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El Diario del año del virus continúa con el capítulo escrito por Pablo Álvarez. La historia ha dado varios giros, pero Martín sigue vivo. ¿Seguirá respirando al finalizar este capítulo? Veamos
Capítulo 29.-Pablo Álvarez
- Abre, ruso, soy yo.
Puede que hiciera un mal gesto. O puede que ... Lamota se hubiera pasado con el roncola y anduviera flojo de gatillo. El caso es que, apenas abierta la puerta del piso, el estruendo dejó a Martín medio alelado mientras veía cómo los sesos de José Ángel redecoraban las paredes del señor B.
Un pensamiento cabrón y satisfecho corrió por su cabeza durante un segundo al recordar cómo el mediaverga se ufanaba de lo que hacía con la Campos cada noche. Sólo un segundo. El tiempo que tardó Boris en sacar una pistola del bolsillo del batín y desenfundar como un John Wayne de cine de barrio.
Tuvo suerte, Martín. Lamota no. El segurata se dobló por la mitad, pero le dio la vida para soltar el segundo tiro de su recortada y abrirle al ruso un feo boquete a la altura del ojo derecho.
Martín disparaba con la misma puntería que un delantero del Osasuna. Mientras veía caer muertos delante de él, se las arregló para vaciar la pistola que le había dado su difunto amigo sin darle a nada de lo que tenía delante.
Bueno.
A casi nada.
Al final del pasillo, con cara de alunada, más sorprendida que dolorida, estaba Lucía. Una bala a ciegas del argentino le había abierto el pecho, y resbalaba ahora, desnuda, apoyada en la pared, hasta quedar sentada en el suelo.
Pisando sangre, el periodista se acercó a su vecina.
- Joder, Luci. Con lo que tú me gustabas.
- Tú a mí, no – escupió la peluquera. Y no dijo más.
Martín no se paró a comprobar si estaba muerta. Sólo salió del piso corriendo, saltando escaleras abajo mientras los vecinos, asomados curiosos a sus puertas, huían a su paso.
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Le ardía la herida de la cabeza, y el pecho le pesaba de nuevo. Llegó a su coche, apenas a dos cuadras, sin resuello. Tiró por delante su mochila, que rebotó contra el interior de la puerta del copiloto con un ruido metálico.
Y entonces cayó. En la mochila, esa que le había acompañado todo el día, estaba el trofeo Manflorita. El que guardaba el secreto de los pangolines, del virus y de su puta madre. El que habían ido a buscar a casa del ruso. Nunca se había separado de él.
- Soy un reboludo - dijo en voz alta, y arrancó.
Continuará...
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