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La pista de hielo de Lobete es el escenario en el que se encuentra Martín y sus compañeros en este extraño caso. Han acudido a una cita con El Vasco, Boris y José Ángel. Sobre el hielo, cajas de madera, ¿féretros?. ¿Qué pasará ahora? Nos ... lo narra África Azcona.
¡Hala, ya estamos todas! fue el espontáneo saludo de Juan para romper el hielo y tratar de relajar así a Martín, cuyo rostro enrojecía por momentos llevado por la tensa situación y la incómoda presencia de Boris 'el ruso' y El Vasco, amigos no hace mucho y ahora sencillamente dos tipos con ínfulas de matones. El encuentro, si cabe más gélido que el suelo que pisaban, se volvió desconfiado ¿Qué sabían ellos? ¿Hasta dónde estaban pringados? , se preguntaba el argentino y así se lo hizo saber a José Ángel.
-Me hubiera gustado estar a solas. Pero, si ha de ser así, cuéntame todo lo que sabes y cuanto antes que aquí hace mucho frío.
-Lo que sé yo. Y lo que sabemos los tres. Entre Boris, El Vasco y yo no hay secretos, afirmó rotundo y a cara descubierta un desconocido José Ángel, que había hecho recoger sus bucles en una coleta… La Campos le había dado la vuelta como un calcetín, todo lo que le había hecho sentir entre las mesas de la Redacción era nuevo para él. Y sí, se había venido muy arriba y eso lo transmitía. Hasta Boris, el ideólogo de toda esta historia, había dado un paso atrás cediéndole el protagonismo en esta extraña ceremonia montada en mitad de aquella morgue.
-La verdad, continuó Martín, no puedo entender qué hacemos aquí rodeados de cajas funerarias. Esto no tiene ninguna gracia en los tiempos que estamos. Ni que estuviéramos en el Palacio de Hielo, de Madrid. Joder chicos, que estamos en Logroño… porque ¿son cajas de muertos, no?, ¿personas infectadas supongo, supongo?…
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Los tres se miraron de refilón con una sarcástica sonrisa que hizo a Martín ponerse en lo peor.
-Y tú ¿qué crees?
La voz de Boris sonó ruda, seca, insensible, nada que ver con el Boris que acostumbraba a preguntar por tu hijo cuando dejaba de verte una temporada. ¡Cómo ha crecido el chaval!
-Compruébalo tú mismo.
El Vasco, hasta entonces callado, salió de sus ensimismamiento y le animó a que levantara una de aquellas pesadas tapas de madera. Martín vacilaba. Nunca había visto un muerto. Bueno, era un decir. Había visto uno y, es más, lo había matado él, pero todavía no se había hecho a la idea. Como si la cosa no fuera con él. Finalmente se armó de valor, se encomendó a la señora del Buen Aire y ejecutó la apertura de la primera de ellas.
-¡Por mis muertos! ¡Qué ratas que sos!
Antes sus ojos, un pangolín envuelto en plástico y en estado de descomposición. Le habían sacado las vísceras y tenía marcas en la piel. Como llevado por la locura, fue abriendo ataúd tras ataúd. Y en todos la misma imagen dantesca. Cuerpos putrefactos, que aún mantenían firme su armadura de escamas. ¡Que ascazo! ¡Por dios!
-¿Estamos locos o qué?, se preguntaba
-Nos lo dirás tú, inquirió José Ángel en clara referencia al trabajito realizado con Eduardo. ¿Qué quieres, que vivamos de nuestro plan de jubilación? Pues yo quiero más, quiero vivir la vida con la que siempre he soñado….
-¿Pero cómo los habéis conseguido colar aquí?
La media sonrisa de Boris, otrora guarda jurado y con contactos hasta en el infierno, lo decía todo.
