La historia se complica. La cabeza de un chino, pangolines, el Vasco y un mensaje, un 'hola'. ¿Quién lo ha escrito? Noemí Iruzubieta nos lo cuenta
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Capítulo 16.-Noemí Iruzubieta
Mierda. Era el Señor B
- Hola
Pasaron treinta segundos sin que el interlocutor escribiera ni una sola palabra. ... Unos segundos que se le hicieron eternos. Por su mente pasó fugazmente el recuerdo de un antiguo jefe que tuvo en La Voz de La Rioja que comenzaba sus mensajes con un lacónico «Hola» y dejaba pasar medio minuto de tensión antes de comenzar a escribir y encargar algún trabajo.
Escribiendo
El Vasco tragó saliva. La cosa se estaba poniendo fea. Nunca había vivido un momento tan peligroso en toda su vida. Y eso que estaba acostumbrado a lidiar con situaciones difíciles. El Vasco era de Sestao, allí se había criado en un paisaje dominado por chimeneas que echaban fuego, fachadas de ladrillo caravista ennegrecidas por la contaminación y jóvenes pinchándose heroína cerca de la estación de tren que unía Sestao al resto de localidades de la margen izquierda con Eskorbuto sonando de fondo. Eran los ochenta, cuando Bilbao era feo, muy feo.
Fue en el campus de la universidad estudiando Periodismo -no por vocación sino porque era la única carrera para la que le daba la nota- donde conoció a Eduardo. Allí hicieron buenas migas por su afición común a la pelota. Eduardo era de Logroño y a Leioa le llamaba Lejona, pero a pesar de todo le caía bien. No era lo único que tenían en común. Los dos andaban siempre 'pelados' de pasta y enseguida montaron un negocio bastante rentable que consistía en vender cocaína en el campus. Al principio era un business de poca monta, pero pronto conocieron en los garitos del Casco Viejo a gente de baja estofa y la venta al por menor se convirtió en al por mayor. Las cosas no salieron demasiado bien y estuvo pasando unas vacaciones en la cárcel de Basauri, donde conoció al Chino, un pekinés de muy mala hostia con el que hizo un curso acelerado de delincuencia organizada. A pesar de ser un tipo más que peligroso, el Vasco se partía la caja cuando le llamaba «Vasco cablón», recordó con una sonrisa en los labios.
Escribiendo
Pero todo aquello quedó atrás y el Vasco se regeneró, al menos un tiempo. Tras enamorarse hasta las trancas de la psicóloga de la cárcel, una rubia despampanante con una delantera que quitaba el sentido, acabó viviendo en un adosado de Villamediana, con jardincito y todo, ideal para tomar unas cervecitas con los amigos y para que jugaran los dos niños que tuvo con la psicóloga riojana. ¡Qué bien le estaba viniendo estos días de confinamiento! «Justo en la caseta del final de la calle del adosado se celebró aquella reunión con la que comenzó toda esta historia. Maldita la hora»-rememoró con fastidio.
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Con los años y tras un periplo por varios medios de comunicación, dónde tuvo malos rollos con la mitad de los compañeros, acabó trabajando en Diario LA RIOJA donde, ¡casualidad!, volvió a encontrarse con Eduardo, «El cocodrilo», como él le llamaba en sus tiempos en los que alternaban el rol de estudiantes y camellos. La amistad y la complicidad entre el cronista de pelota y él, que se había especializado en sucesos como su admirado José Ignacio, volvió a surgir como un flechazo amoroso.
Escribiendo
A ninguno de los dos les llegaba con el sueldo «para vivir y vicios», como decía Eduardo. Así comenzaron a retomar antiguas relaciones. «Los delincuentes no suelen rehabilitarse», sostenía siempre el Vasco. Enseguida el Chino volvió a aparecer en su vida. Sólo era el contacto de un negocio a gran escala de importación ilegal de animales exóticos, tanto para la caza como para la alimentación en restaurantes de postín. Ahora estaban de moda los pangolines. Habían traído decenas de contenedores llenos de estos bichos y todo había ido como la seda... hasta el 15 de marzo cuando se declaró el estado de alarma para contener «el virus de los cojones», como él llamaba siempre al coronavirus, y la cosa se había ido al carajo. Había mucho dinero que había cambiado de manos y no precisamente a las que tenían que haber ido.
