Secciones
Servicios
Destacamos
Martín iba a confesar. Le iba a contar todo al director del periódico. Esa era su intención, pero ¿podrá hacerlo? José Ángel González nos saca de dudas en el capítulo 23
Capítulo 23.-José Ángel González
- ¿Con el director? No puedo pasarte con el director, Martín, no está aquí. ... Ya sabes que desde que empezó todo esto él está también con el rollo del teletrabajo.
- Joder… Es verdad…
- Te paso con José Ángel, que es el único que está aquí ahora mismo.
- No, Boris, no hace f…
Antes de que Martín pudiera completar la frase la llamada ya estaba desviada y el teléfono de José Ángel sonando. Lo cogió solo después de completar (aporreando el teclado como un pianista loco) la frase que estaba escribiendo y de maldecir con voz interior a Boris por ser la cuarta llamada que le pasaba en los apenas quince minutos que llevaba en la redacción.
- La Rioja, dígame- contestó de manera algo robótica.
- Eh… Bueno… Que… Hola, José Ángel…
- Coño, Martín, precisamente contigo quería hablar yo. Había pensado llamarte algo más tarde, por si acaso estabas durmiendo. Sé que anoche te acostaste tarde.
¿Por qué habría de saber este pelotudo que ayer me acosté tarde?, pensó Martín, a quien también le estaba descolocando el tono de misteriosa superioridad que había detectado en la voz de su compañero.
- ¿No dices nada, Martín? ¿Se te ha comido la lengua un pangolín? ¿Sigues ahí?
- Eh… No… Sí… Claro, aquí estoy.
- Martín, deja de balbucear como un tarado. Y escucha bien lo que te digo: lo sé todo.
- ¿Todo? ¿Qué todo?
- Sé que mataste a Eduardo.
- No sé de qué estás hablando –se apresuró a mentir torpemente.
- Martín, déjalo. No malgastes tus escasas conexiones neuronales en busca de evasivas ni trolas. Lo sé porque lo vi.
El argentino notaba que su cabeza y su corazón estaban a punto de explotar a la vez. Tuvo que dejarse caer en el sillón que más próximo tenía para tratar de aguantar el mareo sin perder el conocimiento. Seguía con el móvil pegado a la oreja pero le costaba procesar las frases que José Ángel le seguía desgranando al otro lado de la línea. Las oía como si tuviera la cabeza sumergida dentro del agua durante uno de esos baños calientes que tanto le gustaba darse. Sí acertó a interiorizar las últimas palabras de su compañero, que fueron las que pronunció con mayor determinación y energía: «En cinco minutos pienso plantarme en tu casa y tendrás que explicármelo todo bien clarito».
Noticia Relacionada
Los cinco minutos le parecieron cinco horas a Martín, que pese a intentarlo de una manera desesperada no consiguió urdir, somnoliento, angustiado, y enfermo de coronavirus como estaba, una historia plausible que le eximiera de la responsabilidad del muerto que cargaba sobre sus espaldas.
José Ángel entró con determinación al apartamento después de que Martín le abriera la puerta. No hubo ni un saludo. Al instante uno estuvo sentado frente al otro en dos incómodas sillas de Ikea, en la cocina. Martín, siempre cortés, sirvió dos cervezas.
- Martín, ya te lo he dicho. Lo vi todo.
El argentino comprendió que el relato exculpatorio que no había sido capaz de construir convincentemente en las últimas horas no le iba a salir tampoco ahora de manera improvisada. De modo que acabó de derrumbarse interiormente, bajó sus defensas, respiró hondo y dejó que las cosas sucedieran ante sí del modo en el que tuvieran que suceder, como si ya no fuera protagonista sino espectador de su propia historia. Solo le quedaban fuerzas para enunciar una pregunta que realmente le intrigaba.
- ¿Cómo pudiste verlo, tío? ¿Qué hacías tú allí a esas horas? Era muy tarde…
- Bueno… Verás… Te seré sincero. Acababa de despedirme de Campos. Ella y yo… En fin… Tenemos un lío. Desde hace meses. Acostumbramos quedar a solas por la noche en el periódico. Tengo la llave de la puerta de entrada y el código para desactivar temporalmente las cámaras de seguridad. Ambas cosas me las proporcionó Boris a cambio de mi silencio. Sé algunas cosillas de él que…, bueno, no te las puedo contar, claro, pero digamos que Boris, aunque te cueste creerlo, no es exactamente el pedazo de pan que aparenta ser…
- ¿Te tiras a la Campos?
- Sí.
- ¿En el periódico? ¿Por las noches? ¿Cuándo no hay nadie?
- Eso es. Lo hacemos en las escaleras, encima y debajo de las mesas de la redacción, en el baño de caballeros y en el de señoras, y contra el armario del archivo fotográfico.
A oídos de Martín sí habían llegado rumores de que tras las gafas de montura negra de José Ángel se agazapaba la potencia sexual de un tigre, pero nunca hubiese imaginado un lío entre él y la Campos, la tía más buena del periodismo riojano, veinte años más joven que él, la viva imagen de Helen Lindes en sus mejores tiempos, según Juan.
-Impresionante- acertó a decir Martín poco más alto que un suspiro, con los ojos como platos.
- Sí, bueno. El caso es que ya me había despedido de Campos, subía yo las escaleras hacia la redacción abrochándome aún los pantalones y oí esos ruidos, esos gritos… Y llegué justo para el desenlace. Qué violencia la tuya, Martín, qué golpe tan certero… Y con el Trofeo Manflorita. Pobre Eduardo. ¿Qué? ¿Me cuentas qué coño pasa aquí? ¿O vas a matarme a mí también?
(Continuará)
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.