonrisa al pensar en Mulder y Scully, esos detectives que llenaron su infancia de extraterrestres, complots y misterios. Ahora no es la verdad la que está ahí fuera porque lo real se ha convertido en alocada ficción. El mal es lo que impera, ese virus dañino que lo ha impregnado todo, piensa mientras nada perturba el paisaje de su calle. Antes lo veía como un decorado pero, sin viento que mueva las ramas, ahora le parece un cuadro realista, una obra de Antonio López, pero en un barrio chungo.
'Un, dos; un, dos; un, dos...'. Las manecillas no paran y él tiene que tomar una decisión. Como cada mañana. Mientras la casa continúa en silencio, a él se le presenta la misma encrucijada. Conoce de sobra cuál es su labor, pero mira esas paredes de horrible gotelé que le retienen, desgarrando un poco más el tiempo que sigue pasando. Siempre había escuchado que mirar una pared en blanco relajaba. Y una mierda. Se había cansado hace ya mucho de ver paredes blancas. Le tocaba elegir el camino, como en esos libros de tapas rojas de la editorial 'Timun Mas', que le habían parecido ridículos hasta que se dio cuenta de que ya no le quedaba ninguno por leer. Hasta hoy y desde que la 'maldición', como a él le gustaba denominarla, apareciese en su vida y la de todos, siempre había seguido la senda marcada. Pero el sueño de esa noche le había sacudido especialmente y ahora todas las veredas le parecían quebradas y difíciles, como si no hubieran sido holladas durante lustros, como las del pueblo de sus abuelos. No podía dejar de pensar pero se daba cuenta de que la mortecina claridad de hace un rato se iba musculando y que pronto los demás se despertarían. Y de nuevo llegarían las preguntas rutinarias y monótonas. Ahora que no había nadie era el momento de salir de nuevo a la calle o aislarse casi totalmente. El tiempo que llevaba malgastando, en ese momento le apremiaba.
Capítulo 2.- Nuria Alonso
Martín no se arredra ante la 'maldición'. Mejor dicho, no se angustia por él. Piensa en su hermana, su querida Amelia. Desde niños, él siempre ha ejercido su fraternal papel de protector, de ángel guardián. Luego el tiempo, ese que ahora todo lo contamina, los ha ido separando. Ya se sabe: el trabajo, las parejas, la pereza. No es más que una distancia ficticia, de esas que se abren sin pretenderlo y se agigantan sin detectarlo. Sin conflicto, pero sin armisticio. Y ahí late, se lamenta Martín. Nunca alcanzará a atisbar cuánto.
Porque Amelia sufre. En un silencio terrible, enloquecedor. Debería estar en el mejor momento de su vida. Sin duda. Pero es al revés. Todo está del revés. No deja de rememorar y revivir aquel día de primavera precoz en el que ella y su marido, Luis, se otorgaron una tregua. Pusieron en pausa sus vidas durante un fin de semana, ni siquiera eso, una tarde y una noche fueron. No más. Comieron fuera, alargaron la sobremesa con una copa y culminaron con una noche de juerga que les deparó una agradable sorpresa. Por primera vez en semanas, rieron juntos, charlaron, planearon y reconectaron como hacía mucho tiempo. Otra vez el dichoso tiempo. La chispa resurgió y la dejaron fluir.
Aunque le parece que ha transcurrido un siglo, no han pasado más que cuatro semanas de aquel ¿fatídico? (no deja de preguntarse Amelia) día. Y sus vidas ya no volverán a ser las mismas. Amelia lo sabe, Luis también. Pero no lo comentan. No lo verbalizan. Tienen demasiado miedo. Pavor. Sobre todo ella. Apenas concibe cómo ha sido capaz de superar los dos años anteriores, en los que la frustración y las lágrimas los habían encaminado a perder la esperanza y un poco también la alegría. Y cómo habían tratado de enmascarar su infertilidad con un conformismo impostado, artificial, para enmudecer el soterrado dolor. Para asumir que quizás, cruel azar, nunca llegaría el ansiado bebé. No quería afrontarlo. Tampoco podía.
Por eso, que inopinadamente hace dos semanas el test de embarazo saliera positivo llenó a Amelia de gozo. Y la aterrorizó. Pero no por la pandemia. Ella no podía reparar en el virus, no en su estado. La llenó de pánico creer que estaba embarazada, pensar que iba a ser madre, dudar de si lo haría bien… «Qué ironía», esboza con una amarga sonrisa al racionalizar sus demonios cuando calibra la crisis sanitaria mundial en la que, si se cumplen los pronósticos (cruza los dedos a menudo, como si así espantara el mal fario), nacerá inmerso su vástago. Y no puede decir nada. Es demasiado pronto. Se gafaría, está segura. No sería la primera vez. Así que se impone la ley del silencio, la automordaza.
Sus padres no lo saben. No aún. Debe amortiguar el mazazo por si golpea, no cree que se sobrepongan a que les vuelva a partir el alma con otra promesa rota. Su hermano, Martín, tampoco: bastante tiene él como para soportar sus dramas. A veces a Amelia recapacita sobre su mutismo y atina en que quizás ella se desembarazó bruscamente de su afán protector, como un acto de rebeldía tardía. Él tampoco se había esforzado. Ahora ya da igual.
Ni siquiera puede Amelia sacudirse el estrés del trabajo: a Luis lo acaban de despedir; temporalmente, se consuelan ingenuos; y aún es prematuro anunciar la noticia en su despacho. No conoce la reacción de su jefe aunque la intuye. Sospecha impotente que la irá apartando de los casos importantes, paulatinamente, a escondidas. Y terminará por ignorarla hasta casi hacerla desaparecer. Tampoco será nada nuevo: durante años ha asistido impasible a cómo arrinconaban a otras colegas y ella no ha abierto la boca; de hecho, hasta le ha beneficiado. Y, qué más da, si sigue sin tener la confirmación oficial del sistema sanitario y sin entrar en la rueda médica que enreda a las embarazadas. De ahí, la duda que le ronda: «¿Cuándo he de romper este silencio?». De pronto, el móvil acalla sus pensamientos. Es Martín.
Capítulo 3.- David Fernández Lucas
-¿Qué tal Amelia? ¿Dónde estas?
-Aquí…En casa entre el sofá y la cocina. Un trayecto largo y tortuoso por el pasillo que trato de alargar como si paseara por la Gran Vía…
- Jajaja… Eso está bien. Que no pierdas el humor hermana.
Pero el humor no estaba en esa contestación. Era simplemente una vía de escape para no ocultar la realidad. Que se moría por dentro. Se moría de un miedo paralizador a todo lo que iba a venir. Un miedo que le silenciaba lo más importante y que no ayudaba.
-¿Tú qué tal? ¿Todo en orden?...
Martín sabía que cuando Amelia soltaba esa coletilla es que nada estaba en orden. Años de conversaciones le habían demostrado que su hermana se aferraba a frases como esa para desviar la atención y no lanzar una señal de alarma.
Martín se puso condescendiente e irónico y le dijo: -Todo en orden Amelia, el orden de alarma que nos han marcado…jajaja. ¿Tú? ¿Qué tal tu desorden?
-¿A qué te refieres?- Amelia soltó rápida esa frase delatándose.'Su desorden'. Cómo se le ocurre usar esa palabra ahora. Su desorden… ¿Se habría querido hacer el gracioso o le había notado algo?
Las palabras trastocan al ser humano. Y éstas le dieron un golpe certero a Amelia. Empezó a temblar. A darse cuenta de que tenía que contar lo que le pasaba para poder dejar esa sensación de angustia que le invadía.
-Tengo que contarte algo Martín- dijo seca
-¿De tu desorden?
- Sí, de mi desorden en este nuevo mundo controlado por el Estado.
-Qué trágica te pones.
-Déjame hablar, por favor.
-Vale, vale… tranquila.
Respiró. Miró a su alrededor. Buscó la tranquilidad y soltó amarras.
-Tengo un virus dentro del cuerpo.
-¿Eh?
-Sí. Un virus. Bueno… Creo que lo tengo. O al menos todo indica que está dentro de mí… no puedo confirmarlo del todo. Pero sí. Sé que lo tengo.
-¿Qué dices? ¿De qué hablas?
- Pues eso. Que tengo algo. Y crecerá. Se hará grande. Muy grande. Va a cambiar todo lo que tengo a mi alrededor como está cambiando el mundo ahora mismo por otro virus. Pero tranquilo, el mío no viene de China. Es más conocido. Lo pillé aquí.
-Me estás asustando..
-¡Calla! Es un virus poderoso que también te va a afectar a ti. No tanto como a mí, claro, que yo lo tengo dentro ya. Pero cambiará tu vida. Tus prioridades… Y nos va costar mucho dinero mantenerlo a raya. Planes de ahorro, alguna baja seguro… Nuestra economía también va a entrar en recesión como la del país después de esto.
-Amelia… qué pasa…
-Yo ya estoy preparada. O eso creo. Bueno… no sé… todavía no tengo muchos síntomas. Pero ya sabes que con esto de los nuevos virus del mundo hay gente que los desarrolla muy fuertemente y otros ni se les nota. Yo espero que sea de esas. De las que no lo noten y no se les note.
Amelia estaba disfrutando. Se sentía relajada. Había sobrevivido al golpe y se sentía capaz de seguir.
-Durante días seguramente no dormiremos. Pero llegará un día que veremos la luz… o eso creo. Pero es un virus que dura toda la vida. Y puede que necesite mucha ayuda. Sobre todo de ti, hermanito.
Pero tranquilo, no es muy contagioso. Al menos este no. Sólo lo tengo yo. De momento que yo sepa… Así que prepárate que vienen curvas porque si todo sale bien, para San Mateo voy a parir un virus.
No te asustes…Vas a ser tío .
¿Cómo te quedas?
Capítulo 4.-Carmen Nevot
- Martín, Martín… ¿Sigues ahí? Dime algo, no te quedes callado
Martín no sabía si lo había entendido bien y trataba de desentaponarse los oídos. No podía ser cierto, ¿tío? ¿Un sobrino? ¿La paga?...
- ¿Estás segura Amelia?
- Sí
- ¿Y cómo es posible?
- ¿Estás bobo Martín? ¿A estas alturas te voy a tener que explicar cómo?
- No… claro...ya. Perdona. ¿Y el padre quién es? ¿Luis?
- Quién si no… ¿Pero qué te ocurre? ¿Estás tonto? ¿No te alegras ni un poco?
Martín nunca había soportado a Luis. Lo consideraba un patán sin modales, sin oficio ni beneficio que se había pegado a su hermana por conveniencia. Era la garrapata de la familia, el culpable del distanciamiento con Amelia. Era… en fin.
Sí, claro. Me alegro mucho por ti. Sé que lo estabas deseando...
No pudo evitar que sus palabras sonaran artificiales, impostadas. La sola idea de tener un sobrino a imagen y semejanza de su cuñadísimo, el traidor, le producía rechazo. Y encima tener que darle la paga, con lo que le cuesta soltar un euro. Si de pequeño había sido incapaz de soltar en el platillo las monedas que le daban sus padres cuando le llevaban a misa.
- ¿Lo saben ya papá y mamá?
- No, todavía no me he atrevido a decírselo
Pues espérate cuando se enteren -pensó- porque si Martín no soportaba a Luis, sus padres no querían ni oír su nombre. Lo consideraban la desgracia de la familia y diez años después, seguían sin entender qué podía haber visto su hija en «eso». Un hombre sin ánimo, sin vida, antipático, mujeriego y encima, feo, pero feo con mayúsculas. Vamos, que lo tenía todo.
- La verdad es que no va a ser fácil, Amelia. Sabes que tienen muchas ganas de tener el primer nieto, pero que Luis sea el padre…. Ya me entiendes.
- Vamos Martín, me estás poniendo enferma.
- ¡Qué no, mujer! Que seguro que va a ir todo bien...
Martín, Martín (voces de fondo)... Era Lucía, su vecina del 2º A. Le reclamaba por el patio. Esa mujer imponente, de sinuosas curvas, con la que se entendía a las mil maravillas. Ella le mimaba y él se dejaba querer y cuando no, al revés. Eran el binomio perfecto, juntos pero no revueltos.
- Amelia, te voy a tener que dejar, me reclama Lucía y ya tú sabes…
- Madre mía Martín, no cambias. Ya veo que te desborda la alegría por mí.
- Ya sabes que sí, pero… Venga, que te llamo luego. Ciao hermana.
- Ciaooooooooooo
Martín corrió a la ventana, a la del cuarto del fondo que daba al patio interior. Era la más próxima a la de la vecina, casi se podían rozar los dedos. En su carrera a la habitación se tropezó en el pasillo con su 'chango-león', el labrador pachón y cabezón que se pasaba media vida dormitando en su colchoneta.
Martín se cayó al suelo, de morros. Menudo porrazo. Le dolían todos los huesos. ¡Por Dios! ¡Qué torpe he sido! Se levantó como pudo y cojeando -sentía los latidos del corazón en la rodilla- llegó hasta la ventana.
- Hola Lucía…. ¿cómo estás hoy? (su voz sonaba rara)
- Pero Martín ¿Qué te ha pasado? Tienes sangre en la cara….
Capítulo 5.- Pío García
Martín se limpió la sangre del rostro con un trapo. Se había hecho un pequeño corte en la ceja, una herida sanguinolenta, muy aparatosa, pero nada grave.
- El puto perro -masculló.
Lucía lo miraba sin decir nada. Le parecía un hombre guapo y atormentado. Había en su rostro sin afeitar un aire salvaje, primitivo, como de pistolero del Oeste. Cuando acabó de limpiarse el rostro, Lucía se contoneó y le sonrió dulcemente. Esa sonrisa tenía algo de promesa pero también algo de petición, quizá incluso de súplica. Martín lo entendió y un relámpago de inquietud le cruzó por la cabeza.
- Tengo que pedirte un favor. Un favor serio -murmuró Lucía.
Martín intuía que bajo la espléndida fachada de su vecina se ocultaban pliegues muy turbios, una geografía íntima llena de oscuros recovecos y de trampas, peligrosa, agreste, voraz. Eso le volvía loco.
Martín solo llevaba un tatuaje. Se lo grabó en el antebrazo cuando dejó la Universidad. Había estudiado hasta Segundo de Filosofía, pero un día decidió que no quería pasarse la vida repartiendo pizzas a domicilio. Lo supo de repente, como una revelación, cuando aquel profesor de pelo canoso y voz ronca les habló de Hobbes, del Leviatán y de la tremenda frase que popularizó el filósofo inglés: 'Homo homini lupus'. Sí, el hombre era un lobo para el hombre. Martín se tatuó aquel lema latino, dejó los estudios y decidió que quería ser lobo. Él se comería los corderos. Empezó entonces a desarrollar una rabia profunda y definitiva por gente como el panoli de su cuñado, un pobre mileurista triste, apocado e infeliz que encima colaboraba con Médicos sin Fronteras y se las daba de voluntario en Cáritas. Y lamentó la suerte de su futuro sobrino: ya se lo imaginaba vestido de boy scout vendiendo galletitas a las viejas.
- Mira, Martín -le dijo Lucía-. Estoy metida en un asunto raro. Al principio del confinamiento, vinieron a buscarme para un negocio. Cuando el Gobierno proclamó el estado de alarma, como yo tengo el título de FP de Peluquería y Estilismo, pensaron que iba a poder moverme libremente por la ciudad y me dejaron estas llaves. Pero luego nos cortaron el grifo a nosotras también. Me da un poco de miedo porque no sé lo que hay y llevo trece días dándole vueltas. Tú, que puedes salir, ¿podrías echar un vistazo? Es lo único que te pido. Te lo recompensaré.
Martín sintió que acababa de ser engullido por un remolino inexorable y renunció a bracear. Se sabía perdido, irremediablemente perdido. Le haría el favor sin rechistar, claro, y reclamaría su recompensa. Luego... Luego ya se vería. Lucía le echó las llaves por el balcón.
Martín bajó a la calle. Cogió el coche. Su turno comenzaba en media hora, así que tenía el tiempo justo para averiguar qué infierno abrían las llaves de Lucía. Condujo por las calles solitarias del Polígono Cantabria. De vez en cuando salía un camión o aparecía un operario vestido de buzo y guantes, pero todo (las fábricas, los concesionarios, los talleres) le parecía sumergido en un éter pastoso e inverosímil. Llegó a la nave 32-W, la última del Polígono. Aparcó el coche en la playa de cemento. Bajó. Se acercó al portón metálico. Metió la llave en la cerradura e la giró con un cuidado extremo, arrepintiéndose ya del paso que estaba a punto de dar. Entró sigilosamente. Espero a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra y, cuando los objetos comenzaron a definir sus perfiles, no pudo reprimir un grito:
- ¡Hostias!
Frente a él había mascarillas, muchas mascarillas, montañas enteras de mascarillas, toneladas de mascarillas. Había, según alguien había escrito con tiza en la pared, 2.456.789 mascarillas.
Capítulo 6.-María José González
No había terminado de meter la llave en su bolsillo derecho, perplejo por lo que acababa de descubrir, cuando le deslumbró el fulgor de las luces azules y rojas de la Policía. No sabría decir cuántos eran, pero intuyó que bastantes. Se dio la vuelta atemorizado por ese sonido perturbador de sirenas, agravado por el cada vez más cercano retumbar seco de pisadas de combate. Hasta que escuchó:
-«¡Ni se mueva! Levante los brazos suavemente, cruce las manos detrás de la nuca y gírese... muy... lentamente».
Martín quería hacerlo, pero su cuerpo no respondía:
-¡Joder, joder!
Hasta que notó un punzamiento en uno de sus costados:
-¡Joder, joder, joder!
Y más sirenas. Y más pisadas. Y un definitivo:
-«No me haga repetírselo».
Y... Abrió los ojos de par en par:
-¡¡¡Pero... ¿Qué cojones?!!!