Martín no tenía intención ninguna de esconder su culpa, fue en defensa propia, y así lo hizo saber en aquella asamblea en la pista de hielo de Lobete cuando Gonzalo, el policía amigo de Juan, que asistía como invitado de piedra, advirtió la presencia de un viejo colega agazapado en la taquilla de los patines. Sin ser conscientes, la conversación se desarrollaba ajenos a la presencia del inoportuno visitante. Inoportuno, pero no desconocido. Dolorido por la incómoda postura, el que allí se escondía era nada más y nada menos que el marido de Ana Palacios, la aguerrida e insomne periodista de sucesos que desde su balcón había reconocido la presencia de sus colegas. Y, como periodista de raza, no dudó en advertir a su marido de su sospechosa presencia a esas horas.
-Lo ha escuchado y visto todo, asumió Juan.
-Pues aquí todos como una piña, ordenó José Ángel. Seguimos en contacto, ahora hay que ver cómo damos salida a esto…
No habían dado las nueve de la mañana, cuando llegaba el primer despacho de la agencia Ruters Press y, a continuación, la primera llamada de Izquierdo, ese día en el turno de mañana. Esto se nos va de las manos, chicos. Os leo el titular: «La pista de hielo de Lobete, convertida en una morgue de pangolines». A esa hora Martín ya no era persona, los síntomas del bicho eran cada vez más evidentes. Y le daba todo igual. Al llegar a casa las campanas de la iglesia repicaban solemnes. Si sonaban antes, nunca las había oído, ni siquiera aquella vez que un fallo mecánico las tuvo volteando toda la noche. Pero ahora, sin ruido en las calles, el sonido eclesial le ayudaba a llevar el compás de su vida, una vida lastrada por un luctuoso episodio que nunca debió ocurrir y un fangoso asunto en el que nunca le hubiera gustado verse. Sí, sus manos estaban manchadas de sangre, pero él siempre había sido un hombre de fondo, de corazón. De hecho, estos días de primavera huérfana, ver florecer los cerezos del pequeño parque de su casa le daba la fuerza necesaria para seguir adelante.
Con todo este embrollo en la cabeza, se disponía a echar una cabezada cuando inesperadamente sonó el teléfono. Sonaba lejos, pronto lo reconoció en la habitación del fondo la que da al patio interior y echó a correr con tan mala suerte que el perro se interpuso nuevamente a mitad de camino. «El hombre es el único animal que tropieza dos veces con el mismo perro», pensó mientras hacía lo imposible por levantarse, dolorido como estaba todavía del hombro. Por fin logró alcanzar el celular.
Al otro lado encontró una voz familiar que le ubicaba de golpe en el tiempo y espacio. Era Amelia que llamaba contrariada y perpleja por la falta de interés que había mostrado por ella en los últimos tiempos.
-«Es niña», le soltó.
-¿De qué me hablas?
-Te recuerdo que a vas a ser tío… estoy embarazada, o sea muy embarazada. ¿Te acuerdas? Es para sanmateos, le puso al día y a punto estuvo de amenazarle con que no iba ser el padrino.
-¡Ah, claro hermanita! ¿Cómo no me voy a acordar? Justo ahora te pensaba llamar, mintió mientras se asomaba a la ventana necesitado de una bocanada de aire. El teléfono se le desprendió de las manos y fue a caer al suelo…
Fue entonces cuando, como llevado por una visión, lo reconoció. No había duda. Como esa calva entreverada no había dos. ¿Qué hacía Boris en la casa de Lucía? ¿Qué tenía que ver Lucía en todo esto? ¿No era una simple peluquera? Y yo que soñaba con sus curvas, ¡dios que miedo, a saber qué me hubiera hecho con las tijeras de cortar el flequillo! Demasiadas preguntas, quizás también demasiada fiebre para coordinar sus pensamientos. Pero entre tanto desvarío, una idea prendió en su cabeza como un chispazo: ¡Joder! ¡El cuerpo de Eduardo!
Continuará...
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