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Son solo unos pocos metros cuadrados, no hay sitio para un recibidor, el acceso a la salita precisa de la entrada previa a la cocina para cerrar la puerta de la escalera... Pero Inmaculada sonríe feliz. Tras unos meses de pesadilla hoy se siente tranquila, con la seguridad por fin de tener un techo bajo el que cobijarse y una cerradura que echar por las noches.
A sus 66 años, la calle parecía su destino, un abismo que ha logrado driblar gracias al proyecto 'Housing First. Personas con hogar' de Cáritas La Rioja, que consiste en un acompañamiento especializado y la cesión temporal de una vivienda a una persona muy vulnerable y sin techo, quien asume únicamente el pago de los suministros.
El salón es sencillo. Un sofá, una mesita, cuatro sillas y un mueble-aparador que presiden varias fotos que Inmaculada llevaba en su ligero equipaje. Le cuesta empezar a hablar, quiere contar su historia, pero hay detalles, pasajes de su vida y situaciones dolorosas que no quiere hacer públicas. Están en su memoria, no se le van de la cabeza, la mayoría de las noches le impiden dormir... El relato le duele, a veces el llanto le impide seguir, pero hace un esfuerzo y revisa su vida, un calvario de malos tratos, de golpes físicos y mentales, un vía crucis de infelicidad. Pero sigue en pie.
A Inmaculada se le rompió la vida incluso antes de nacer. Su padre falleció sin cumplir los 20 años, solo cuatro meses después de la boda y sin poder conocer a su niña, una pequeña a la que aún le faltaban seis meses para llegar a este mundo. «A mi padre no lo conocí, viví con mi madre, siempre fuimos ella y yo solas. Con ella no me faltó de nada, ni comida ni ropa ni estudios... Pero jamás me demostró cariño. Ni un beso», rememora Inmaculada su niñez, parte de ella interna en un colegio. «Al acabar los estudios volví al pueblo, un municipio castellano, con mi madre y empecé a salir con un chico extranjero que había llegado a vivir allí. Yo tenía 19 años, pero empezaron los rumores, eran los años sesenta, y mi madre, por la presión del pueblo, cortó la relación y acordó mi boda con otro del pueblo al que yo le gustaba pero él a mí nada».
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Tras la boda, la pareja se fue a otra comunidad, donde muy pronto empezó un infierno de palizas, amenazas y horror. «En las vacaciones viajábamos a su tierra, a la casa familiar de sus padres, y hasta mi suegro me llegó a decir que si él me hubiera conocido antes no me hubiera dejado que me casara con él. Eso fue después de una paliza y le dijo a su hijo 'si le vuelves a poner la mano encima, te mato yo a ti'».
La pareja volvió a cambiar de región, pero las palizas siguieron. «Un día, ya harta, decidí irme y poner una denuncia en el juzgado, pero mi madre le avisó y vino detrás y me dijo que le perdonara que no lo iba a volver hacer nunca más y cometí el error de creerle. Volvimos a mi tierra y ahí comenzó mi auténtico calvario», se lamenta Inmaculada, que recita un ramillete de dramáticas anécdotas: «Me amenazaba con quemarme la ropa y mis hijas crecieron con ese ambiente. Cuando las niñas se dormían, venía a la cama, me intentaba tapar la cabeza con la almohada... Una y mil perrerías. En otra ocasión me encerró en la habitación y metió la goma del gas por debajo de la puerta, pero no logró nada porque yo abrí la ventana. Se había sacado el permiso de armas y de caza y siempre cargaba la escopeta con postas y me amenazaba apuntándome con ella. Así vivía yo y lo único que quería era que no descargara su odio con mis hijas». «Aguantaba y aguantaba, en aquellos años no podía hacer otra cosa, era imposible que yo pudiese sacar a mis hijas adelante, pero un día que llegó con una botella con ácido y me amenazó con tirármelo decidí presentar denuncia en el cuartel de la Guardia Civil». Nadie sabía nada. «Él tenía dos caras, en la calle era la persona más amable que te puedes imaginar, porque la cara mala solo la conocíamos en casa cuando se transformaba en el monstruo que era. Cuando puse la denuncia me dijo 'de la cárcel se sale, del cementerio no'».