Tenía el mando a distancia de la televisión clavado en un riñón: todas las siestas de los sábados terminaban igual. Buscó el teléfono móvil a tientas, pero no lo encontró. Derrotado dio un salto y salió despedido del sofá. El salón estaba sumido en una penumbra, sólo iluminado por la pantalla del plasma. Sudoroso, apocado, tembloroso, Martín se palpó la cara todavía absolutamente desorientado. Se restregó los ojos. Buscó aire, no podía respirar. Así que se dirigió al balcón entreabierto. Se quitó de encima las cortinas como el explorador que se deshace de la maleza en sus incursiones por la selva y por fin salió a encontrarse, otra tarde más, con todos los vecinos en formación de coral para ejecutar sublimes el 'Magnificat salutem'. Y con alivio cayó en la cuenta de que:
-¡Sí!, ¡son las ocho de la tarde!
Todavía aturdido empezó a aplaudir, regocijado por el agradecimiento de los sanitarios que en ese momento cruzaban la avenida haciendo sonar las sirenas de sus ambulancias. Entonces fue cuando el desconocido del segundo de cinco números más arriba, como todas las tardes, encendió los altavoces; y todo el vecindario, como todos los crepúsculos, se puso a corear el 'Resistiré' del Dúo Dinámico y otras versiones libres con las que, con más voluntad que acierto, aquel DJ improvisado sacaba del letargo domiciliar a decenas de personas cada 24 horas.
Y Martín, ahora mucho más sereno y despierto, se puso a corear las canciones de aquella tarde. Y en esas estaba cuando su mirada se cruzó con la de Lucía, una ventana a su derecha que, eufórica, le dijo:
-¡Martín! ¡Qué bueno verte!
Él la correspondió con una desconcertada sonrisa, mientras pensaba:
-Pero... Lucía... ¿Tú...? ¿Y el favor que me pediste...? ¿Y la nave...? ¿Y las mascarillas...? ¿Y Amelia...? Porque... Todo ha sido un sueño... ¿No....?
La fiesta terminó, el del segundo de cinco números más arriba plegó la disco y Martín cerró el balcón y bajó la persiana al COVID-19. Y volvió a buscar el teléfono móvil. Esta vez sí lo encontró: en su bolsillo derecho... junto a la llave que le había confiado Lucía.
Capítulo 7.-Jonás Sainz
El teléfono sonó en la fantasmal Redacción de La Rioja, desde la cuarentena más vacía y triste que un Viernes Santo sin procesiones en Calahorra. Sonó largamente sobre las mesas y los ordenadores apagados, sobre los periódicos viejos y las montañas de papeles abandonados igual que los restos de un ejército en retirada. Sonó como suenan las llamadas a deshoras que nadie quiere atender porque huelen a marrón justo antes de la hora de cierre. Izquierdo maldijo su suerte por no estar metido en casa como todos los demás pegados al ordenador 'veinticuatro siete', como solía reñirle su hija.
«Aquí el depósito de cadáveres. Al habla el cadáver de guardia». Le dieron ganas de contestar el puto teléfono como alguna vez bromeaba Iglesias en los viejos buenos tiempos del periódico. En lugar de eso, resopló, se armó de paciencia y descolgó esperando que no estuviera ardiendo La Redonda un sábado con toda la ciudad en cuarentena.
-La Rioja, dígame -dijo en un tono más automático que amable.
-Hola, ¿quién sos? Aquí Martín.
Izquierdo entornó los ojos y volvió a suspirar sin saber todavía si por alivio o preocupación. ¿Qué querría a esas horas el muy pelotudo?
Al otro lado del aparato, Martín sonaba a boxeador sonado; más incluso que de costumbre. Todo el día sin dar señales de vida y llamar ahora no podía significar nada bueno. Su reportaje de los balcones seguía a la espera y el sistema informático funcionaba como el culo.
Tras unos pocos minutos de conversación atropellada, su primera intuición se confirmó con creces. Al colgar, Izquierdo tuvo que reprimir el impulso de gritar y patear la mesa.
Martín había empezado disculpándose porque había tenido un mal día; un día raro, había dicho, como si no fueran ya lo bastante raros todos los puñeteros días desde que había comenzando aquella demencia que acaparaba toda la actualidad: Que si primero le había entretenido su hermana con una noticia 'bombo', que si luego un accidente doméstico con el dichoso labrador, que si un sueño extraño en mitad de tanta paranoia, que si una intuición de periodista de raza... Definitivamente Martín había elegido un mal día para dejar de fumar. Otra vez. Pero lo más inquietante había sido la excusa para no entregar el reportaje sobre los aplausos: «Mi vecina Lucía anda metida en algo extraño y necesita ayuda -le había contado atropelladamente-. Tengo que acompañarla a la calle y creo que es algo gordo. Envíame un fotógrafo a toda hostia».
Sonaba a cuento chino, pero el deber era el deber. Salud y periodismo, se saludaban entre compañeros por la whatsap web.
«El huevón se ha creído Harrison Ford en Blade Runner», trató de explicarle a Juan antes de que protestara. De sobra sabía que había tenido un día de mierda fotografiando cadáveres en la morgue, ancianos desorientados en las residencias, niños tristes en las ventanas y gente paseando perros a rastras por las calles.
-No te preocupes -le soltó Izquierdo como quien hace un favor envenenado-, ahora mismo llamo a Campos para que te acompañe. Pasa a recogerla con tu motillo. Ella es nuestra mejor reportera de sucesos.
Juan no podía negarse a eso. Todo el mundo en el periódico sabía que Campos le ponía salvaje.
Continuará...
Capítulo 8.-Isabel Martínez
La ciudad se aprestaba a cerrar el día. El cambio de hora brindaba un atardecer con más luz. Sin embargo, el confinamiento domiciliario había creado una atmósfera de universo infinito, implacable, plúmbeo, denso, un tiempo de eterno retorno en el que las nuevas señales horarias eran Jesús y los aplausos. La baliza matutina la marcaba Jesús con el balance de fallecidos y contagiados. La vespertina, la gente aplaudiendo.
Izquierdo bajó a fumar. Sí, lo había dejado, pero todo buen periodista retoma el hábito en tiempos de crisis. Y éste era uno de esos tiempos.
Juan Antonio había aprovechado las últimas horas de la tarde para acercarse al periódico a recoger el 'salvoconducto' de la empresa que le permitía transitar por la ciudad. Su trabajo es esencial. Hoy más que nunca. Aunque Juan Antonio prefería no recoger el documento. «Es más», pensaba, «ojalá me detuviera la Policía». «Así podría escribir un reportaje desde el calabozo. 'El coronavirus, en la trena'. Incluso podría ganar el Premio Lumbreras de Periodismo este año», se regodeaba. La sola imagen de él mismo entre rejas hacía relamerse a Juan Antonio. Le producía una emoción profesional equiparable a ver a su gran dama de la escena, a Nuria Espert, en el Bretón logroñés. Ahora, su amado coliseo estaba cerrado. Y lo que aún era peor, su jefa le martilleaba todos los desayunos.
- ¡¡ Propuestas, Juan Antonio, propuestas!! ¡Necesitamos propuestas para la gente que está en sus casas!
«Propuestas», pensaba él. «¡¡Qué coño propuestas!! Periodismo es lo que necesitamos, y el periodismo está en la calle», mascullaba Juan Antonio cuando, ya en la puerta del periódico, se topó con Izquierdo, que fumaba compulsivamente.
- Salud y periodismo, compañero. ¿Cómo va la guardia?
- ¿¿Que cómo va la guardia?? ¡Pues iba bien hasta que Martín ha llamado con una historia que ni sé qué puede dar de sí! Y a estas horas, y con la ciudad en cuarentena.... en fin, ya he avisado a Campos y a Juan, que se van con Martín y Lucía a no sé muy bien dónde ni a qué...
- Coño, pues les llamo y me sumo. Total, tampoco tenía planes, y esto lo mismo se trata de un breve que de la apertura del periódico...
Juan Antonio se puso en contacto con Martín. Se citaron junto con Campos, Juan y Lucía en un local de la calle Barriocepo. «Qué coincidencia», pensó Juan Antonio al pasar por el Revellín, símbolo por excelencia de la resistencia de los logroñeses. «Ahora el enemigo es otro», pensó, «pero enemigo, al fin y al cabo...».
Mientras esperaban a Martín, que traía no sabían muy bien qué llaves, Juan aprovechó para enseñarles una foto que habia hecho a una policía local... Sólo él era capaz de captar un sutil erotismo en una agente con mascarilla y guantes...
- Joderrrrrr, ¡casi llego!, se sumó Martín al cónclave. Lucía, espero que esta llave abra algo importante, porque como venga la poli y nos pille aquí a los cuatro, estamos jodidos...
A Martín la mañana se le había antojado pesarosa, mundana, pero su instinto le mordía y le decía que estaba a punto de vivir algo grande. Sí, definitivamente la 'maldición' le iba a dar su lugar en el mundo, allende y aquende los mares...
Cuando se acercaban al número grabado en la llave con la dirección, un hedor comenzó a hacer irrespirable el ambiente. Su anhelo de noticias les llevaba a pensar que en aquel local que estaban a punto de abrir se acumulaban cadáveres; sus años de oficio les resituaban en la sensatez. Quizá sólo fuera la comida que la empresa de los comedores escolares no había podido repartir en las últimas semanas.
De repente, la llave abrió aquel viejo portón y la bisagra gimió de manera premonitoria...
- ¡¡¡Manda algo ya para la web, Martín, manda algo!!!, gritó Campos, 'always on'...
Continuará...
Capítulo 9.-Benjamín Blanco
Allí estaba el 'equipo A' del periodismo riojano con una gran puerta metálica abierta y cuyo interior les lanzaba un hedor insoportable sobre sus rostros. Juan, el fotógrafo, pensó que ya era mala suerte. Él, que pensaba que había acabado su jornada, que por fin podía descansar después de una semana demoledora se encontraba con un nuevo marrón. Él, que por primera vez en mucho tiempo se levantó de la siesta en su sofá de piso de soltero como empujado por un resorte del mismo pensando en su cita profesional con su diosa curvilinea: La Campos. Él, que sabía -aunque no muy bien por qué- que los romanos tenían una diosa llamada ocasión, a la que pintaban como mujer hermosa, enteramente desnuda, puesta de puntillas sobre una rueda y con alas en la espalda o en los pies, para indicar que las ocasiones buenas pasan rápidamente. Así sentía la oportunidad que tenía delante, Y así se le esfumó su sueño, en cuyas lascivas lisergias se imaginaba a su compañera embutida en un sugerente traje de cuero negro, montada en la grupa de su moto y con la melena al viento. Al fin y al cabo, como buen reportero gráfico era un hombre de acción, poco dado a mitologías romanticonas. La voz de Martín le despertó de su ensoñación.
- ¡Esto es el periodismo!, bramó Martín
- Chssss, le contestaron todos al unísono.
- ¿Y si llamamos al cuartelillo de la Guardia Civil de Villamediana?, sugirió Lucía.
- ¡Esto es periodismo!, le contestaron todos a una.
'Esto es periodismo', 'esto es periodismo' rumiaba Juan, que vio la oportunidad de demostrar ante la Campos que era un fotógrafo de raza. Estaba doblemente excitado: como hombre y como fotógrafo, como el cazador que se va a cobrar dos piezas. Quizá, al final, la llamada de Izquierdo no fue tanta putada como pensaba.Juan se rio por lo bajini.
El equipo decidió adentrarse en el interior del pabellón. Aprovecharon para ponerse las mascarillas antivirus que llevaban desde el confinamiento para evitar el olor acre y nauseabundo.Juan se puso al frente del grupo. Detrás le seguía Campos, Martín y Lucía. Juan Antonio se quedó en la puerta para vigilar si alguien se acercaba.
Justo en ese momento un coche de policía giraba en la rotonda que daba acceso al polígono. Juan Antonio los vio venir, pero no le tembló la voz. Se encendió un cigarro. Tenía el culo 'pelao'.
- Buenas tardes.
- Buenas tardes.
- ¿Trabaja usted aquí?
- Sí señor. Somos una empresa de logística.Servicios esenciales, ya sabe.
- Ya supongo. La credencial de la empresa, por favor.
- ¡Glup! Esto...
'Charly Bravo a todas las unidades'. La campana le salvó. Una llamada a la radio del coche patrulla alertaba a todas los agentes de la zona para que se dirigieran a Murillo, donde varios confinados en una bodega estaban cantando por las calles del pueblo coplas obscenas.
Juan Antonio respiró aliviado, metió la cabeza entre la puerta y la jamba para alentar a sus compañeros para que se dieran prisa.
Campos sufrió de repente un cosquilleo en su culo. Aunque tenía fama de tener las manos largas, Juan no podía ser porque iba por delante. Era Izquierdo que le llamaba al móvil, que estaba en modo vibración.
- Joder, Izquierdo, ¿que quieres?
-¡Las fotos para la web y cuatro líneas de texto! Oh, no. No me digas que es otra historieta de Martín; argentino peliculero...
- «Será güevón», exclamó Martín que guardaba las espaldas a Campos y oyó la conversación. Martín giró la cabeza y entre dos grandes palés de mascarillas descubrió algo que le dejó helado. «Menudo quilombo». Varios bultos cubiertos de los pies a la cabeza con mascarillas yacían en el suelo encementado de la nave.
Juan se subió a un palé de un brinco y comenzó a tirar fotos a diestro y siniestro. Clic, clic, clic, clic...
Todos pensaron lo mismo. Era un caso a la medida de Zerimar, el Colombo de las crónicas de sucesos riojanos.
Martín, solemne, dijo: Aquí están las 543.211 mascarillas que faltan para llegar a los tres millones que se supone que hay en el almacén.
A ninguno le sorprendió la rapidez mental de Martín. Era su maldición pero también su bendición. Todos en el periódico sabían que era un poco asperger (aunque su madre decía que era muy listo y su padre, muy tonto).
El grupo, temeroso, rodeó los bultos para comenzar a descubrir que había debajo. Ya no solo era un alijo de mascarillas. Había algo más. Mucho más.
Capítulo 10.-Estíbaliz Espinosa
Contra todo pronóstico, ella, la Campos, se inclinó y alargó el brazo decidida a salir de dudas cuanto antes. Su genuflexión, a los ojos del resto del grupo, discurrió como una lenta e interminable moviola. Una película de corte erótico para Juan, que no pudo por menos que clavar su mirada en las nalgas de la compañera, en ese tanga minúsculo que se perfilaba bajo sus leggins y que él imaginaba negro y con filigranas.
¡Clic!, se le escapó un foto.
Lucía, sospechando lo peor y con un inevitable sentimiento de culpa por haber abierto con su misteriosa llave aquel apestoso melón, buscó cobijo en Martín, en ese cuerpo que se le antojaba salvaje y primitivo incluso en semejantes circunstancias. Martín no sólo no rechazó su proximidad sino que respondió con un arrumaco; no encontró mejor manera de templar sus nervios y ganar unos segundos.
-¡Déjame a mí! -casi gritó Juan Antonio, abalanzándose sobre la Campos.
Pero ella no tenía ninguna intención de retirar aquella parva de mascarillas y dudaba de que fuera la mejor idea. De hecho, tras inclinarse sobre los misteriosos bultos sintió que el insoportable hedor del lugar volvía a golpearla, y con mayor fuerza, a través de la tela que protegía su rostro. Quiso identificarlo, pero su memoria olfativa no lo tenía registrado. Su estómago, tampoco, y con la primera arcada la Campos giró sobre sus talones y salió corriendo buscando el aire. Una vez que alcanzó la calle y cruzó a la acera de enfrente echó hasta el desayuno, lagrimeando por el esfuerzo y palideciendo hasta cotas níveas.
-¿Se encuentra bien, señorita?
-(...)
La Campos apenas podía hablar y forzó un par de toses para ganar tiempo mientras pensaba qué decirle a aquel hombre enjuto, de mirada vacía y feo, muy feo, que enfilaba directamente hacia la puerta del almacén.
Mientras tanto, en el interior, nadie se atrevió a seguir los pasos de la Campos. Les pudo más la curiosidad o quién sabe si el morbo, ya que la escena, sólo interrumpida por la estampida de su compañera, apuntaba a una película gore.
Juan Antonio retiró un par de mascarillas, las suficientes para poner al descubierto una siniestra estampa. La viscosidad y putrefacción de aquella amalgama de carne, vísceras, sangre y pelo les dejó sin respiración. Y sin habla. Únicamente Juan se atrevió a moverse para enfocar y disparar su cámara sobre aquel macabro hallazgo, y para volver a contemplar la escena a través de la pantalla de la Canon.
-No parecen restos humanos... -acertó a decir con un hilillo de voz.
-¡Qué hacemos! ¡Esto es de locos! -le interrumpió Martín, que se había desembarazado de Lucía y caminaba de aquí para allá como pollo sin cabeza.
-Deberíamos avisar a la Policía -intervino una atónita Lucía.
-¡¡No!! -fue la respuesta unánime de los otros tres. Ninguno sabía qué hacer pero todos sabían que querían contarlo, fuera lo que fuese lo que allí estaba ocurriendo.
Martín enfiló sus torpes pasos hacia la salida para tomar aire y recuperar a la Campos. En el vano de la puerta, cegado por la escasa luz del pabellón y la siniestra imagen de la que acababa de ser testigo, no vio entrar al hombre feo, delgado y desgarbado con el que acabó tropezando.
Su 'perdón' le sonó familiar.
-¿Luis?... ¿Qué haces aquí?
Capítulo 11.-Toño del Río
¿Martín, eres Martín?.. apenas se dejó oír un hilo que salía de la garganta de Luis. Nada que ver con ese torrente que hasta hace sólo unos meses llenaba la redacción cada vez que Luis tomaba la palabra. Nada que ver ese cuerpo desastrado hasta el desaliño con el de aquel Luis que se jubiló parando el crono por debajo de los seis minutos el kilómetro en sus celebrados diezmiles. Nada que ver ese rostro demacrado y seco con aquél que disparaba sonrisas profidén y miradas llenas de intención.
-Joder, Luis. No te había reconocido. Hay poca luz aquí..., mintió Martín. «Tú por aquí», acertó solo a añadir por temor a herir a quien fue su compañero, su jefe y su amigo si verbalizaba una sola idea más de las que le pasaban por la cabeza, tal era la lamentable imagen que ofrecía. Una imagen agravada por el entorno que les rodeaba. La pestilencia del aire, las mascarillas ensangrentadas y las vísceras llenando el suelo de aquella nave que seguro tuvo tiempos mejores.
- Esto es mío, saludó Luis lacónico, casi desabrido.