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Volvió a la realidad.
- «¿Qué coño está escribiendo éste? Está poniendo la biblia. Señor B- pensó- »¡Qué nombre tan ridículo! Tenía que haber elegido un nombre más apropiado, Sr. Blanco por ejemplo, como el de 'Reservoir Dogs'. Y es que al Vasco le encantaban las películas de matones. Había visto miles.
Por fin, el mensaje se plasmó en pantalla.
- La habéis cagado. Venid ahora mismo. Y traed la cabeza del Chino. Su cuerpo debe estar flotando en el Ebro a la altura de Tudela. ¿Os ha quedado claro? - ordenó el Señor B.
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El Vasco volvió a tragar saliva. «Joder, lo sabe todo el muy cablón, como decía el Chino», pensó para sus adentros.
- Cristalino -contestó el Vasco, repitiendo su respuesta favorita de la película 'Algunos hombres buenos'.
Cortó la comunicación y exclamó:
- Eduardo, ¡vámonos de aquí ya! Los compañeros probablemente van a destapar todo el tema. Y encima, alguien ha escuchado tu conversación conmigo en el W.C. La cosa se ha torcido, pero bien.
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Bajaron atropelladamente las doce escaleras que les separaban del piso de abajo. Abrieron la valla de fichar a todo correr sin molestarse en decir adiós a Jesús, el vigilante de seguridad, que ni se enteró, absorto como estaba en la pantalla de su tablet donde veía 'Mujeres, Hombres y Viceversa'.
Al abrirse las puertas correderas, el fresco de la noche les golpeó en la cara y les alivió un poco la tensión.
- Vamos, hay que pasar por gasolinera de avenida de Burgos a por hielos para que la cabeza no huela. ¡Joder, que la tengo en el maletero del Kia!.
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- ¿Qué ha dicho el Señor B?
- Que vayamos echando hostias.
No tardaron ni diez minutos en llegar y aparcar en Jorge Vigón. Las calles estaban tan desiertas que daban miedo. «Puto coronavirus», volvió a bramar en voz alta. Algo que había repetido más de 500 veces a lo largo de aquellas semanas.
La subida en ascensor al último piso del edificio Capitol se les hizo demasiado corta. Ambos temblaban y tenían la garganta seca - y eso que se habían tomado un par de cervezas mientras compraban el hielo para conservar la cabeza del desventurado Chino-. Veinte pisos arriba, un gorila con cara de póker abrió la puerta del lujoso ático del edificio y les hizo pasar a un inmenso salón en forma de trapecio con un amplio ventanal que daba a la Gran Vía logroñesa, desierta y luminosa.
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De espaldas a los dos periodistas, contemplando la maravillosa vista, se recortaba la figura del desconocido jefe del malogrado negocio. A él le debían rendir cuentas de dónde estaba la pasta y qué había sucedido con los pangolines.
El Señor B era imponente como un castillo. Su calva relucía como si la hubieran frotado con un paño untado con cera. Lentamente se fue dando la vuelta. Sus ojos brillaban con fiereza y en su boca se dibujaba un rictus de desprecio y desagrado, como si fuera a dirigirse a dos insectos. La estampa acojonaba. Nada que ver con el afable y simpático personaje que saludaba cada día con una luminosa sonrisa desde su puesto de vigilante del periódico y siempre estaba dispuesto a ayudar a todo el mundo.
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Los dos se quedaron atónitos.
- ¡Hostia, Boris! ¡No jodas que tú eres el Señor B!
Continuará...
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