Inmaculada cogió a su hija pequeña, las mayores tenían ya su vida, y se vino para La Rioja, adonde llegó con 38 años, hace 28. «Yo trabajaba de día, a todas horas, en lo que saliese, y tuve que dejar a mi hija interna en un colegio», explica para recordar uno de los pocos guiños que le ofreció la vida: «Conocí a un señor mayor, de 80 años, que para mí fue como el padre que nunca tuve, cuidaba a mi hija cuando salía del colegio y con el periódico en mano me acompañaba a todos los sitios a buscar trabajo. Yo tenía varios empleos. Él se ofreció incluso a casarnos porque le habían detectado una enfermedad y quería que me quedase la pensión de viudedad, pero yo no quería aprovecharme, solo lo veía como un padre».
Fue un espejismo. El destino parecía escrito con renglones torcidos. «Meses después conocí a otro hombre, parecía buena persona, y con el tiempo me fui a vivir con él». Todo parecía ir bien, pero entonces otra de sus hijas, la mediana, sufrió un accidente de moto y tuvo que dejar todos sus trabajos y marchar. Tres operaciones, varias transfusiones... «Me pasé tres años durmiendo en la silla de un hospital», aclara.
La nueva relación también empezó a romperse –«Me pegó dos veces y en una de ellas me abrió la cabeza»– e Inmaculada acabó en una casa de acogida, «con una depresión enorme, medicada y sin ganas de vivir».
Tras la separación, hace ocho años, él se marchó con otra mujer fuera de España y se llevó todo y una entidad bancaria embargó la casa. Inmaculada, ya con la relación muy deteriorada con sus hijas, también víctimas de tanta tragedia, partió hacia Extremadura. «Pasé varios años trabajando en lo que podía, incluida la pandemia, hasta que me ofrecieron ir a Andalucía para cuidar a un señor de 80 años que se tenía que poner insulina a diario. Después de lo que había pasado en mi vida no me pareció mala solución, me fui allí y me empadroné como me dijo él. Otro gran error», admite, para confesar que «él buscaba algo más y como no quise me echó».
El año pasado Inmaculada volvió a La Rioja, casi con lo puesto: «Ya no podía trabajar y, por la depresión, las hernias discales y la vista, me habían concedido una pensión no contributiva de 400 y pico euros, pasé unos días en una pensión, pero el dinero se empezó a ir y pedí ayuda en la Red Vecinal, pero ellos no tienen pisos de acogida ni nada y acabé en el albergue y con pases para comer en la Cocina Económica».
De inmediato empezó el vértigo. «Yo creí que me volvía loca, es una de las peores cosas que te puede tocar en esta vida. Cada día tenía que salir a buscar un piso o una habitación porque hay un plazo máximo para estar en el albergue y me renovaban el permiso cada tres días. El día que me tocaba renovar era terrible, no podía dejar de temblar hasta que me daban el papel nuevo, porque siempre estaba el miedo de acabar en la calle».
Pasaron casi dos meses y medio. «Yo no podía hacer nada más porque había perdido mi empadronamiento aquí», aclara. A finales de abril, ya desesperada, se decidió a llamar a la puerta de Cáritas. Y a principios de mayo llegó el salvavidas. «Me llamaron para decirme que iba a poder tener una casa. ¡Ay, Dios mío! En ese momento me cambió la cara».
El 9 de mayo llegó a su nuevo hogar. «Miraba y miraba y todo lo veía bonito. El primer día lo pasé mal por la noche, no podía dormir, no sé si por el silencio, pero poco a poco me fui haciendo», asegura para recuperar la sonrisa sin que la tristeza haya abandonado del todo sus ojos: «Estoy tranquila, sé que me despierte a la hora que me despierte estoy bajo un techo y con una puerta cerrada y eso me da la seguridad que necesitaba», confiesa, para añadir: «Ahora solo espero poder pasar un tiempo aquí, que me dejen tranquila y poder ir olvidando todo lo que he pasado en esta vida, aunque sé que es imposible. Siempre me quedará la duda de cómo hubiese sido mi vida si mi padre hubiese estado. Creo que no hubiese vivido el caos que he sufrido».
En su nuevo sueño no está sola. Recibe ayuda psicológica de Movimiento por la Paz y, además, los voluntarios de Cáritas la acompañan en todo lo que necesite. «Cáritas me lo ha dado todo, me ha salvado, porque mi único destino ya era la calle. Lo he pasado mal en esta vida, horrible, pero en esta ocasión Dios no se ha olvidado de mí», concluye agotada tras tres horas de dolorosos recuerdos.
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