Aquellas palabras rompieron en los oídos de Juan Antonio, de la Campos, de Lucía y de Juan con la misma rotundidad sorda que una pelota golpea en el frontón.
¿Tututu...yo? ¿Esto?, se hizo Martín incrédulo portavoz del grupo.
- Mío, sí, mío el local, digo, no esta mierda, no esta mierda... aclaró Luis. O trató de hacerlo, porque allí nadie ya entendía nada.
Juan, inquirió Luis. Haz el favor de dar... Ahí tienes el interruptor. El blanco...
No había acabado de pedirlo y en el interior de la estancia se hizo la luz. Era un local diáfano, no demasiado grande, con algunos palés colocados a modo de damero. Entre dos, la sangre semicoagulada, trozos de carne pútrida, huesos... Una versión gore hiperrrealista de El triunfo de la Muerte de un Brueghel el Viejo cutre y venido a menos. Y moscas, muchas moscas. Pero no moscas de las de casa sino moscas gordas, de tamaño medio.
- «Coño, moscas de ración» bromeó Juan para templar aquel ambiente helador.
Era moscardas de la carne, verdes y gordas.
- «Esas moscas llegan en minutos hasta los cadáveres y rellenan con sus huevos los orificios que pillan», explicó Juan Antonio haciendo alarde de sus, aún desconocidos para el resto, vastos conocimientos de entomología aplicada a la ciencia forense. «De esos huevos nacerán larvas, lo que decimos gusanos pero que no lo son, que se encargan de devorar las partes blandas de los cadáveres», concluyó la lección volviendo a colocarse la mascarilla sin solución de continuidad.
Luis no tenía mascarilla. Encendió un cigarro para disimular el hedor. También él había vuelto a fumar. Lo había dejado cuando era Jefe de Deportes. Por imagen. Ahora ya no le importaba. Ahora casi nada le importaba. Ni la Semana Santa de Málaga, por la que sentía pasión y a la que viajaba cada año sí o sí. Ni el Madrid. Ni siquiera su Calahorra, con sus cloacas y su Quintiliano. Y su cuartel de la Guardia Civil. Luis había hecho causa de honor de aquel edificio que pocos más que él, en el pueblo, querían conservar en pie. Causa de honor para nada.
- «Compré este local con la indemnización del despido», empezó a explicarse Luis.
Siempre había sido un tipo listo Luis. Un periodista brillante que supo emplear también su inteligencia más allá de las noticias. Su buen olfato, qué ironía en este momento, le había animado a comprar algunos bajos en la zona vieja de Logroño. El granero de su vejez. La herencia de su hija, la esperada sobrina de Martín. Su última inversión, ésta de Barriocepo.
- Me lo alquilaron unos... Eran de Viniegra. O de Canales, relató Luis. Acababa de empezar lo de Wuhan y no me tomé demasiadas molestias. No me tomé ninguna molestia en enterarme de quién era esta gente. Me adelantaron dos meses y la fianza. Los recibos domiciliados en Abanca y la luz y el agua a mi nombre. Y no supe nada más hasta que el vecino del primero A, Antonio Jiménez se llama -¿no os acordáis de Antonio Jiménez?, se interrumpió a sí mismo-, me avisó de lo del olor. Y no me extraña, vaya peste insoportable.
Luis resumió en un minuto que había estado ingresado -«en Los Perales, aunque yo soy muy de la sanidad pública», apuntilló- por lo de la hepatitis C. Y que venía casi directamente de la cama por ver «lo del olor», que a él nunca le había gustado molestar. Los demás entendieron su aspecto y poco más. Quedaban aún muchas cosas por entender, demasiadas.
Las moscas zumbaban alrededor de aquel amasijo fétido de menudillos...
Capítulo 12.-Elena Beisti
Hubo un silencio incómodo que duró más de lo que cualquiera de ellos estaba dispuesto a soportar. Lucía aprovechó la coyuntura para salir de aquel antro maloliente con la excusa de interesarse por Campos. Y Juan se les unió sin dudarlo, dónde mejor iba a estar él ahora mismo, pensó mientras encaminaba sus pasos tras las curvas de Lucía.
Y allí, bajo la mortecina luz de aquel desvencijado almacén, Luis, Martín y Juan Antonio se miraron hablando sin decir palabra y sabiendo lo que tenían que hacer. Con menos ganas de moverse que una babosa al sol, fueron dando pasos cortos hacia el meollo de aquel totum revolutum. Parecía que les faltaba el aire cuando se inclinaron tratando de identificar qué era lo que podía haber sido toda aquella masa sanguinolenta en un tiempo mejor. Al mirar con un poco más de detenimiento, enseguida pudieron identificar alguna parte desmembrada y putrefacta de lo que en su día fue una buena parte de una manada de jabalíes. Por los restos que pudieron identificar, los tres coincidieron en que allí, rodeados de mascarillas y en un escenario dantesco, había más de diez ejemplares adultos.
-¿Y qué hacemos ahora?- preguntó Juan Antonio lanzando la pregunta al vacío a sabiendas de que todos sabían la respuesta.
-Todos sabemos que lo suyo sería que avisáramos de todo esto a la Judicial-dijo Luis con esa seguridad que sólo dan los años- Pero también os digo que esto nos salpicaría de lleno tanto a Lucía como a mí. Eso lo tenemos claro, ¿no?. A mí por ser el dueño del local y a ella por tener la llave.
Los tres sabían que el gran capitán nunca daba puntada sin hilo y que alguna idea se le estaba pasando ya por esa cabeza que durante años les había demostrado su rapidez de reflejos.
-¿Entonces qué?-indagó Martín, que se había alejado de ellos unos cuantos pasos cuando le llegó la primera arcada.
-De momento, no toquéis nada, dejad todo como está, apagad las luces y hablamos fuera -sugirió Luis, idea que fue bienvenida y obedecida al instante por Juan Antonio y Martín.
Los tres salieron de nuevo a la calle y agradecieron como nunca la ráfaga de aire helador que les aguardaba fuera. Al momento, Campos , Juan y Lucía se acercaron a ellos con mirada inquisitiva y a la espera de instrucciones.
-Son más o menos una docena de jabalíes, una batida provechosa de algún grupo de cazadores furtivos que, por lo que parece, les pilló en un mal momento todo este lío y a la que no pudieron dar salida. Tenemos dos opciones -calibró Luis para pulsar la opinión de los cinco, que le miraban sin quitarle ojo -O llamamos ahora mismo a la Policía Judicial y que empiece a girar la maquinaria burocrática llevándonos por delante a Lucía y a mi, de momento, o… tiráis un poquito de trabajo de investigación y le dais el caso mascado a la Policía una vez que esté todo atado. Y ya de paso, aprovechamos la coyuntura para dar una exclusiva en el periódico, que nunca viene mal -concluyó Luis levantando la mirada del suelo para ver qué cuerpo se le había quedado a su reducido auditorio.
-¡Tenemos unas fotos cojonudas, yo solo digo eso!- soltó Juan en una de sus maniobras habituales para tratar de aligerar un ambiente enrarecido.
- A mí esto me ha metido en un lío de narices sin comerlo ni beberlo y si metemos a la Policía ahora, ni os cuento. -habló Lucía rompiendo el hielo- Yo os ayudo todo lo que necesitéis, pero prefiero que quede en vuestras manos.
Campos y Martín se miraron un momento con gesto de saber cuál era el parecer del otro y, finalmente, fue él quien habló.
-No parece muy difícil poder sacarlo tirando un poco del hilo, ¿no, Campos? -animó a su compañera dándole un toque hombro contra hombro.
-No parece, la verdad. Todo sea por librar de un marrón mayor a unos amigos -sonrió preocupada Campos- Pero sólo, si no tocamos nada de lo que hay en el almacén de los horrores, no vaya a ser que al final nos vayamos a meter en un lío aun más gordo.
-Ea, pues si todos estáis de acuerdo, mañana mismo nos ponemos a ello. Y ni una palabra de esto a nadie más, ni en la redacción ni fuera. -quiso dejar claro Juan Antonio, que siempre se apuntaba a un bombardeo- ¡Y hala, cada mochuelo a su olivo!, ¡que parece que no tenéis casa!. Mañana os llamo y vemos cómo hacemos.
Capítulo 13 - Marcelino Izquierdo
El móvil de Martín sonaba y sonaba, con el tango 'Cambalache' como tono de llamada entrante: «Que el mundo fue y será / Una porquería, ya lo sé. / En el quinientos seis/ y en el dos mil, también. / Que siempre ha habido chorros, / Maquiavelos y estafaos, / contentos y amargaos, / varones y dublés...». Pero el periodista argentino roncaba a pierna suelta, hasta que su esposa lo zarandeó con tanto ímpetu que casi se cae de la cama.
–Pero... qué coño –balbuceó, al tiempo que se restregaba las legañas con los nudillos de ambas manos–. ¿Dígame?
–¡Martín! –El aullido del redactor jefe lo acabó de despertar–. Vístete, aprisa, y pásate con el coche por la casa de Juan, que ya he hablado con él.
–¡Huevón! –Respondió el pibe– ¡Pero si son las seis de la madrugada!
–En un pispás os quiero a Juan y a ti en el polígono de El Sequero –el redactor jefe desoyó las protestas de Martín–. La Guardia Civil ha montado un dispositivo de la leche en un pabellón con animales muertos.
Al argentino se le abrieron los ojos como platos al acordarse de los jabalíes descompuestos que habían hallado en la lonja de Luis.
–La cosa huele muy mal, y en todos los aspectos –siguió hablando el redactor jefe ante el silencio de su subordinado
–Ya te creo, ya –se despidió Martín.
Cuatro horas más tarde, la redacción comenzaba a bullir... pero como una cafetera gripada. De hecho, los cuatro periodistas que habían acudido al diario de forma presencial –los demás teletrabajaban virtualmente desde sus casas por culpa del COVID-19– hacían más ruido que entre veinte.
–A ver, chicos –reunió el redactor jefe a los presentes, guardando, eso sí, un metro y medio de distancia–. Martín y Juan continúan en El Sequero, parece que la cosa es muy gorda.
Juan Antonio, la Campos y Eduardo, el colaborador de pelota que se había incorporado a local por la suspensión de su deporte, se miraban entre sí, sobre todo los dos primeros. En la otra punta de la redacción, José Ángel seguía aporreando el teclado del ordenador con idéntica violencia que Robert de Niro golpeaba en 'Toro salvaje'.
–Parece ser que un grupo organizado se está saltando a la torera la cuarentena para cazar animales impunemente, ahora que no tienen competencia. La Guardia Civil ha descubierto en una nave cientos de cadáveres de animales congelados.
–¡Joder, joder! –Repetía Campos por lo bajini, aunque el mazazo final aún estaba por llegar.
–Me han filtrado mis contactos que los agentes sospechan de que hay otros escondites en los alrededores de Logroño.
–¡Joder, joder, joder! –José Antonio secundó la letanía de Campos.
–Pues mis fuentes me confirman que el operativo policial ya se ha trasladado al polígono de Cantabria –se aproximó José Ángel.
–¿Y Cuáles son esas fuentes tan bien informadas? –Frunció el ceño el redactor jefe.
–Este teletipo de la agencia Golpiza –esbozando una sonrisa, el periodista agitó el folio que llevaba en la mano.
–¡Joder, joder, joder, joder, joder...! –Insistían Campos y Juan Antonio, como el mantra que no cesa.
Sobre la una de la tarde, sonó el teléfono de deportes. ¿Qué extraño, pensó Eduardo? Si todo está parado. Con la calma que infunden los muchos años de profesión, descolgó Eduardo el auricular.
–Aquí Diario La Rioja, dígame.
–Buenos días, mi nombre es Ander Gutiérrez, le llamo de Madrid, del periódico 'La Sinrazón'.
–Dime chaval –Eduardo pasó formalismos, pues de inmediato se cercioró de que era un pipiolo quien estaba al otro lado de la línea, uno de estos meritorios a los que siempre les encargan todos los mochuelos que nadie quiere.
–Nos han llegado noticias de un escabroso hallazgo...
–Perdona, chaval, que esto es deportes – Eduardo gesticuló con la mano a José Ángel para que le siguiera la corriente–, te paso con local.
–Local, dígame –respondió José Ángel, que apenas dejó explicarse al tal Ander–. Vale, vale. Ese asunto lo llevan los de sucesos, te paso.
–Hola, aquí sucesos –Eduardo había cambiado radicalmente su registro de voz–. Pero, ¿por qué tipo de suceso preguntas? ¿Crímenes, drogas, robos, incendios...? ¡Ah, crímenes! Espera un momento a ver si veo al responsable... Que este es un periódico muy bien organizado, ¿eh?
–Crímenes, sí, ¿con quién hablo? –Ahora era José Ángel quien dialogaba con tono grave y circunspecto, muy diferente al suyo–. ¿Qué tipo de crimen? ¿Disparos, puñaladas, estrangulamientos? Ah, que te refieres a animales... Entonces tienes que hablar con la sección de caza. Aguarda un instante...
Y en esa chanza seguían los dos veteranos, cuando Martín y Juan, Juan y Martín –tanto monta, monta tanto, cual los Reyes Católicos–, accedieron a la redacción. Ambos buscaron con la mirada a Juan Antonio y a la Campos, se acercaron les acercaron y, casi al unísono, como si fueran fieles devotos de Hare Krishna, se unieron a la jaculatoria:
–¡Joder, joder, joder, joder, joder...!
Capíulo 14 - Inés Martínez
Se miraron entre sí con intriga, con mucha incertidumbre, con miedo. El intento por disimular ante Jose Ángel y Eduardo no podía ser más incómodo en una redacción prácticamente vacía, en la que la vida había casi desaparecido hacía semanas pero que desprendía una nostalgia perpetua de tiempos en los que chistes que se pasaban de la raya, bromas obscenas y comentarios sobre el aumento de ciertas barrigas volaban de lado a lado de la sala.
- Tíos, esto es demasiado. No sé si la hemos liado- dijo Martín- De verdad.
- Que no, que este es un paranoias- replicó Juan mientras se quitaba la cazadora de cuero y sacaba del bolsillo del pecho una de esas cajitas de minicaramelos que siempre usaba cuando quería endulzar momentos amargos.
- ¿Pero, qué? Coño, contad algo- gritó por lo bajo la Campos. Le costaba mantenerse serena.
Martín estaba tan nervioso que le entraba la risa al intentar explicarse. Se ponía rojo desde el flequillo rubio hasta la punta de los dedos intentando contener los aspavientos habituales en él cuando algo le hacía emocionarse, daba igual si era algo divertido o un dramón. Él sabía que igual se habían metido en un gran cisco, pero se sentía tan protegido por aquellos compañeros de aventuras periodísticas que parecía incluso que la cosa no fuese con él. O puede que fuera ese algo tan extraño que permite a los periodistas ver los asuntos desde fuera, como si no fueran con ellos.
- En el Sequero hay una montada que no veas. Apenas nos han dejado acercarnos y no han soltado ni mú. Pero por lo que hemos podido ver hay por lo menos 10 naves en las que están interviniendo. Y... no os lo váis a creer- se limpió el sudor y se tapó los ojos tardando demasiado en seguir con el relato.
- ¡Qué, joder, qué!, coño qué lento eres contando las cosas -dijo la campos, que no puede evitar volverse una borde mal hablada cuando está nerviosa. Al segundo se sintió mal por hablarle así a Martín. A él, después de aquello.
- Pues que cuando estábamos allí ha aparecido un furgón - dijo Martín intentando ignorar las prisas de Campos- Lo han metido hasta la última nave que nosotros podíamos ver. Y han bajado... a Luis esposado.
Todos se echaron hacia atrás. Campos se sentó sin querer en la mesa de recuerdos que protagoniza el centro de la redacción. Tiró una figura de una hauaiana bailonga, un gato dorado, un cerdito del Belén de Tris, una foto firmada de las Baccara y un mini Naranjito. Todos lo ignoraron. La cosa no estaba para figuritas.
- Que no, hombre, que no era él- dijo Juan- Mirad.
Sacó la cámara. El temblor casi incontrolado de sus manos le delató. Quería creer que no era Luis el de las esposas. Pero sí. Lo sabía él y lo supieron todos cuando vieron las imágenes. Puede que su aspecto hubiera cambiado. Pero no había duda.
- Bueno, ¿qué nos traéis?- Dijo Jose Ángel, tras dar un potente último intro a al teclado que hizo sobresaltarse al grupo.
Eduardo miraba disimulando la escena desde su silla solitaria de Deportes. No estaba seguro si levantarse o no. Había escuchado alguna palabra suelta de lo que estaban cuchicheando y los nervios le estaban dejando las manos heladas, los pies como témpanos y un sudor escalofriante le bajaba por la columna.
-Mierda, ya se ha destapado algo- se dijo mientras hacía cálculos mentales de si disimulaba más haciéndose el tonto y quedándose sentado o haciendose el tonto y acercándose al grupo. Se levantó.
Capítulo 15.-Luis Javier Ruiz
«Cagüen todo», espetó 'el Vasco' cuando el tango de Carlos Gardel comenzó a sonar en su teléfono móvil. «Quién cojones me llama hoy. Es que no saben que estoy librando». Miró la pantalla. Numero oculto. «Que le den». Colgó y siguió desembalando el nuevo cuchillo jamonero que le acababa de entregar el repartidor de Amazon. Una joya de coleccionista hecha con acero auténtico de Altos Hornos. El anterior se le astilló cuando, en un intentó por arañar las últimas lonchas de una pata ya demasiado seca, frenó violentamente contra sus metacarpianos. Siete puntos. Una tontería para uno de Bilbao. Nada que no se pueda solucionar con un poco de mercromina, la roja, la de toda la vida. La peor parte se la llevó el cuchillo. No tuvo solución y acabó en el cubo de la basura.
Gardel volvió a sonar y 'el Vasco' volvió a jurar. Tanto que, en un arranque de furia, a punto estuvo de reventar el teléfono contra la pared. Él, en el fondo, es una persona tranquila, pero cuando le tocan las pelotas es capaz de hacer que más de uno se coma la sección de deportes entera, a palo seco. Astralones incluídos. Miró la pantalla esperando ver de nuevo lo de 'numero oculto' y dispuesto a contestar con cualquier ordinariez. Pero no hizo falta. Era Eduardo.
