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Hacia la una de la tarde, las terrazas de la calle Portales están llenas. También las de la Gran Vía. Tras dos semanas de experiencia con el protocolo sanitario, todo parece discurrir sin contratiempos. La gente llega, pide la vez al camarero y se sienta. ... Hay un paisaje de cañas y cafés en las mesas vecinas. Incluso el enojoso proceso de quitarse la mascarilla, aunque no siempre resuelto con ortodoxia, se cumple con una cierta fluidez: hay quien se la deja colgando de una oreja y quien prefiere sujetarla por las cuerdecillas, pero todo discurre plácidamente. En la fase 2, la normativa permite que los bares atiendan a clientes en su interior, aunque sentados en las mesas y atendidos por un camarero. Todavía no se puede ir a la barra a pedirse un cortado. Quizá por eso (y quizá también porque hace un bonito día de mayo) muy poca gente se ha atrevido a cruzar los umbrales de las puertas para adentrarse en esos universos que llevan dos meses cerrados. En el Café Moderno hay una pareja comiendo en el interior. También un señor tomándose una caña. «Es cuestión de empezar», señala Adrián Moracia, «en un día como hoy, en el que ni siquiera hace mucho calor, se está muy bien en la terraza». Un poco más tarde, de la cafetería Noche y Día de la calle Portales salen casi diez personas que habían decidido sentarse dentro del local a tomarse el café. Forman una fila india frente al surtidor de gel hidroalcohólico y van rociándose las manos a medida que salen a la calle. Lo hacen disciplinadamente y en silencio. Hay algo castrense en su forma ordenada de abandonar la cafetería. La terraza exterior está llena, con pantallas entre las mesas para acrecentar el distanciamiento.
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A estas horas también echan a andar los restaurantes. No todos. Ni siquiera la mayoría. Un paseo por la calle Laurel permite descubrir un paisaje extraño, como un despertar perezoso. Hay muchos bares cerrados. Algunos están haciendo reformas. Otros, como el Pasión por Ti, han colocado ya el pizarrón con los menús. Abrían este lunes. «Tenemos mucha ilusión, muchas ganas», resume Víctor Ortega. Durante estos últimos días, en la fase 1, habían elaborado comida para llevar, pero ahora ya tienen las mesas preparadas para dar un pasito más. Junto a la pared hay enmarcado un código QR: ahí están encriptados los menús para que cada cual se los descargue en su móvil. «En general el protocolo de higiene es bastante sencillo -replica Víctor-, muy parecido a lo que teníamos que hacer en hostelería; lo principal ahora es mantener la distancia de seguridad entre las mesas».
Casi enfrente del Pasión por Ti, un clásico de la calle Laurel también ha abierto sus puertas, el restaurante Iruña. «Tenemos ganas de recuperar una cierta normalidad -explica Ana Ballujera-; aunque los comedores pequeños hemos tenido que hacer milagros». Para cumplir con las distancias de seguridad, el Iruña se ha quedado resumido en seis mesas. Se respira en el ambiente un cierto espíritu de resistencia que a veces podría confundirse con el optimismo. «Estamos animados. Creo que la gente tiene ganas de volver», asegura Ana. Y con ella coincide, desde el otro extremo de la calle, Óscar Iriarte, del Asador Tahití. El cronista se lo encuentra sacando brillo al letrero plateado que anuncia su restaurante. Ellos abren este miércoles. «Yo creo que a los restaurantes la gente va a volver pronto. Al fin y al cabo, estás en tu mesa, con los tuyos, y nadie te molesta ni te roza», puntualiza Óscar. «Quizá pueda haber algo de miedo la primera semana -concede-, pero... pronto se superará».
Ninguno de ellos cree que el COVID-19 conseguirá matar la calle Laurel. Algunos bares tendrán que cerrar y, cuando pase la marea, otros abrirán. «Esto es algo temporal; ya empezamos a estar en marcha», se anima Víctor Ortega. En la calle San Juan, el panorama es similar, aunque su pulso -al menos a estas horas- parece más débil. Un ambiente de lunes por la mañana: todo cerrado, silencioso, aletargado. En el Tastavín, sin embargo, hay ajetreo. Pedro Cárcamo ha decidido aprovechar el parón obligatorio para recuperar el comedor que tenía en el piso superior del bar. «Lo tuvimos abierto hasta el 2008 y ahora hemos querido recuperarlo», explica. No se trata de sumar un nuevo recurso, sino de cambiar el formato del establecimiento, ahora reconvertido en restaurante para 30 ó 32 personas. «Era una vieja idea a la que estaba dando vueltas desde hace tiempo, aunque nunca veía el momento adecuado para hacer un parón y acometerla. Ahora ese parón nos ha llegado impuesto y lo hemos aprovechado», sentencia. El nuevo Tastavín abrirá la semana que viene. «Hemos preferido esperar un poco para hacerlo todo bien, sin prisas, y ver cómo evolucionaba».
A las dos y media de la tarde, cuando los cronistas acaban su paseo, aun hay gente por las terrazas. Toman cañas y copas de vino blanco. Compran el pan. Cuando se ven, se saludan a distancia o chocan los codos. La ciudad parece un oso que acaba de despertarse de la hibernación y sale -tambaleante y hambriento- de su cueva.
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