- ¿Qué pasa cocodrilo? -le saludó.
- Déjate de cocodrios y de hostias. Lo saben. Tengo aquí a Martín, a Juan, a Juan Antonio y a la Campos cuchicheando y diciendo que la Policía o la Guardia Civil están abriendo naves en los polígonos en las que han aparecido animales muertos y congelados. Son los putos pangolines, nuestros pangolines -dijo atropelladamente.
- Vale, vale, vale, vale... Habla más despacio que no te entiendo nada. ¿Qué dices de los pangolines?¿Dónde te has metido?, cocodrilo. No te entiendo la mitad de lo que me dices, Se te oye fatal y con un eco del copón. No me jodas que mientras que hablas conmigo estás...
- No hombre, no. Me he metido al baño para que nadie me escuche. Están estos cuatro hablando de una operación de la Guardia Civil o de la Poli y me ha parecido entender que han detenido a Luis. Ya sabes que es el propietario de una de las lonjas que alquiló 'el Chino' para los bichos esos. Como empiecen a atar cabos o como cante Luis estamos jodidos. De momento piensan que son jablíes pero es cuestión de tiempo. Creo que será mejor que bajes al periódico con cualquier excusa, que pases a buscar al Chino y así hablamos los tres en persona. No me gusta tratar estos temas por tele...
Eduardo no terminó la frase. Alguien acababa de activar la cisterna de uno de los baños, tosió con todas sus ganas, como se tosía antes del coronavirus, y salió del baño. Alguien había escuchado toda la conversación.
- Tu eres imbécil -dijo 'el Vasco' antes de colgar. Tras otra retahíla de maldiciones en la que hizo un repaso completo al santoral de los dos próximos meses, se quitó la camiseta de la Real, su uniforme doméstico, la dobló con cuidado, se colocó la primera camisa que encontró en la habitación y salió de casa. «Voy a por tabaco», gritó antes de dar un portazo. Él, que había dejado de fumar...
Cuando Eduardo salió de su encierro no había rastro alguno de su misterioso compañero. Físico al menos. Tampoco en el angosto pasillo que comunica los baños con la redacción. 'Se ha dado prisa en salir de escena', pensó mientras regresaba a su ordenador. No era buena idea acercarse al grupillo en el que Martín seguía llevando la voz cantante. Allí, la escena seguía siendo la misma pero con José Ángel haciendo preguntas y los otros cuatro respondiéndole con evasivas... 'Estos traman algo, saben algo más de lo que están diciendo. Estos nos van a dar problemas', pensó mientras disimulaba tecleando de manera compulsiva, sin criterio alguno, con tantos errores que cualquiera hubiera pensado que lo hacía con una sola mano.
Diez minutos después, 'el Vasco' entró en la redacción silvando el 'Txuri urdin txuri urdin maitea». Saludó a todo el mundo, cogió unos papeles de su cajonera, dijo que se marchaba a hacer una entrevista y volvió por donde había entrado haciendo un imperceptible gesto con los ojos a Eduardo, que rapidamente siguió sus pasos. Cuando le vio la cara supo que las cosas se habían torcido del todo. Solo en ese momento maldijo el día en que conoció al Chino, su falta de ojo para los negocios y, sobre todo, aquella cena en una caseta de Villamediana en la que se ofreció a hacer de testaferro de una sociedad de importación de animales exóticos.
- ¿Has llamado al Chino? -preguntó Eduardo.
- No ha hecho falta. Está en mi coche. Concretamente, en el coche está su cabeza. El resto del cuerpo no tengo ni idea de dónde está. Lo mismo se lo han comido los pangolines. Eduardo, estamos jodidos.
Ambos se sobresaltaron cuando sonó el teléfono del Vasco. Un wasap. Breve, conciso, inexpresivo e impersonal. Sinónimo de problemas. Los cuatro caracteres que nunca hubiera querido recibir justo en ese momento.
- 'Hola'.
Capítulo 16.-Noemí Iruzubieta
Mierda. Era el Señor B
- Hola
Pasaron treinta segundos sin que el interlocutor escribiera ni una sola palabra. Unos segundos que se le hicieron eternos. Por su mente pasó fugazmente el recuerdo de un antiguo jefe que tuvo en La Voz de La Rioja que comenzaba sus mensajes con un lacónico «Hola» y dejaba pasar medio minuto de tensión antes de comenzar a escribir y encargar algún trabajo.
Escribiendo
El Vasco tragó saliva. La cosa se estaba poniendo fea. Nunca había vivido un momento tan peligroso en toda su vida. Y eso que estaba acostumbrado a lidiar con situaciones difíciles. El Vasco era de Sestao, allí se había criado en un paisaje dominado por chimeneas que echaban fuego, fachadas de ladrillo caravista ennegrecidas por la contaminación y jóvenes pinchándose heroína cerca de la estación de tren que unía Sestao al resto de localidades de la margen izquierda con Eskorbuto sonando de fondo. Eran los ochenta, cuando Bilbao era feo, muy feo.
Fue en el campus de la universidad estudiando Periodismo -no por vocación sino porque era la única carrera para la que le daba la nota- donde conoció a Eduardo. Allí hicieron buenas migas por su afición común a la pelota. Eduardo era de Logroño y a Leioa le llamaba Lejona, pero a pesar de todo le caía bien. No era lo único que tenían en común. Los dos andaban siempre 'pelados' de pasta y enseguida montaron un negocio bastante rentable que consistía en vender cocaína en el campus. Al principio era un business de poca monta, pero pronto conocieron en los garitos del Casco Viejo a gente de baja estofa y la venta al por menor se convirtió en al por mayor. Las cosas no salieron demasiado bien y estuvo pasando unas vacaciones en la cárcel de Basauri, donde conoció al Chino, un pekinés de muy mala hostia con el que hizo un curso acelerado de delincuencia organizada. A pesar de ser un tipo más que peligroso, el Vasco se partía la caja cuando le llamaba «Vasco cablón», recordó con una sonrisa en los labios.
Escribiendo
Pero todo aquello quedó atrás y el Vasco se regeneró, al menos un tiempo. Tras enamorarse hasta las trancas de la psicóloga de la cárcel, una rubia despampanante con una delantera que quitaba el sentido, acabó viviendo en un adosado de Villamediana, con jardincito y todo, ideal para tomar unas cervecitas con los amigos y para que jugaran los dos niños que tuvo con la psicóloga riojana. ¡Qué bien le estaban viniendo estos días de confinamiento! «Justo en la caseta del final de la calle del adosado se celebró aquella reunión con la que comenzó toda esta historia. Maldita la hora»-rememoró con fastidio.
Con los años y tras un periplo por varios medios de comunicación, dónde tuvo malos rollos con la mitad de los compañeros, acabó trabajando en Diario LA RIOJA donde, ¡casualidad!, volvió a encontrarse con Eduardo, «El cocodrilo», como él le llamaba en sus tiempos en los que alternaban el rol de estudiantes y camellos. La amistad y la complicidad entre el cronista de pelota y él, que se había especializado en sucesos como su admirado José Ignacio, volvió a surgir como un flechazo amoroso.
Escribiendo
A ninguno de los dos les llegaba con el sueldo «para vivir y vicios», como decía Eduardo. Así comenzaron a retomar antiguas relaciones. «Los delincuentes no suelen rehabilitarse», sostenía siempre el Vasco. Enseguida el Chino volvió a aparecer en su vida. Sólo era el contacto de un negocio a gran escala de importación ilegal de animales exóticos, tanto para la caza como para la alimentación en restaurantes de postín. Ahora estaban de moda los pangolines. Habían traído decenas de contenedores llenos de estos bichos y todo había ido como la seda... hasta el 15 de marzo cuando se declaró el estado de alarma para contener «el virus de los cojones», como él llamaba siempre al coronavirus, y la cosa se había ido al carajo. Había mucho dinero que había cambiado de manos y no precisamente a las que tenían que haber ido.
Volvió a la realidad.
«¿Qué coño está escribiendo éste? Está poniendo la biblia. Señor B»- pensó- «¡Qué nombre tan ridículo! Tenía que haber elegido un nombre más apropiado, Sr. Blanco por ejemplo, como el de 'Reservoir Dogs'». Y es que al Vasco le encantaban las películas de matones. Había visto miles.
Por fin, el mensaje se plasmó en pantalla.
- La habéis cagado. Venid ahora mismo. Y traed la cabeza del Chino. Su cuerpo debe estar flotando en el Ebro a la altura de Tudela. ¿Os ha quedado claro? - ordenó el Señor B.
El Vasco volvió a tragar saliva. «Joder, lo sabe todo el muy cablón, como decía el Chino», pensó para sus adentros.
- Cristalino -contestó el Vasco, repitiendo su respuesta favorita de la película 'Algunos hombres buenos'.
Cortó la comunicación y exclamó:
- Eduardo, ¡vámonos de aquí ya! Los compañeros probablemente van a destapar todo el tema. Y encima, alguien ha escuchado tu conversación conmigo en el W.C. La cosa se ha torcido, pero bien.
Bajaron atropelladamente las doce escaleras que les separaban del piso de abajo. Abrieron la valla de fichar a todo correr sin molestarse en decir adiós a Jesús, el vigilante de seguridad, que ni se enteró, absorto como estaba en la pantalla de su tablet donde veía 'Mujeres, Hombres y Viceversa'.
Al abrirse las puertas correderas, el fresco de la noche les golpeó en la cara y les alivió un poco la tensión.
- Vamos, hay que pasar por gasolinera de avenida de Burgos a por hielos para que la cabeza no huela. ¡Joder, que la tengo en el maletero del Kia!.
- ¿Qué ha dicho el Señor B?
- Que vayamos echando hostias.
No tardaron ni diez minutos en llegar y aparcar en Jorge Vigón. Las calles estaban tan desiertas que daban miedo. «Puto coronavirus», volvió a bramar en voz alta. Algo que había repetido más de 500 veces a lo largo de aquellas semanas.
La subida en ascensor al último piso del edificio Capitol se les hizo demasiado corta. Ambos temblaban y tenían la garganta seca - y eso que se habían tomado un par de cervezas mientras compraban el hielo para conservar la cabeza del desventurado Chino-. Veinte pisos arriba, un gorila con cara de póker abrió la puerta del lujoso ático del edificio y les hizo pasar a un inmenso salón en forma de trapecio con un amplio ventanal que daba a la Gran Vía logroñesa, desierta y luminosa.
De espaldas a los dos periodistas, contemplando la maravillosa vista, se recortaba la figura del desconocido jefe del malogrado negocio. A él le debían rendir cuentas de dónde estaba la pasta y qué había sucedido con los pangolines.
El Señor B era imponente como un castillo. Su calva relucía como si la hubieran frotado con un paño untado con cera. Lentamente se fue dando la vuelta. Sus ojos brillaban con fiereza y en su boca se dibujaba un rictus de desprecio y desagrado, como si fuera a dirigirse a dos insectos. La estampa acojonaba. Nada que ver con el afable y simpático personaje que saludaba cada día con una luminosa sonrisa desde su puesto de vigilante del periódico y siempre estaba dispuesto a ayudar a todo el mundo.
Los dos se quedaron atónitos.
- ¡Ostia, Boris! ¡No jodas que tú eres el Señor B!
Capítulo 17.-Eloy Madorrán
Boris, el Señor B, fulminó con la mirada a los dos periodistas, que empequeñecían segundo a segundo delante de aquella torre. Cogió un vaso repleto de un líquido amarillo pajizo, lo levantó con parsimonia, se lo llevó a la boca y bebió de una manera ritual, como si estuviese oficiando una misa. El líquido quemó su garganta pero le dejó ese reconocible gusto de los tostados y humos del whisky de malta. El Vasco y Eduardo quedaron deslumbrados cuando el sol se reflejó en el diente de oro del Señor B.
Hay que ser muy tonto para ir al baño a contarle las últimas novedades a tu colega de aventuras, sentenció el Señor B mirando atentamente a Eduardo.
Yo, yo... Me pareció lo más seguro y pensé...
¡Cállate! -interrumpió Boris con una voz rotunda- y no pienses más, por favor. Tuviste mucha suerte de que fuera yo el que estaba en el retrete... ¡Menuda cagada!
El Señor B volvió a prestar atención al vaso y se metió otro lingotazo para el cuerpo. Lo paladeó hasta la última gota, como si no hubiera más, antes de continuar hablando.
La cosa se ha puesto muy, muy, muy fea. Ni los políticos ni los policías que tengo a sueldo pueden echarme una mano. Han visto tanto periodista husmeando por las naves de El Sequero que me han avisado de que me las tengo que apañar yo solito. Y eso no me gusta un pelo.
Según terminó de hablar, el Señor B pasó su mano derecha por la calva de manera nerviosa, frotando, con la mirada perdida, como si fuera a sacar al genio de la lámpara. Segundos después, regresó a la realidad, miró con atención a Eduardo y al Vasco y les espetó.
Sé que son compañeros vuestros y os dolerá. Pero necesito que os carguéis a uno para distraer la atención mediática y policial mientras me deshago de los pangolines de lo cojones. ¡En qué hora! No hay como traficar con lo clásico, drogas, mujeres, coches...
Durante el trayecto en ascensor ninguno de los dos periodistas articuló palabra. Ni siquiera se miraron. Una vez en el coche, se incorporaron a la circulación y consumieron kilómetros sin un destino fijo, cogiendo cruces de calles de manera aleatoria hasta terminar, por arte de magia, en el aparcamiento de La Grajera.
El Vasco paró el motor e invitó a Eduardo a bajarse del coche con un golpe de cuello. Los dos fenómenos anduvieron como autómatas hasta llegar al bar de Juanvi. Con dos cervezas, una bolsa de patatas y un lío de tres pares de cojones en la cabeza, retomaron el diálogo. Había mucho que hablar.
Puto Señor B. ¡Qué se ha creído, que somos asesinos!, defendió Eduardo en voz alta, como si eso le sirviera para creerse un poco más sus palabras.
Déjate de historias y vamos a ser prácticos. ¿Quién lo hace? y ¿a quién nos cargamos? -soltó El Vasco con una frialdad que estremeció a su compañero-. No me mires así, son ellos o nosotros. Esto es lo primero que me enseñaron en la cárcel de Basauri. Sólo tenemos que decidir quién es mejor que muera y cómo lo hacemos.
¿Solo? -le interrumpió Eduardo, mitad ofendido mitad aterrado-. No sé si eres consciente de que son compañeros de redacción, que hemos compartido sus penas y hemos trabajado codo con codo. Conocen a nuestras mujeres y nuestros hijos. ¿Qué te pasa tío?
Sabía que eras un buenista, un puto blando, comentó con despreció el Vasco. Pero ahora hay que echarle huevos.
Y volvió el silencio, largo y tenso, mientras el Vasco y Eduardo bebían cerveza y se comían el coco. Ambos hacían lo posible para que sus miradas no se cruzasen mientras disfrutaban de una tarde de lujo, a la orilla del pantano de La Grajera. Menuda contradicción, rodeados de belleza y con un airecillo reparador refrescándoles el cuerpo mientras deciden a qué amigo asesinan.
De súbito, el Vasco se incorporó de la silla moviendo violentamente la mesa de plástico y tirando al suelo los dos botellines vacíos. Sus ojos brillaban, irradiaban esperanza. Le dio un manotazo en el hombro a Eduardo a modo de petición de paces y le comentó mirándole a los ojos.
-Ya sé qué vamos a hacer. Sé quién nos puede sacar de este marrón. ¡Vamos a ver a Taburete!
Continuará...
Capítulo 18.-Belén Martínez-Zaporta
La estrechez del callejón del Ochavo casi ahogaba. Las mascarillas, un producto más del contrabando, no ayudaban a respirar mejor. La falta de aire se había mezclado con ese olor a orines en los rincones en los que se juntan esos que están no planeando nada bueno. Puntual. A la espera. Ahí estaba Taburete, apoyado en aquella mugrienta pared, cruzando una de sus cortas piernecillas, con su cara redonda y una barriga bien cuidada. A primera vista, era la típica persona de la que uno no podría pensar que pudiera hacer daño a nadie… , claro está, solo si no lo conoces. Desde hacía años controlaba 'el polvo blanco' de la ciudad, el rey de la farlopa. Sonreía, como siempre y de una forma siniestra.
-Hey, ¿qué pasa?, ¿a qué tanta urgencia?
-Hay demasiados ojos aquí, dijo Eduardo, quien permanecía un paso por detrás del Vasco
-Estos no salen mirar y menos a aplaudir en los balcones, le dijo Taburete. Siempre de oído fino, como un perro, le había escuchado. Son puntos, salen a 'dar el agua' por si viene la 'pestañí'. Principiantes… pensó.
Se miraron el uno al otro y tragaron saliva.
-Nos manda el Señor B, dijo el Vasco
-Tenemos un trabajo para ti, terminó la frase Eduardo.
-Vas a tener que mancharte las manos
-¿Quién es el sujeto?, preguntó directo y sin buscar más explicación.
-No hemos sido capaces de decidirlo
-Pero, ¿de qué habláis chavales?, preguntó Taburete con cara de confusión
-Hay que liquidar a uno de nuestros compañeros. Decide tú a quién
En la redacción, los periodistas conversaban ajenos a que se acababan de convertir en protagonistas de una ruleta rusa improvisada. Martín, Juan, la Campos y Juan Antonio seguían inmersos en un tenso debate. Todos sabían que después de haber ido al polígono tenían que haber contado lo que vieron en Barriocepo.
Vacío, lo sentía en el estómago. No era hambre, como hubiera dicho La Campos si Martín hubiera expresado esa sensación. La soledad del primer piso de Diario LA RIOJA le abrumó de repente. Le apretaba la garganta. Estos días estaba por todas partes como una compañera pegajosa de la que no había forma de separarse.
-No me encuentro bien, dijo Martín alejándose del grupo.
-¿Tomaste ayer más cervezas de las que puedes aguantar? ¿no?, preguntó la Campos con ese humor que había desaparecido de toda situación.
-No es eso, dejarme un momento tranquilo, exigió con una mirada desafiante.
Callaba arrastrado por un pensamiento recurrente, el estado de su hermana Amelia. No podía olvidar lo que le había dicho ayer. Decidió sentarse, se escondió detrás de ese ordenador de deportes que solo se usaba de vez en cuando. La luz se mantenía apagada en esa zona e intentó aprovechar la oscuridad para relajarse. 'Pangolines', mascarillas…escuchaba a lo lejos. En su cabeza solo una pregunta: ¿qué habrá hecho Amelia después de nuestra charla?
El día anterior Martín había llegado a casa dispuesto a hablar con ella. Sí, había abierto una cerveza, era de los pocos placeres que podían disfrutarse en estos días. Había aspirado el humo de un cigarro, un placer que se había prohibido hace tiempo y había retomado hace tan solo dos días.
Se apresuró para buscar la caja. Respiró con fuerza. Estaba llena de polvo sobre la estantería y tenía que alcanzarla. Con esfuerzo y algo mareado se había subido a aquella escalera que odiaba pero de la que no había podido deshacerse. Anticuada, de madera y no parecía la mejor aliada para una escalada doméstica. Le tenía pavor a las alturas. Buscaba algo muy concreto entre aquellas fotos bien conservadas y clasificadas. «Desordenado para la vida, pero nunca para el material fotográfico», se felicitó a sí mismo.
«Necesito saber si Amelia está en uno de esos momentos», se repetía como un mantra. El confinamiento les había alejado y su preocupación por ella no disminuía, menos aún después de saber que Luis estaba en aquellas fotografías con la Policía, ¿qué podía tener que ver él con este turbio asunto? Amelia no cogía el teléfono, quizá leyera el wathsapp.
La encontró. Era la foto del árbol. Sabía que no podía resistirse a esa imagen de cuando era niña. La fotografió con las manos temblorosas. Le urgía. «Enviar». Acompañó esa captura de tiernas palabras: «Hola pequeña, te echo de menos. Mira lo que he encontrado, ¿me llamas?»
Espero unos minutos. Sonó el teléfono.
-Hola, dijo Amelia
-Hola hermanita, ¿cómo te encuentras? ¿cómo está esa tripita en la que envuelves a mi futuro sobrino?
-Parece que hoy estas ilusionado, ¡qué novedad! Cuando te dije que ibas a ser tío no me pareció que la idea te gustara tanto
Le conocía bien y a nadie le era ajeno que Luis no le parecía el padre ideal.
-No pienses eso Amelia, me pilló por sorpresa, solo eso. He visto que no se lo has dicho a papá y mamá… no lo interpretes como un reproche pero...
No le dejó terminar de hablar.
-He pensando en lo de mamá. Creo que sé cómo se sentía aquel día
El silencio partió la conversación.
-Luis no está, pero supongo que tú lo supiste antes que nadie. Estoy aquí sola, encerrada, como todos claro. Me falta el aire, me despierto llorando, creo que esto no va a acabar nunca. Me planteo si quiero que mi hijo viva en un mundo como éste. Quizá después de haberlo maltratado tanto, ésta sea su venganza natural. La casa se me hace pequeña, la cama inmensa. Esta mañana he salido a la terraza y…, no dijo más.
-¡Amelia!, levantó la voz Martín, ¡no puedes entrar en ese círculo! Estamos aquí, cerca, aunque estemos lejos. Yo siempre estoy aquí.
-Sí, lo sé, tú me agarraste la mano antes de alcanzar la de mamá cuando se subió a la barandilla.
Martín empezó a tener náuseas. Nunca supo si su madre pensaba dar un paso más. Ahora, no sabía como ayudar a su hermana, ir a verla era peligroso. Él estaba en la calle, podía pegarle el bicho, ¿estando embarazada? No debía. Sabía que cuando estos pensamientos le rondaban, Amelia debía utilizar su 'plan de seguridad'. Se lo habían explicado en el que fue 'su aquel día' hace unos años en el Teléfono de La Esperanza después de un proceso de recuperación, que incluyó tener una persona de confianza, él. Ella tenía que hablar de lo que sentía, verbalizar ideas para alejarlas, debilitarlas, hacer más fuerte lo que es vida y la ancla al mundo, aunque éste le pareciera hoy el enemigo.
-Amelia, prométeme que volverás a llamar y que después irás a casa de papá y mamá. Te aseguro que yo te contaré que está pasando con Luis. Serás la primera en enterarte.
-¡Martín!, ¡Martín! ¿Te recuperas ya de esa resaca que dices que no tienes?, escuchó desde la puerta de la redacción. Hay que irse. Uno de nuestros contactos dice que la Policía está de nuevo en marcha.
Capítulo 19.-Teri Sáenz
Si no hubiera tenido el arrebato de empujar a El Vasco y a Taburete dentro de aquel mugriento portal, les hubieran cazado a los tres. El coche de la Policía pasó muy cerca, cruzando lentamente los adoquines de esa infecta calle del Casco Viejo. Tanto, que Eduardo pudo oler el gasoil del motor y hasta el aliento que desprendían a través de sus mascarilllas los agentes que iban dentro patrullando. En ese instante eterno hasta que el peligro se alejó, pensó en la ironía del momento. Hasta hace nada rastreaban por estas callejuelas a rateros y traficantes y ahora perseguían aquí mismo a díscolos que se saltaban el confinamiento.
Cuando el coche dobló la esquina y el tiempo volvió a los relojes, Eduardo se relajó comprobando entre la penumbra cómo sus dos compinches le observaban con estupefacción. Taburete había pasado esos segundos eternos con la mano metida en el bolsillo su tabardo donde asomaba algo afilado que no tenía pinta de ser una estilográfica Mont Blanc. El Vasco aún seguía procesando el gesto brusco y decidido del Cocodrilo, ese tipo con pocas luces pero bien mandado para los trapicheos que jamás había tomado otra decisión por sí mismo que no fuera pedir el último chupito de Jägesmeister cuando las luces del bar ya se habían encendido.
-«¿Pero qué coño haces?», le recriminó.
Eduardo lo dejó con la palabra en la boca. Se limitó a tomar su brazo para arrastrarlo con una energía que a él mismo le resultó inédita y dejaron allí plantado a Taburete jurando por sus muertos. Al alcanzar el coche para volver a la redacción, le sacó de dudas.
-«Lo haremos nosotros».
El Vasco seguía mudo con la boca abierta. Intentaba balbucear pero el aire no llegaba a su garganta.
-«Lo haré yo», precisó.
Quizás fuera por el aislamiento que después de tantas prórrogas pesaba como un yunque. O tal vez esa sensación narcótica de ver las calles huecas y a la gente atrincheradas tras los visillos. O es que la amputación de los sentimientos decretada entre líneas por el estado de alarma se había cebado en él. Quién sabe si estaba contagiado por la enfermedad y entre los efectos colaterales del 'bicho' que aún quedaban por descubrir estaban la osadía y la crueldad.
El Vasco vio esa mutación en la cara de Eduardo y sufrió un respingo. De los ojos del Cocodrilo supuraba ahora una perversidad que le inquietó sobremanera. Al llegar a la puerta de su casa salió con urgencia del coche sin temer tanto las amenazas del señor B como lo que estaría maquinando su colega, que cuando llegó a la redacción atravesó la sala saludando de soslayo al resto de los ocupantes de aquella estancia huérfana de la vitalidad de otros tiempos.
El puesto de trabajo donde tenía el ordenador y un caos de cuadernos garabateados era privilegiado. Ubicado en un extremo de las alas en que se desplegaban cada una de las secciones, era lo suficientemente discreto para teclear sin que nadie le molestara y algo más importante para acometer ahora su nuevo propósito: mirar sin ser visto.
Ya tenía decidido el cómo. El crimen que haría desviar la atención del zafio asunto del polígono no podía ser banal ni despacharse en un teletipo. Necesitaba una liturgia enigmática, un envoltorio que lo hiciera intrincado, con todos los detalles que atrapan al lector pero suficientes cabos sueltos como para estirar la intriga. El arma iba ser ese tipómetro que rondaba por las mesas del edificio desde la prehistoria y hace años que había perdido el nombre del dueño y el sentido de su función. Dentro de muy poco encontrarían a la víctima con aquel obsoleto medidor clavado en el pecho -o quizás en la yugular, aún tenía que concretar esos detalles- sin móvil aparente. La investigación tal vez se centraría en el periódico y su entorno, todos serían sospechosos, pero Eduardo contaba con la ventaja de ser quien iba a escribir diariamente sobre el caso. Introduciría pistas desconcertantes de fuentes que no podía revelar, sazonaría la historia con testimonios inciertos que no iban a faltar de adictos al protagonismo. Todo lo encajaría en una sección con su propio cintillo que provocaría filas ante los quioscos: El asesino del cícero.
Sólo faltaba el quién. Un detalle menor entre tantos candidatos que tenía al alcance y además el periodismo no echaría en falta para la posteridad. Empezó a repasar mentalmente el listado y experimentó una excitación perturbadora oteando el horizonte por encima de la pantalla. Tragó la saliva que se le desbordaba por las comisuras de los labios. Se relamió. Como redactor no llegaría a ninguna parte, pero como Dios tenía un futuro prometedor.
Descolgó el teléfono y comunicó a través del número interno con la otra punta de la redacción
-Hola, Martín. ¿Todo bien? Antes de marcharte, pásate por aquí y te cuento un temita.
Capítulo 20.-Martin Schmitt
El dolor de cabeza era ahora agudo, penetrante, desquiciante. No veía la hora de acabar la información que aporreaba en su teclado, cerrar el ordenador, perder de vista el 'Whatsapp web' que tanta atención le ocupaba desde que había comenzado el estado de alarma. Solo quería terminar la crónica, despedirse y meterse en la cama para aliviar el agotamiento de un día que jamás olvidaría. Como aquella jornada en Buenos Aires, en 1994, cuando voló por los aires una asociación social judía llevándose por el camino a 85 personas en la que tuvo que trabajar más de setenta horas seguidas, durmiendo cómo podía en el furgón de exteriores del canal de noticias para el que trabajaba. O aquella operación antiterrorista en la avenida Navarrra unos años antes, que le pilló totalmente resacoso. Jornadas especiales que todos los periodistas guardan en el baúl de los recuerdos.
El de hoy había sido un día largo, eterno, y ni las bromas de Juan le levantaban el ánimo. Ni siquiera cuando pilló al fotógrafo mirando las curvas de la Campos. «De puta a puta...». «Taconazos», solía responderle Martín para descojonarse ambos de la gracieta. Pero no era el día. No solo por el escaso sueño que arrastraba durante esos días, en los que incluso había sacrificado su siesta, algo que no perdonaba desde las últimas dos décadas en Logroño. Empezaba a sentir los síntomas del virus en su cuerpo. Aunque quizás fuese su imaginación. De todas formas, cuando vio la llamada entrante de Eduardo, creyó que se trataba de un nuevo marrón.
Su relación con él no era para nada fluida. No entendía muy bien al responsable de Pelota, algunos años mayor que él. Pero evidentemente no se trataba de un desencuentro generacional ni mucho menos. Eduardo hablaba poco, aparecía y desaparecía de la redacción sin dar cuentas a nadie. Ofrecía una imagen hosca, demasiado arisca para compartir un vino o una caña en el 'Toulouse', el bar al que acudía la redacción cada vez que el cierre se hacía demasiado pesado. Y eso ocurría más de lo que los pobres hígados aguantaban. Un antro que a la medianoche se convertía en una válvula de escape para un grupo de periodistas que ya habían renunciado a vivir una vida de las denominadas 'normales' con cenas alrededor de una mesa familiar.
Por eso resopló Martín cuando vio que el que llamaba era el 'Cocodrilo', un apodo que nunca llegó a entender. Tardó en atender mientras daba forma al penúltimo párrafo en su 'Toshiba', un artículo en el que se limitaba a dar la información oficial que habían ofrecido la Policía Nacional, la Guardia Civil y un Gobierno autonómico cada vez más golpeado por una situación que le ahogó demasiado rápido, sin poder achicar agua a tiempo de un buque prácticamente hundido.
-Aquí estamos, intentando acabar el marrón este-, respondió un agitado Martín, que era observado desde lejos por un Izquierdo que tenía sus mismas ganas de marcharse a casa. Pero el veterano jefe sabía que no debía decir ni 'mú' si pretendía enviar las últimas páginas a Zamudio -¿Es un asunto serio? Mira que estoy que no doy pie con bolo- insistió el redactor.
-Te va a interesar. Me han pasado unos datos, unas direcciones, unos nombres... Y todos están relacionados con el tema que creo tenéis entre manos- dijo Eduardo seco, pero a la vez intentando captar la atención de su colega, al que pretendía dar matarile en la próximas horas.
Martín picó el anzuelo, como dirían allende los mares. Su instinto aparcó el dolor de cabeza y el picor de garganta que había comenzado a sentir esa misma tarde. Eduardo no tuvo que esforzarse más para atraer la atención de su víctima. El plan del responsable de Pelota era simple.
-Necesitamos estar solos. Y qué mejor lugar que la redacción. Pero la idea es perder de vista a Izquierdo- le soltó Eduardo al argentino, que ya tenía toda la atención en su compañero. La Campos, José Antonio y Juan ya habían acabado su labor y cada uno se había marchado. En otras circunstancias, se hubiese reunido con ellos en el 'Tolouse', pero el estado de alarma lo impedía. -Necesitamos estar tranquilos así te muestro todo lo que me han pasado. Es muy fuerte- sintetizó.
La idea de Eduardo era simple. Terminar la labor, salir junto a Izquierdo por la puerta habitual, despedirnos y un cuarto de hora después regresar al periódico. Pero el veterano periodista sabía que los accesos estaban custodiados por cámaras de seguridad. Todos menos el del aparcamiento de atrás del edificio. ¿Cómo lo sabía? Un par de meses antes, un grupo de chavales había intentando forzar su moto y la cámara de esa puerta de emergencia estaba estropeada. Asunto controlado.
Por tal motivo, antes de marcharse con la tarea acabada, dejó abierto mínimamente ese acceso, por el que ambos periodistas ingresaron al edificio después de despedirse del jefe de edición. La redacción estaba vacía y a oscuras. Reinaba el silencio salvo los servidores que se encuentran en una sala anexa. Eduardo se refugió en el ordenador que menos uso tenía en Deportes, el que usaban rara vez los colaboradores de la sección. Unos minutos después llegó Martín, agitado por subir las escaleras.
-A ver, qué es eso tan importante que tienes- le espetó Martín. Eduardo le hizo una seña con la cabeza mientras se agazapaba otra vez detrás de la pantalla. Una única luz de led iluminaba esa zona de la redacción
-Ven, mira a ver qué te parece. Esto va a manchar a todo el Gobierno, que ya bastante sucio está con el follón de las residencias- dijo Eduardo. Martín se fue acercando de a poco al ordenador. Su compañero estaba a dos metros pero podía escuchar su respiración tosca, forzada. Cuando el argentino llegó al ordenador, Eduardo se hizo a un lado para que se sentara y leyera... una pantalla completamente vacía.
En milésimas de segundo, Eduardo se había abalanzado sobre Martín con el tipómetro en su mano derecha. Supo reaccionar gracias a ver la rápida acción de su enemigo a través del reflejo de una pantalla en blanco, aunque el primer sablazo le provocó un fuerte corte en el hombro. Martín intentó defenderse pero se fue al suelo. Eso evitó que el segundo golpe con el tipómetro no le diera en un ojo que ya había sufrido un pequeño percance el día anterior. La adrenalina hizo desaparecer los dolores de cabeza. -¿¡Qué coño te pasa, Eduardo!? ¿Qué coño te pasa?- preguntó mientras revisaba la profunda herida que le había dejado el primer intento de su rival y se ponía en guardia.
Totalmente enajenado, Eduardo sabía que debía terminar su labor y se volvió a arrojar a por Martín. Ambos cayeron torpemente sobre la mesa de recuerdos inverosímiles del periódico. Los objetos, todos ellos, acabaron todos desparramados por el centro de la sala mientras ambos contendientes luchaban cuerpo a cuerpo. Martín, de espaldas, no era un buen luchador, eso era evidente, pero estaba intentando salvar su vida. Eduardo había perdido el tipómetro pero estaba ahorcando con fuerza al argentino. Sujetándole con una fuerza descomunal del cuello, Eduardo creía tener la partida ganada. El señor B podría dejarles en paz mientras él, detrás de una pantalla, trasladara al papel una escena totalmente distorsionada de lo que en realidad estaba ocurriendo en la redacción. Sentía cómo los latidos de su contrincante iban perdiendo fuelle, que el pulso de su presa se iba apagando. Y se relajó un segundo.
Tiempo suficiente para que Martín le sorprendiese con un golpe que le destrozó literalmente la cabeza. Como una película mala, muy mala, de terror. Un zarpazo que desfiguró la cara de Eduardo, que hizo brotar una fuente de sangre y tejidos por toda la redacción. Con las pocas fuerzas que guardaba, el argentino se puso en pie sin soltar el trofeo que utilizó para defenderse y que acabó con la vida de su atacante. No quiso pensar demasiado. Nadie sabía que había estado allí. O por lo menos eso pensaba.
Intentó limpiar su sangre con un jersey verde que esperaba resignado en un perchero desde hace tiempo. Lo metió en la mochila junto al trofeo 'Manflorita', ese que tenía a un 'bailaor' en pose que se entregaba al ganador de una liga de fútbol virtual y que servía de nexo de unión para una redacción que hasta ese momento parecía una piña. Ironías de la vida. Y de la muerte... Trastabillándose, pero intentando no tocar nada y creyendo haber limpiado la dantesca escena, Martín salió rápidamente por la puerta de emergencia. Sin ser consciente de ello, había permitido que el señor B tuviese la distracción que demandaba...
Capítulo 21.-Iñaki García
Martín solo pensaba en volver a casa cuanto antes. Cogió su motillo, esa que le había acompañado a tantas ruedas de prensa, sucesos, partidos de fútbol, y se puso el casco. No había nadie más por la calle y su mayor preocupación era no encontrarse con la Policía.
Que no me paren, que no paren… -repetía sin parar en su interior- ¿Qué les diré si me preguntan dónde voy a estas horas?
A Martín no se le daba bien mentir. Se ponía rojo como un tomate (como cuando se emocionaba), sudaba y tartamudeaba como un niño pequeño. Le pasaba desde que vivía con sus padres y nunca lo había controlado. Se dio cuenta aquel día que le dijo a su madre que había sacado un notable en matemáticas cuando en realidad había suspendido y ella le respondió sin dudar: «Hoy te quedas sin alfajores, me estás mintiendo». Su madre era lista y a Martín se le notaba todo.
Por fortuna para él, ningún coche patrulla le paró. Pudo aparcar la moto donde siempre lo hacía, subir a casa y correr a la cocina para tomarse una pastilla. Su mujer no estaba porque había decidido ir a pasar la cuarentena a casa de su madre, quien acababa de salir de una operación. La única compañía era su perro labrador. Y él no iba a hacer preguntas.
La cabeza de Martín era un martillo. Ya no sabía si era porque el virus estaba tomando su cuerpo o por la locura que se había instalado dentro de su mente. También aprovechó para curarse la herida en el hombro. «No parece profunda», respiró aliviado mientras pensaba qué excusa iba a poner si le preguntaban por ella. Se puso una gasa y siguió cavilando.
Pangolines, el embarazo de Amelia, la imagen de Eduardo muerto, ¿qué hacer con el trofeo 'Manflorita' (el arma del crimen)… Su cabeza no le daba un respiro ni siquiera con el medicamento. Le habían pasado muchas cosas en muy poco tiempo y no sabía cómo asimilarlo, así que se fue a su rincón de pensar. Así llamaba al retrete, aunque después echó la vista a su izquierda y vio la bañera. Cuando Martín tenía problemas cogía agua calentita, unas sales de baño y se tiraba allí las horas muertas. Hasta que los dedos se arrugaban más que la piel de un anciano de 120 años.
El baño le transmitía paz a Martín. No sabía por qué, pero era el lugar en el que se escondía de niño cuando su madre le echaba la bronca. Era el lugar al que iba a llorar para que nadie le viera. La casa de Martín era amplia, contaba con tres habitaciones y un confortable salón. También había una terraza en la que destacaba una cinta para correr que, desde que se la había comprado, el periodista solo había utilizado en una ocasión. Era un lugar acogedor, pero el baño seguía siendo su lugar favorito. Bueno, también lo era la cocina. El argentino era especialista en asados, esos que echaba de menos cuando estaba lejos de su tierra natal.
Pero en ese momento no tenía hambre. Y eso que no había cenado. Eran más de las doce de la noche y quería (intentarlo al menos) relajarse. Así que la bañera le seguía pareciendo la mejor opción.
Aprovechó que estaba solo, se metió en el agua, no sin antes taparse la zona del hombro con un plástico, y pensó en qué iba a hacer. Podía llamar a alguien y contárselo, pero a quién. Podía no decirle nada a nadie de lo de Eduardo y hacerse el sorprendido cuando se lo contaran. Podía abrir el cajón de la mesa de la cocina, coger un cuchillo y quitarse del medio. Todas las opciones le parecían buenas. Y todas le parecían malas. Así se tiró más de hora y media hasta que se dio cuenta de que eran las dos de la madrugada. Había decidido llamar a alguien y sabía que solo una de las personas que estaban más o menos al tanto de lo ocurrido anteriormente con los pangolines, la detención de Luis y demás acontecimientos dignos del mejor programa de Cuarto Milenio iba a estar despierta a esas horas: Juan.
Y es que Juan era un animal nocturno. Desde su juventud. Entre el día y la noche siempre se había decantado por el momento en el que el sol se pone y la luna luce con su máxima esplendor. La mayoría de sus mejores recuerdos eran nocturnos y, aunque muchas veces había intentado meterse a la cama pronto para descansar la vista al menos ocho horas, era incapaz. Se quedaba en el sofá viendo la tele hasta las tantas y bastantes veces ni siquiera hacía caso a lo que estaban echando. «Hay que estirar los días lo máximo posible porque no vuelven», solía decir. Eso sí, después de comer nunca perdonaba la siesta.
Como era de esperar, Martín tenía razón y Juan le cogió el teléfono rápido. Apenas dio tiempo a que sonaran dos tonos.
-Hola, Juan, ¿perdona que te moleste, tienes cinco minutitos? –le preguntó.
-¿Qué coño quieres a esta hora, Martín? Que estaba viendo la final de mi reality favorito, joder.
Martín le contó todo lo sucedido. La llamada de Eduardo, su visita a la redacción, el forcejeo, el golpe que había acabado con la vida de su compañero…
-¿Qué película es esa, Martín? ¿Seguro que no lo has soñado? –preguntó sorprendido el fotógrafo-.
-Es todo verdad, Juan. Lo prometo. Qué más quisiera yo que todo hubiera sido un sueño.
-Pero, ¿por qué se te ha abalanzado? ¿Por qué querría Eduardo hacerte daño? No tiene sentido. Bueno, nada de lo que estamos viviendo en las últimas horas tiene sentido.
Ambos charlaron durante media hora y quedaron en hablar al día siguiente. Martín tenía ganas de meterse a la cama y ver si era capaz de conciliar el sueño, al menos durante un par de horas. En su cabeza ya tenía más o menos claro lo que iba a hacer. Iba a llamar a Izquierdo bien temprano y le iba a decir que estaba empezando a sentir los síntomas del coronavirus, algo que era cierto, y que consideraba que lo mejor era quedarse en casa para la cuarentena. No quería contagiarle nada a sus compañeros.
De esta manera, pensaba Martín, quizás nadie reparara en él cuando empezaran a investigar la muerte de Eduardo, a pesar de haber sido la última persona con la que le habían visto. No quería responder preguntas incómodas; no se le daba bien. No quería ni aparecer por la redacción. Seguramente, no era el mejor plan de la historia pero a él le valió para tranquilizarse un poco, cerrar los ojos y quedarse profundamente dormido. Quizás solo fue una hora pero placentera.
En la mente de Martín ya no había espacio para pangolines ni para nada parecido. Ahora veía a la cantante Nieves, su amor platónico, junto a él en la mesa de 'Las Dominicanas', su restaurante favorito de Logroño. Su mujer no estaba en esa imagen. Ni Lucía. Ni la Campos. Solo los dos. Cenando un buen chuletón, charlando sobre el último disco de la cantante y sobre las andanzas del periodista. No existía una mayor sensación de felicidad en el mundo. Bueno, sí. Porque después los dos juntos cogieron la moto de Martín y se acercaron a la casa del periodista. Se sirvieron una buena copa, se sentaron en el sofá y empezaron a acariciarse, abrazarse… Ambos estaban cada vez más cerca y el momento álgido iba a llegar. Se miraron, sus labios se aproximaron y… y… y…
Y 'Cambalache'. Otra vez ese tono de móvil al que estaba empezando a coger manía.
«Me cago en todo lo que se menea, otra vez…», pensó Martín. En el peor momento posible y la peor persona posible. Porque el periodista, que se tocó primero el hombro para ver si la gasa seguía bien puesta, cogió su teléfono, vio la pantalla y leyó el nombre del remitente de la llamada. Era Izquierdo. El argentino lo tenía claro: su jefe se le había adelantado y su plan se podía ir al garete. De cualquier modo, presionó la tecla verde y respondió con voz entrecortada.
-Dígame
-Martín, Eduardo ha muerto. Mejor dicho, lo han matado.
Capítulo 22.-Javi Ezquerro
El anuncio de Izquierdo sonó como una losa en los oídos de Martín, que se quedó mudo unos segundos antes de responder a su compañero. El mundo se le vino encima y se encontró sumido de repente en un atolladero del que le parecía imposible salir. ¿Optaba por llevar adelante su plan e intentaba pasar desapercibido o confesaba que había sido él el autor del crimen en un acto de defensa propia? La respuesta devino tras unos instantes que parecieron una eternidad en los que sopesó los pros y contras de cada elección.
- Martín, ¿estás ahí?, preguntó insistente Izquierdo.
- Sí, sí... ¿Cómo que Eduardo está muerto? ¿Qué es eso de que lo han matado?, respondió finalmente Martín.
- Han encontrado su cadáver en la redacción del periódico, tendido en el suelo con una herida enorme en su cabeza.
- ¡Qué me dices! ¿sí?... ¡La puta que le parió! ¡Mira vos! No puede ser, pero si estuve anoche con él y…, acertó a decir Martín algo titubeante y a punto de venirse abajo incapaz de sostener la farsa que momentos antes había estado maquinando mientras se relajaba en la bañera de casa.
- Oye, que no me encuentro nada bien, creo que estoy empezando a notar los síntomas del puto coronavirus, tengo fiebre y estoy muy cansado, ya hablaremos compañero, hasta luego… transmitió Martín a su interlocutor antes cerrar una conversación que no se atrevía a prolongar durante más tiempo.
Martín soltó el teléfono aliviado tras poner fin a la inoportuna llamada de su jefe y poder ganar algo de tiempo para pensar más detenidamente. Se dejó caer sobre el sofá apesadumbrado y al bajar la cabeza para sujetarla con los brazos reparó en aquel tatuaje que se había estampado sobre el torso en sus años mozos: 'Homo homini lupus'. Él, que se había prometido militar en el bando de los personajes implacables y maquiavélicos, no tardó mucho en desengañarse. La realidad le había puesto ante un desafío colosal y se dio cuenta de que no era de esos hombres capaces de sostener fríamente una mentira sin venirse abajo, de urdir un meticuloso plan de escape que alejaría de él cualquier atisbo de culpabilidad. Eso solo lo podía hacer si estaba en juego la honorabilidad del River Plate, el equipo de su vida, el club de sus amores por el que vendería su alma al diablo si con ello lograba erigirlo a los altares del fútbol mundial.
Inmerso en sus pensamientos, con la cabeza en ebullición, cada vez veía más claro que no tenía escapatoria. Era la última persona que había estado con Eduardo, tenía magulladuras en el cuello y en la cabeza y también una herida en su cuerpo provocada por el tipómetro que utilizó su agresor y que –pensó ahora– estaría manchado con restos de su sangre. Era como si llevara escrita en su frente y con mayúsculas la palabra 'CULPABLE'. Pero también se decía una y otra vez que había sido un acto en defensa propia y esas mismas contusiones y heridas que podían incriminarle eran también una prueba de que fue agredido con saña por el 'Cocodrilo'. Además, no le cabía duda alguna de que detrás de todo lo que le había ocurrido últimamente estaba el hallazgo de las mascarillas, los jabalíes y los pangolines. Algo sucio, muy sucio, se estaba cociendo en su querido y tranquilo Logroño. Maldijo a su vecina Lucía por entregarle aquellas llaves –las de la caja de Pandora, pensó– y sintió que todo aquello era demasiado grande para intentar controlarlo, de manera que solo le quedaba una solución: cantar y no precisamente un tango.
Soñoliento, aturdido y sin dejar de sudar, Martín cogió nuevamente el teléfono y marcó el número del periódico.
- Buenos días, qué desea, se oyó al otro lado de la línea. Era Boris, alias el señor B, el hombre de las dos caras: vigilante de cara angelical en su vida oficial; maleante y mafioso sin escrúpulos en sus ratos libres.
- Hola Boris –dijo Martín con un tono apagado– pásame con el director, por favor…
Capítulo 23.-José Ángel González
- ¿Con el director? No puedo pasarte con el director, Martín, no está aquí. Ya sabes que desde que empezó todo esto él está también con el rollo del teletrabajo.
- Joder… Es verdad…
- Te paso con José Ángel, que es el único que está aquí ahora mismo.
- No, Boris, no hace f…
Antes de que Martín pudiera completar la frase la llamada ya estaba desviada y el teléfono de José Ángel sonando. Lo cogió solo después de completar (aporreando el teclado como un pianista loco) la frase que estaba escribiendo y de maldecir con voz interior a Boris por ser la cuarta llamada que le pasaba en los apenas quince minutos que llevaba en la redacción.
- La Rioja, dígame- contestó de manera algo robótica.
- Eh… Bueno… Que… Hola, José Ángel…
- Coño, Martín, precisamente contigo quería hablar yo. Había pensado llamarte algo más tarde, por si acaso estabas durmiendo. Sé que anoche te acostaste tarde.
¿Por qué habría de saber este pelotudo que ayer me acosté tarde?, pensó Martín, a quien también le estaba descolocando el tono de misteriosa superioridad que había detectado en la voz de su compañero.
- ¿No dices nada, Martín? ¿Se te ha comido la lengua un pangolín? ¿Sigues ahí?
- Eh… No… Sí… Claro, aquí estoy.
- Martín, deja de balbucear como un tarado. Y escucha bien lo que te digo: lo sé todo.
- ¿Todo? ¿Qué todo?
- Sé que mataste a Eduardo.
- No sé de qué estás hablando –se apresuró a mentir torpemente.
- Martín, déjalo. No malgastes tus escasas conexiones neuronales en busca de evasivas ni trolas. Lo sé porque lo vi.
El argentino notaba que su cabeza y su corazón estaban a punto de explotar a la vez. Tuvo que dejarse caer en el sillón que más próximo tenía para tratar de aguantar el mareo sin perder el conocimiento. Seguía con el móvil pegado a la oreja pero le costaba procesar las frases que José Ángel le seguía desgranando al otro lado de la línea. Las oía como si tuviera la cabeza sumergida dentro del agua durante uno de esos baños calientes que tanto le gustaba darse. Sí acertó a interiorizar las últimas palabras de su compañero, que fueron las que pronunció con mayor determinación y energía: «En cinco minutos pienso plantarme en tu casa y tendrás que explicármelo todo bien clarito».
Los cinco minutos le parecieron cinco horas a Martín, que pese a intentarlo de una manera desesperada no consiguió urdir, somnoliento, angustiado, y enfermo de coronavirus como estaba, una historia plausible que le eximiera de la responsabilidad del muerto que cargaba sobre sus espaladas.
José Ángel entró con determinación al apartamento después de que Martín le abriera la puerta. No hubo ni un saludo. Al instante uno estuvo sentado frente al otro en dos incómodas sillas de Ikea, en la cocina. Martín, siempre cortés, sirvió dos cervezas.
- Martín, ya te lo he dicho. Lo vi todo.
El argentino comprendió que el relato exculpatorio que no había sido capaz de construir convincentemente en las últimas horas no le iba a salir tampoco ahora de manera improvisada. De modo que acabó de derrumbarse interiormente, bajó sus defensas, respiró hondo y dejó que las cosas sucedieran ante sí del modo en el que tuvieran que suceder, como si ya no fuera protagonista sino espectador de su propia historia. Solo le quedaban fuerzas para enunciar una pregunta que realmente le intrigaba.
- ¿Cómo pudiste verlo, tío? ¿Qué hacías tú allí a esas horas? Era muy tarde…
- Bueno… Verás… Te seré sincero. Acababa de despedirme de Campos. Ella y yo… En fin… Tenemos un lío. Desde hace meses. Acostumbramos quedar a solas por la noche en el periódico. Tengo la llave de la puerta de entrada y el código para desactivar temporalmente las cámaras de seguridad. Ambas cosas me las proporcionó Boris a cambio de mi silencio. Sé algunas cosillas de él que…, bueno, no te las puedo contar, claro, pero digamos que Boris, aunque te cueste creerlo, no es exactamente el pedazo de pan que aparenta ser…
- ¿Te tiras a la Campos?
- Sí.
- ¿En el periódico? ¿Por las noches? ¿Cuándo no hay nadie?
- Eso es. Lo hacemos en las escaleras, encima y debajo de las mesas de la redacción, en el baño de caballeros y en el de señoras, y contra el armario del archivo fotográfico.
A oídos de Martín sí habían llegado rumores de que tras las gafas de montura negra de José Ángel se agazapaba la potencia sexual de un tigre, pero nunca hubiese imaginado un lío entre él y la Campos, la tía más buena del periodismo riojano, veinte años más joven que él, la viva imagen de Helen Lindes en sus mejores tiempos, según Juan.
-Impresionante- acertó a decir Martín poco más alto que un suspiro, con los ojos como platos.
- Sí, bueno. El caso es que ya me había despedido de Campos, subía yo las escaleras hacia la redacción abrochándome aún los pantalones y oí esos ruidos, esos gritos… Y llegué justo para el desenlace. Qué violencia la tuya, Martín, qué golpe tan certero… Y con el Trofeo Manflorita. Pobre Eduardo. ¿Qué? ¿Me cuentas qué coño pasa aquí? ¿O vas a matarme a mí también?
Capítulo 24.-Juanan Salazar
Martín detuvo su mirada en el fondo de su agotado vaso de cerveza y reparó en que, después de tanto tiempo, quizá no conocía a sus compañeros tanto como él creía. Acto seguido entornó los ojos hacia José Ángel, mirándole, de repente, con cierta desconfianza. Después de todo, si la persona que estaba frente a él estaba al tanto de las actividades 'secretas' de Boris, ¿qué más sabría su colega sobre todo este quilombo?
Sin embargo, se sorprendió cuando el comentario que salió de sus labios no fue el que habría supuesto en un principio.
- ¡Qué cabrón! O sea que te tiras a la Campos a escondidas. Has hecho realidad uno de mis sueños más húmedos, pedazo de mamón.
José Ángel dibujó una media sonrisa en su cara de póquer y a continuación vació de un largo trago el resto de la cerveza que se hallaba en el vaso.
- Sí, sí... como te he dicho desde hace meses. De hecho, me parece un milagro haber mantenido nuestra relación tanto tiempo en secreto. En cualquier caso, es una relación enteramente basada en lo físico. A estas alturas nos conocemos demasiado como para basarla en cualquier otra cosa. Pero venga te toca a ti, sé que mataste a Eduardo en defensa propia. Así que cuéntame por que crees que te atacó.
Martín se levantó, sacó otras dos cervezas de la nevera mientras calculaba cuanta información debía proporcionar a José Ángel. Después habló con una entereza renovada.
- Básicamente, mi vecina Lucía me entregó unas llaves que había recibido y que ella no podía utilizar debido al maldito confinamiento. Resulta que las dichosas llaves guardaban un alijo de mascarillas en el polígono El Sequero. Juan Antonio, Juan y la Campos están al corriente y me acompañaron. La nave pertenece a Luis que la alquila, pero, al parecer, él no sabía nada sobre el alijo. Imagino que Eduardo intentó matarme por todo este quilombo, pero tampoco tengo una certeza absoluta. Ahora espero que tú puedas ayudarme a resolver este rompecabezas, una vez que sé que estás al tanto de la vida secreta de Boris - resumió serio Martín, mientras sentía una profunda desconfianza hacia su interlocutor.
- Está bien - dijo José Ángel - te diré lo que vamos a hacer. Ahora me voy a marchar a la redacción a cerrar la edición del periódico. Mañana quedamos en la pista de hielo de Lobete a la una de la madrugada y te contaré todo lo que sé. Pero esta vez no olvides contarme todo lo que sabes... Entra por la puerta de servicio. Ya sabes cual es.
José Ángel se irguió, recogió su abrigo y se despidió con una sonrisa enigmática. La preocupación de Martín continuó en aumento, su recién contraído virus hacía mella en su capacidad de pensar, así que decidió acostarse y consultar aquello que tuviera que consultar con la almohada.
A la mañana siguiente, lo vio claro. Había que llamar a Juan, una persona como él sabría lo que hacer. Tras una larga conversación telefónica, Juan aceptó la invitación, pero con un as en la manga, su colega Gonzalo de la Policía Nacional les seguiría de incógnito a cierta distancia para servir de apoyo por si las cosas se ponían feas. Por supuesto, Juan Antonio y la Campos también estarían allí.
Tras un día agitado, los cuatro periodistas se citaron a las doce y media de la noche, dispuestos a poner fin a todo el embrollo que les había acompañado durante las últimas semanas. En efecto, la puerta de servicio estaba entreabierta, así que accedieron por ella a los vestuarios. Gonzalo, el policía nacional, les seguía, en penumbra. Tras armarse de valor los cuatro periodistas abrieron la puerta de los vestuarios y se encontraron súbitamente en la pista de hielo. Una luz irreal iluminaba toda la instalación, mezcla de las farolas del exterior y del resplandor del frío hielo. De repente, para su sorpresa, encontraron una decena de ataúdes en mitad de la pista... y tres sombras. Un escalofrío recorrió la espalda de Juan cuando su instinto le hizo saber que conocía dichas sombras... Boris, 'el Vasco' y José Ángel.
- Buenas noches - retumbó la voz de José Ángel, en la oscura y repentinamente lúgubre instalación.
Capítulo 25.-África Azcona
¡Hala, ya estamos todas! fue el espontáneo saludo de Juan para romper el hielo y tratar de relajar así a Martín, cuyo rostro enrojecía por momentos llevado por la tensa situación y la incómoda presencia de Boris 'el ruso' y El Vasco, amigos no hace mucho y ahora sencillamente dos tipos con ínfulas de matones. El encuentro, si cabe más gélido que el suelo que pisaban, se volvió desconfiado ¿Qué sabían ellos? ¿Hasta dónde estaban pringados? , se preguntaba el argentino y así se lo hizo saber a José Ángel.
-Me hubiera gustado estar a solas. Pero, si ha de ser así, cuéntame todo lo que sabes y cuanto antes que aquí hace mucho frío.
-Lo que sé yo. Y lo que sabemos los tres. Entre Boris, El Vasco y yo no hay secretos, afirmó rotundo y a cara descubierta un desconocido José Ángel, que había hecho recoger sus bucles en una coleta… La Campos le había dado la vuelta como un calcetín, todo lo que le había hecho sentir entre las mesas de la Redacción era nuevo para él. Y sí, se había venido muy arriba y eso lo transmitía. Hasta Boris, el ideólogo de toda esta historia, había dado un paso atrás cediéndole el protagonismo en esta extraña ceremonia montada en mitad de aquella morgue.
-La verdad, continuó Martín, no puedo entender qué hacemos aquí rodeados de cajas funerarias. Esto no tiene ninguna gracia en los tiempos que estamos. Ni que estuviéramos en el Palacio de Hielo, de Madrid. Joder chicos, que estamos en Logroño… porque ¿son cajas de muertos, no?, ¿personas infectadas supongo, supongo?…
Los tres se miraron de refilón con una sarcástica sonrisa que hizo a Martín ponerse en lo peor.
-Y tú ¿qué crees?
La voz de Boris sonó ruda, seca, insensible, nada que ver con el Boris que acostumbraba a preguntar por tu hijo cuando dejaba de verte una temporada. ¡Cómo ha crecido el chaval!
-Compruébalo tú mismo.
El Vasco, hasta entonces callado, salió de sus ensimismamiento y le animó a que levantara una de aquellas pesadas tapas de madera. Martín vacilaba. Nunca había visto un muerto. Bueno, era un decir. Había visto uno y, es más, lo había matado él, pero todavía no se había hecho a la idea. Como si la cosa no fuera con él. Finalmente se armó de valor, se encomendó a la señora del Buen Aire y ejecutó la apertura de la primera de ellas.
-¡Por mis muertos! ¡Qué ratas que sos!
Antes sus ojos, un pangolín envuelto en plástico y en estado de descomposición. Le habían sacado las vísceras y tenía marcas en la piel. Como llevado por la locura, fue abriendo ataúd tras ataúd. Y en todos la misma imagen dantesca. Cuerpos putrefactos, que aún mantenían firme su armadura de escamas. ¡Que ascazo! ¡Por dios!
-¿Estamos locos o qué?, se preguntaba
-Nos lo dirás tú, inquirió José Ángel en clara referencia al trabajito realizado con Eduardo. ¿Qué quieres, que vivamos de nuestro plan de jubilación? Pues yo quiero más, quiero vivir la vida con la que siempre he soñado….
-¿Pero cómo los habéis conseguido colar aquí?
La media sonrisa de Boris, otrora guarda jurado y con contactos hasta en el infierno, lo decía todo.
Martín no tenía intención ninguna de esconder su culpa, fue en defensa propia, y así lo hizo saber en aquella asamblea en la pista de hielo de Lobete cuando Gonzalo, el policía amigo de Juan, que asistía como invitado de piedra, advirtió la presencia de un viejo colega agazapado en la taquilla de los patines. Sin ser conscientes, la conversación se desarrollaba ajenos a la presencia del inoportuno visitante. Inoportuno, pero no desconocido. Dolorido por la incómoda postura, el que allí se escondía era nada más y nada menos que el marido de Ana Palacios, la aguerrida e insomne periodista de sucesos que desde su balcón había reconocido la presencia de sus colegas. Y, como periodista de raza, no dudó en advertir a su marido de su sospechosa presencia a esas horas.
-Lo ha escuchado y visto todo, asumió Juan.
-Pues aquí todos como una piña, ordenó José Ángel. Seguimos en contacto, ahora hay que ver cómo damos salida a esto…
No habían dado las nueve de la mañana, cuando llegaba el primer despacho de la agencia Ruters Press y, a continuación, la primera llamada de Izquierdo, ese día en el turno de mañana. Esto se nos va de las manos, chicos. Os leo el titular: «La pista de hielo de Lobete, convertida en una morgue de pangolines». A esa hora Martín ya no era persona, los síntomas del bicho eran cada vez más evidentes. Y le daba todo igual. Al llegar a casa las campanas de la iglesia repicaban solemnes. Si sonaban antes, nunca las había oído, ni siquiera aquella vez que un fallo mecánico las tuvo volteando toda la noche. Pero ahora, sin ruido en las calles, el sonido eclesial le ayudaba a llevar el compás de su vida, una vida lastrada por un luctuoso episodio que nunca debió ocurrir y un fangoso asunto en el que nunca le hubiera gustado verse. Sí, sus manos estaban manchadas de sangre, pero él siempre había sido un hombre de fondo, de corazón. De hecho, estos días de primavera huérfana, ver florecer los cerezos del pequeño parque de su casa le daba la fuerza necesaria para seguir adelante.
Con todo este embrollo en la cabeza, se disponía a echar una cabezada cuando inesperadamente sonó el teléfono. Sonaba lejos, pronto lo reconoció en la habitación del fondo la que da al patio interior y echó a correr con tan mala suerte que el perro se interpuso nuevamente a mitad de camino. «El hombre es el único animal que tropieza dos veces con el mismo perro», pensó mientras hacía lo imposible por levantarse, dolorido como estaba todavía del hombro. Por fin logró alcanzar el celular.
Al otro lado encontró una voz familiar que le ubicaba de golpe en el tiempo y espacio. Era Amelia que llamaba contrariada y perpleja por la falta de interés que había mostrado por ella en los últimos tiempos.
-«Es niña», le soltó.
-¿De qué me hablas?
-Te recuerdo que a vas a ser tío… estoy embarazada, o sea muy embarazada. ¿Te acuerdas? Es para sanmateos, le puso al día y a punto estuvo de amenazarle con que no iba ser el padrino.
-¡Ah, claro hermanita! ¿Cómo no me voy a acordar? Justo ahora te pensaba llamar, mintió mientras se asomaba a la ventana necesitado de una bocanada de aire. El teléfono se le desprendió de las manos y fue a caer al suelo…
Fue entonces cuando, como llevado por una visión, lo reconoció. No había duda. Como esa calva entreverada no había dos. ¿Qué hacía Boris en la casa de Lucía? ¿Qué tenía que ver Lucía en todo esto? ¿No era una simple peluquera? Y yo que soñaba con sus curvas, ¡dios que miedo, a saber qué me hubiera hecho con las tijeras de cortar el flequillo! Demasiadas preguntas, quizás también demasiada fiebre para coordinar sus pensamientos. Pero entre tanto desvarío, una idea prendió en su cabeza como un chispazo: ¡Joder! ¡El cuerpo de Eduardo!
Capítulo 26.-Luismi Cámara
Volvió a mirar. Ahí estaban los dos. Dando rienda suelta a la pasión. Retozando sobre el sofá como dos adolescentes desatados a lo carnal. Ella, tumbada boca arriba en el chaiselongue, entregada, con el pelo alborotado como las crines de una yegua en pleno galope. Con la mirada perdida y la boca abierta, lanzando un grito ahogado.
Él, absorbido por el cuerpo de ella, inmerso entre los pliegues de la bata larga de satén rojo con la que tanto le gustaba encontrarla al levantar la persiana de la cocina, mientras se tomaba el café mañanero.
No quería ver más. Temía ser descubierto.
Se lanzó al suelo, deseando que ni Lucía ni Boris se hubieran percatado de su presencia al otro lado de la ventana. Cayó a plomo, con la torpeza de un cuerpo redondeado y castigado por los kilos y los años de mala vida en Logroño. Ya poco o nada quedaba de ese rubio pequeño pero atlético, de acento cautivador y aires teutones que había llegado dos décadas atrás a tierras riojanas. Se dejó vencer rápidamente y sin oponer resistencia por las delicias de la Laurel, los sabrosos pucheros, las jugosas salsas en esos platos untados hasta el desgaste por una hermosa hogaza sobada, los excelentes y abundantes vinos de la zona, los orgásmicos milhojas de La mariposa de oro. Cayó en las redes de las disolutas vidas de sus nuevos compañeros, en sus cervezas relajantes, en sus copas tardías. Aquel traje azul, ajustadito y elegante con el que apareció por primera vez en la redacción acabó diciendo basta pocos meses después y explotó por las costuras traseras en una fiesta, tras un inoportuno gesto al agacharse a por una servilleta caída, dejando a la vista su slip blanco, eso sí, impoluto. Ahí se dio cuenta de que ya nunca volvería a ser ese joven jugador de rugby de torso firme y robustas piernas, triunfador en Argentina. El calzoncillo fue su bandera blanca, la de su particular rendición. Ahí se abandonó a los placeres de la carne (de la carne de todo tipo: a la plancha, asada, empanada...).
Todo eso le vino de repente cuando su oronda barriga chocó contra las baldosas del piso y sus rodillas crujieron al doblarse de forma violenta. «¡Uhh! ¡Hostia terrible!», acertó a murmurar.
Se quedó tendido, intentando recuperar la dignidad perdida con su tan patoso cuerpo a tierra. Apoyó la cabeza en la fría loseta y, de repente, notó un retorcijón y los sudores fríos volvieron a aparecer. ¡Joder! ¡Lo que faltaba! El puto bicho le estaba atacando al estómago. Se arrastró como pudo hasta el baño. Le costaba moverse. Hizo la croqueta para avanzar más deprisa. Mientras rodaba sobre sí mismo, sabía que estaba perdiendo el escaso orgullo que le había dejado el poco artístico movimiento previo. Poco le importaba el orgullo cuando lo que urgía era llegar cuanto antes al váter.
Logró incorporarse torpemente, con el tiempo justo de bajarse los pantalones y los gayumbos floreados que le había regalado su mujer en el último San Valentín. Le bastó con un único esfuerzo para soltar todo. Suspiró. Ni siquiera había intentado cerrar la puerta del baño. «¡Vaya quilombo que he estado a punto de liar!», pensó, y soltó una carcajada que intentó callar rápidamente con la mano.
«¡Hostiaputa! ¿Y si me han oído?». Se tanquilizó y pensó que era imposible. El baño estaba en el otro rincón de la casa. Le asaltó de nuevo la imagen de Boris y Lucía desatados en el sofá.
Siempre había creído que Boris era homosexual. Con esos buenos días, con voz tan cálida como poco varonil, con los que recibía desde su puesto a cualquiera que entrara en la redacción. Con esa forma blanda de dar la mano derecha cuando te lo cruzabas por la calle, seguido de varios paseos afectuosos por la espalda, arriba y abajo, con la mano izquierda. Con esos abrazos cariñosos, casi esponjosos, de despedida a última hora de la noche, después de cada fiesta del periódico, cuando los más crápulas se quedaban a cerrar los bares de la plaza del Mercado y acababan viendo amanecer hilando frases inconexas en conversaciones en las que creían encontrar las claves del nuevo periodismo.
De hecho, Martín creía que en algún momento el guardia jurado le había mirado con ojos golosones y le había hecho insinuaciones al borde de la broma y la proposición. ¡Qué coño! Estaba loquito por sus lorzas. Por eso, cuando disfrutó de la tercera temporada de su adorada La casa de papel y veía en la tele la sumisión del grandullón y enamorado Helsinki ante un Palermo ególatra, se sorprendía embutido en el mono de su compatriota mientras que Boris adoptaba el papel del gigante serbio.
Pero el calvo no solo no era gay, sino que se estaba beneficiando a la flor de su deseo, a su bocado prohibido. «¡Cojones, el maricón se estaba tirando a Lucía!», gritó con resentimiento.
De repente, se dio cuenta que no sabía si porque el bicho le estaba haciendo perder también la cabeza o porque su mente había estado buscando una escapatoria para no acabar por perder la cordura hacia algún otro lugar lejano del despropósito y el dislate en el que se había convertido su vida en los últimos días, había dejado de pensar en el otro Boris, los pangolines y los muertos durante un buen rato.
El paso por el 'trono' le había venido bien. Ya puestos, era el mejor sitio para pensar con tranquilidad. Las mejores ideas a veces llegaban en los lugares más insospechados. «¡Joder! ¡El cuerpo de Eduardo!». Ahí estaba la clave de todo.
Capítulo 27.-M. Glera
Boris se dio una rápida ducha con el placentero recuerdo fresco aún en su mente. «Homérico», pensó para sí mismo acerca de su último episodio con la fogosa Lucía, recordando a Michelino Flynn, el casamentero irlandés de la película El hombre tranquilo. Se secó, se vistió y echó un vistazo a su teléfono móvil. Tenía una llamada perdida. Presionó sobre 'rellamada' y se acercó el terminal a su oreja izquierda.
- Dime, qué pasa, indicó Boris.
- Hay un problema, se oyó al otro lado del teléfono. José Pedro Oscuras, el policía que os vio y escuchó en la pista de hielo. Su mujer es Ana Palacios, la periodista. Ha venido a contarme la historia de los pangolines. Nombres y datos. No sabe más de lo que escuchó, pero puede dar al traste con todo el trabajo.
- Entiendo. Yo me encargo de todo-, respondió Boris mientras hacía gestos con su otra mano pidiendo paciencia a Lucía.
Boris colgó, se ajustó su americana de cuadros de paño oscuro, estiró de las solapas y guardó su teléfono.
- ¿Qué pasa?, dijo Lucía.
- Nada que no se pueda solventar -contestó Boris-. Era Palomero, el policía. Tenemos un problema. Oscuras, un policía que están metiendo las narices donde no debe. Creo que ha llegado el momento de tomar decisiones. Esto es lo que vamos a hacer.
Ajeno a todo lo que sucedía, Martín seguía pensando en Eduardo y, sobre todo, en cómo llegar hasta las ropas que llevaba puestas la noche en la que murió o, mejor dicho, en la que le mató. Ahí estaba la clave, se repetía. El cuerpo había sido trasladado al Anatómico Forense a la espera de que le hicieran la autopsia para determinar la causa de su muerte, aunque él sabía perfectamente cómo había sido. El bicho le seguía devorando por dentro y su cabeza era un hervidero de ideas que no llegaba a descifrar. Por un lado, no podía apartar la imagen de Lucía retozando con el calvo buenista del vigilante. Sí, vigilante. «¡Manda huevos!», maldijo. Por otro, la imagen de Eduardo tirado en el suelo del periódico le perseguía. Y por si faltaba algo, cada vez que abría un cajón, una caja o su mochila tenía la sensación de que iban a salir pangolines y más pangolines. El relincho de un caballo le sacó de sus pensamientos. Era su teléfono. Era el Vasco.
- Qué dices, Vasco.
- Aúpa, Martin. Me ha llamado el Señor B. Luego te cuento, pero por resumir, tenemos que dar pasaporte al marido de Ana Palacios, al policía que estaba en las taquillas de Lobete. Teme que sepa demasiado.
- ¡La puta que la parió! ¡Joder! ¿Sabes lo que estás diciendo!
- Lo dice el Señor B y yo no discuto sus órdenes. Hay mucho en juego y tú eres uno de los más interesados en que nadie hable, respondió con toda la intención, para eliminar posibles titubeos.
- Está bien, ¿cómo quedamos?
- A las nueve menos cuarto en la puerta principal de la plaza de toros. El señor B me ha dicho que estemos a las nueve junto al mirador sobre el Ebro que hay detrás de la plaza de toros.
- Ok. Martín colgó. No se lo podía creer.
La noche comenzaba a caer sobre el parque el Ebro. Se notaba el cambio de hora. No había nadie. Eran las ocho y media cuando por el paseo asomó la figura de Oscuras. El Señor B estaba esperándole sentado en un banco muy cercano al discreto mirador que se asomaba al río.
- Si te parece hablamos ahí, en el mirador.
- Sin problema, respondió el policía.
Ambos se adentraron en la pasarela.
- Tu dirás, espetó Míster B.
- Seré rápido, dijo Oscuras dando la espalda al río. Sé lo que os traéis entre manos, lo de los pangolines y demás. Quiero una parte de la tajada o lo contaré todo.
- Contar, ¿qué?
- El tinglado que tienes montado con José Ángel, el Vasco, etc. Quiero un 30%...
No dijo más. Su camisa blanca se tiño de color sangre. Cayó muerto sobre la pasarela. Fulminado.
- Primer problema resuelto, se escuchó de entre los arbustos mientras quitaba el silenciador a su pistola. Era Lucía. Tres disparos, el primero de ellos letal.
Martín y el Vasco se encontraron junto a la puerta principal de la plaza de toros y se encaminaron hacia la parte trasera, hacia la pasarela.
- ¿Estás seguro, Vasco? No me jodas, no podemos matar a alguien así como así. No llevo ni pistola. De hecho, no se ni cómo manejarla.
El Vasco se paró y de su bandolera sacó una y se la dio a Martín.
- Simplemente, sujétala con firmeza, apunta bien y aprieta el gatillo.
- ¡Joder! A Martín le temblaban hasta las pestañas.
Ambos se quedaron paralizados cuando entraron en la pasarela y vieron al Señor B y a un lado el cuerpo de Oscuras.
- ¿Qué ha pasado?, preguntó el Vasco.
- Nada, un problema menos, respondió el Señor B.
- Si lo has matado, ¿para qué nos ha hecho venir? Una persona pasa más desapercibida que tres. ¿Qué quieres que hagamos?
- Vasco, yo no te dicho que le haya matado, respondió escuetamente el Señor B.
El Vasco y Martín se miraron, pero no les dio tiempo a intercambiar una palabra. El silbido de dos balas rompió el silencio de la noche. La de Martín entró por el lateral de su frente; la del Vasco, por el pecho. Ambos cayeron a pies del Señor B.
- Dos problemas menos. ¿Te apetece un buen polvo?, preguntó mirando al Señor B. A mí, sí.
Era la voz de Lucía. Se acercó al Vasco y le puso en su mano el arma con la que ella había matado a Oscuras no sin antes disparar en tres ocasiones más al aire. Y en las de Oscuras, la que había matado al Vasco y a Martín. Era la reglamentaria de la Policía, que le había cogido tras dispararle. Tres muertos en un ajuste de cuentas tras un intercambio de disparos. Algo así dirían los periódicos.
El Señor B y Lucía salieron al paseo y se alejaron. Allí, sobre el Ebro quedaban tres cuerpos. Martín abrió los ojos. Apenas veía las sombras de las hojas y el cielo oscuro, pero había reconocido la voz de Lucía.
- La puta que la parió, pensó y cerró los ojos de nuevo.
Capítulo 28.-Alberto Gil
Le dolía hasta el orto. No sabía si estaba vivo o muerto, si en el cielo o en el puto infierno. Adivinó ver en la terraza a Ana Palacios conversando con un tipo que estaba de espaldas. Estaba mareado y aturdido, así que ni tan siquiera intentó levantarse de la cama.
- Ana..., balbuceo.
Ana Palacios, periodista y ahora viuda del inspector José Pedro Oscuras, entró en la habitación apresurada:
- Joder tío, qué suerte tienes. ¿Te acuerdas de algo?
- De que estamos rodeados de pelotudos hijos de mil putas. Nos dispararon. Al Vasco, a tu marido...
- Sí, te trajimos a mi casa. La bala te rozó la cabeza. Ellos han muerto y vete a saber quién más. Este es un asunto muy sucio Martín. He estado revisando el ordenador de mi marido. Hay una trama corrupta, la mayoría de tus compañeros están implicados y también la Policía y la Guardia Civil..., hasta niveles políticos. No sólo son los pangolines, sino mascarillas, EPI, hidrogeles, respiradores... El segurata trabaja con la mafia china del barrio de Usera y es el principal proveedor de material contra el COVID-19 del Gobierno de España. Los aviones aterrizan en Agoncillo directamente desde China y, de ahí, se distribuyen a Barajas, El Prat...
Martín maldijo su suerte pero no pudo por menos que esbozar una ligera sonrisa. Había dejado Argentina hace veinte años al verse envuelto en un caso de corrupción... Al menos, los síntomas del bicho parecían remitir, salvo el dolor de cabeza que achacaba más al disparo que a otra cosa. ¡Joder!, el que faltaba, pensó. El individuo de la terraza era Luis María Ocón Ibáñez, exdirector del periódico y aficionado a las películas. Una vez descubrió a un yonqui petando un coche y se puso a perseguirlo por la ciudad a toda velocidad mientras llamaba por el móvil a la policía. El agente le dijo que por qué cojones estaba siguiendo a un delincuente a doscientos por hora y hablando por teléfono. Cumplía con su deber, como ciudadano y como periodista, replicó el entonces director, quien, cuando se acercó a poner la denuncia a comisaría, no le valió la paciencia y levantó del ordenador al policía para escribir el mismo el atestado que, por supuesto, fue a la papelera en cuanto salió por la puerta.
- Está todo controlado Martín -resumió Luis María-. He hablado con Paco J., director de 'El Catalán', y nos reserva la portada. En un par de días acabará todo, pero antes tenemos que resolver un problema: hay que conseguir el trofeo 'Manflorita'. Recordarás que lo compraron José Ángel y la Campos, en China... Pues bien, ahí están los contactos de Usera y el acceso a la mafia china de Wuhan... De hecho, Paco J. está convencido de que el trofeo 'Manflorita' nos llevará al eslabón suelto que busca la CIA para probar que el COVID-19 se fabricó en un laboratorio. Ana miraba con admiración al veterano periodista. Martín no se creía una palabra, pero tenía sed de venganza.
Luis María Ocón había pasado un par de días antes por el periódico. Como todos las jornadas, reclamaba un ejemplar gratuito, nunca había sido de gastar, y comprobó que Boris tenía el trofeo 'Manflorita' sobre la mesa, pero ayer, cuando volvió de nuevo a por el diario, ya no estaba.
- Está en su casa. Tenemos que ir allí y quitárselo..., propuso Luis María.
Martín saltó de la cama y llamó a Jorge Lamota, ex boxeador, francotirador en la última guerra de Oriente Medio y ahora también segurata.
- Jorge; necesito pistolas, rifles, una recortada, granadas de humo..., y todo el material que puedas conseguir en media hora. Vete cagando hostias al portal de la casa de Boris. ¿En una hora? Allí nos vemos.
Jorge no necesitaba hacer preguntas. Había trabajado también de agente de seguridad en el periódico y sabía de los trapicheos del ruso, pero sobre todo le unía con Martín una amistad inquebrantable: compartieron puñetazos en el ring del gimnasio durante años hasta que ambos pasaron de los 110 kilos y acabaron igual de sonados. Ahora, que ya iban por los 120, compartían pelotazos de ron con cola, de cola 'light' eso sí, que «no engorda...», bromeaban.
De hecho fue Jorge el que en apenas un segundo encañonó con la recortada debajo de la garganta a José Ángel en el portal de Boris:
- Ahora nos vas a llevar con el ruso, ¿verdad?
Era el día 'D', el día de la Bestia...
Capítulo 29.-Pablo Álvarez
- Abre, ruso, soy yo.
Puede que hiciera un mal gesto. O puede que Lamota se hubiera pasado con el roncola y anduviera flojo de gatillo. El caso es que, apenas abierta la puerta del piso, el estruendo dejó a Martín medio alelado mientras veía cómo los sesos de José Ángel redecoraban las paredes del señor B.
Un pensamiento cabrón y satisfecho corrió por su cabeza durante un segundo al recordar cómo el mediaverga se ufanaba de lo que hacía con la Campos cada noche. Sólo un segundo. El tiempo que tardó Boris en sacar una pistola del bolsillo del batín y desenfundar como un John Wayne de cine de barrio.
Tuvo suerte, Martín. Lamota no. El segurata se dobló por la mitad, pero le dio la vida para soltar el segundo tiro de su recortada y abrirle al ruso un feo boquete a la altura del ojo derecho.
Martín disparaba con la misma puntería que un delantero del Osasuna. Mientras veía caer muertos delante de él, se las arregló para vaciar la pistola que le había dado su difunto amigo sin darle a nada de lo que tenía delante.
Bueno.
A casi nada.
Al final del pasillo, con cara de alunada, más sorprendida que dolorida, estaba Lucía. Una bala a ciegas del argentino le había abierto el pecho, y resbalaba ahora, desnuda, apoyada en la pared, hasta quedar sentada en el suelo.
Pisando sangre, el periodista se acercó a su vecina.
- Joder, Luci. Con lo que tú me gustabas.
- Tú a mí, no – escupió la peluquera. Y no dijo más.
Martín no se paró a comprobar si estaba muerta. Sólo salió del piso corriendo, saltando escaleras abajo mientras los vecinos, asomados curiosos a sus puertas, huían a su paso.
Le ardía la herida de la cabeza, y el pecho le pesaba de nuevo. Llegó a su coche, apenas a dos cuadras, sin resuello. Tiró por delante su mochila, que rebotó contra el interior de la puerta del copiloto con un ruido metálico.
Y entonces cayó. En la mochila, esa que le había acompañado todo el día, estaba el trofeo Manflorita. El que guardaba el secreto de los pangolines, del virus y de su puta madre. El que habían ido a buscar a casa del ruso. Nunca se había separado de él.
- Soy un reboludo - dijo en voz alta, y arrancó.
Capítulo 30.-Javi Campos
Javier se levanta de la cama como el que se cae, con la agilidad propia de un pelele vapuleado en cualquier fiesta de pueblo. Viendo el movimiento con que tan desgarbado cuerpo logra poner ambos pies en el suelo, diríase que más que un hombre no pasa de esa figura humana de paja o trapos que se suele poner en los balcones o que mantean las gentes rurales en las carnestolendas. Javier, de hecho, más que levantarse se ha tirado. Ventajas de vivir solo, pues lleva años saludando cada nuevo día de la misma manera para desesperación de sus vecinos de abajo; Amelia, la argentina, y Luis, ese plumilla jubilado que tanto dio que hablar en su día. Cualquiera podría llegar a pensar que hasta le divierte. Y sí, le divierte. Bueno, le divertía. Pues el coronavirus lo cambió todo, aquí sigue 'resistiendo', y la sonrisa aún está de vuelta, pero sin volver del todo.
Ha pasado ya más de un año desde que Logroño celebró los últimos Carnavales y, a mitad de Cuaresma, se enteró que se quedaba sin Semana Santa. Lo que nadie sabía entonces es que la capital, como el resto de La Rioja, iba a iniciar un lento procesionar por el drama y la tragedia. Ni siquiera hubo verano. La penitencia, 12 meses después, sigue sin permitir que muchos gremios rediman sus pecados. Y el de juntar letras contando historias, cuentos chinos tantas veces, desde entonces, no puede tirar ni la última piedra. El salvajismo fue aquello. Sucedió entre marzo y abril del 2020, cuando, más allá del 'bicho', las crónicas de sucesos volvieron a las primeras páginas de los periódicos con un caso que todavía colea, y que convirtió en noticia a los propios periodistas. Por méritos propios, además. Bárbaros en plena barbarie.
Aquello fue feo. Muy feo. Y sucio. Muy sucio. Con COVID-19 de por medio. Corrieron ríos de sangre… incluso muchos más que de tinta dadas las circunstancias. La corrupción sobrevolándolo todo cual murciélago y personalidades que quedaron tan entredicho como pangolines. Algunos incluso conocidos. Conexiones China-La Rioja y, por ende, Wuhan-Logroño. No hubo un solo detenido… pues solo hubo muertos. Y pese a haber implicados desde la política a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, probablemente hasta algún juez, se dio carpetazo al asunto. Otra cosa fue la condena que supuso para el principal periódico de la ciudad; más que para el periódico en sí, para sus periodistas. Y eso era precisamente lo que Javier lamentaba. Su hermana, como reportera de sucesos que era, se lo había comido todo todito todo. Aunque como no quedaron responsables en pie, el mal trago duró menos de lo previsto. Y eso que algunos eran compañeros... y otros hasta muy queridos.
Fueron días extraños. De cólera y de furia. Y no pocos dejaron claro que en el oficio, hermoso y perro a partes iguales, hay quien titubea más a la hora de presionar las teclas de un ordenador que a la de apretar el gatillo de una pistola. Los cadáveres sobrepasaron los dedos de una mano: Eduardo, el primero; el Vasco, tan de la Real; un inspector de la policía casado con una afamada periodista regional del que nadie recuerda el nombre; Boris, el Ruso; Lucía, 'femme fatale'… José Ángel. Aún no daba crédito a que su hermana se estuviese acostando a escondidas con JAG, aunque, pese a su truculento final, siempre le hacía gracia acordarse de él. El motivo no era otro que a la Campos, su hermanita del alma, se le escapó en una comida familiar, cuando el mundo era el mundo de antes, que la tenía pequeña. Ahí se descubrió su pasional romance y, desde entonces, Javier no podía dejar de enseñar dientes cuando recordaba al 'melenitas'.
La verdad es que Javier conocía bien a casi todos en aquella casa. Incluso empatizaba con los 'supervivientes', especialmente con Juan Antonio y Juan, el fotógrafo que ahora andaba liado con la periodista carne de su carne. Dios da pan a quien no tiene dientes, pensó. Y hasta podía considerarse 'camarada' de Izquierdo… el ahora director. Casi nada. Su primera decisión tras el escándalo y en un intento a la desesperada por mantener a flote el centenario rotativo, reputación incluida, fue hacer acompañar a la histórica cabecera del título de 'Salud y Periodismo' a imagen y semejanza del tradicional 'Diario Independiente de la Mañana'. ¡Y subir el precio de la suscripción a la web!, según le había contado su hermana, ascendida a subdirectora.
Javier repasa mentalmente que todo esté en orden tras caerse/tirarse de la cama. Es su forma de empezar el día ni con buen ni con mal pie. De ahí que se haya convertido en manía ponerlos en el suelo los dos a la vez. Una manía que no siempre es capaz de lograr. Sus formas poco ortodoxas no importan. Ni mucho menos su torpeza. Pero hoy lo ha conseguido y eso conduce inexorablemente a que Javier esté de buen humor. Y es que Javier lleva tiempo convertido en un 'tío pajilla' que bastante tiene con recomponer su maltrecho estado para aguantar, quizás con un poco de suerte, la próxima embestida de la vida. Y menos mal que en su día, aunque no a tiempo, dejó el periodismo para dedicarse a la cría de avestruces... pero a distancia y solo el período suficiente como para no caer preso del turbio negocio de los animales más o menos exóticos que lo ensució todo.
Javier va a la cocina y, antes de empezar el ritual de prepararse el desayuno, enciende la radio. Tras las señales horarias, el boletín de primera hora de la mañana comienza a informar de un suceso. Otro más. Han hallado el cadáver varado en el Ebro de un ciudadano chino, decapitado, en avanzadísimo estado de descomposición. La voz de la locutora dice que la Policía sospecha que podría incluso llevar un año 'buceando' en las aguas del río. Y cuando el río suena...
A Javier se le quitan las ganas de café, coge la chaqueta y se dispone a salir a la calle. Hoy tomará un 'Marie Brizard' a la salud de África, otra periodista local a la que también conoce que cumple años. Esta es la semana en la que se permite salir mañana o tarde, no aún por la noche, y además puede hacerse sin mascarilla. El 'anisette', pues, se lo tomará fuera, ya que desde principios de año los bares están abiertos con aforo limitado pero con más licores que antes, algunos incluso con un lagarto dentro. Él no solo lo bebe, sino que, además, desde hace unos días, como por venganza de las autoridades sanitarias, ha dejado incluso de lavarse las manos. La presión del ahora viejo virus no es la misma desde que han empezado a comercializar la vacuna. Aunque según pudo escuchar la noche anterior en el programa de Íker Casillas, que sustituyó a Íker Jiménez con un muy mourinhista 'Quinto milenio', en una ciudad china, concretamente Hanwu, han saltado las primeras alarmas por un supuesto caso de SARS-CoV-3. Hay quien piensa que incluso el 4... o hasta el 5.
Javier cierra la puerta, por fin sin guantes, y decide no coger el ascensor y bajar las escaleras a pie a ver si, como la vida a las calles, a su cuerpo ha vuelto algo de coordinación. Al llegar al piso de abajo, se encuentra a la argentina saliendo de casa empujando el carrito del pequeño Martín. Apenas tiene unos meses. ¡Buenos días, Amelia!, dice. ¿Qué tal el pequeño monillo?, pregunta haciendo una carantoña al bebé. La emergencia sanitaria ya no es tanta emergencia y las personas ya empiezan a mantener el contacto físico de antes olvidándose poco a poco del distanciamiento social.
Javier recuerda la historia que en su día le contó Luis en el descansillo de que a alguien de la familia de su parienta se la llevó no la última, sino la penúltima pandemia. Y que nadie como los 'Herrero' para saber los estragos que causó la gripe A H1N1... porcina, la llamaban, y Javier se ríe a carcajadas imaginándose al tío del pequeño convertido en cerdo. Hasta a él le hubiese hecho partirse tal comparación. Al tío, al Martín del que nunca nadie supo nada más desde que hace ahora un año desapareció como si se lo hubiese tragado la mismísima tierra. Nadie, nadie, no. Pues Javier, desde hace apenas unas semanas, guarda tal vez el secreto de su vida. Él tenía buena amistad con el 'reboludo', pese a todo, y el pasado martes recibió una postal elaborada a partir de una fotografía en la que se podía ver la figura de un bailarín flamenco descamisado en lo alto de la peana de un trofeo sellada en Zihuatanejo, ese pequeño pueblo en el imaginario de todos a orillas del océano Pacífico del que los mexicanos dicen que no tiene memoria. Los mexicanos, no los argentinos… Si es que hay que ser 'manflorita'.
Fin
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