El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, consuela a un miembro de su gabinete en el funeral de su hijo, un soldado israelí fallecido en el norte de Gaza. Reuters

Gaza: ¿Y ahora qué?

La guerra de verdad es entre Netanyahu y el Estado de Israel, cuyas instituciones nunca previeron que surgiera una figura de corte mesiánico como él se cree que es

Adolfo García Ortega

Escritor y premio Samuel Hadas

Sábado, 9 de diciembre 2023, 19:00

En Gaza, para prever los futuros movimientos en un escenario de guerra hay que conceder un espacio a la esperanza de un porvenir habitable. Superar la enorme muralla de odio y rencor requiere una política realista e inteligente, no ciega. A priori, la impresión es ... que el conflicto palestino-israelí puede acabar dentro de muchos años (tres generaciones) o, por el contrario, en un plazo muy breve. La historia ha dado muestras de situaciones que parecían atascadas o anquilosadas y en poco tiempo se superaron los obstáculos insalvables. Fue con líderes como Mandela, Gorbachov o incluso Isaac Rabin. Esta es la clave: la renovación de liderazgos.

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Por la parte de Hamás, ahora ensoberbecido, su mayor logro es haber agitado las aguas en el mundo para blanquear su perfil de movimiento antisemita y represor de corte islamista. Además, ha fusionado su identidad con la de todos los palestinos como conjunto monolítico. Su ataque cruel y racista a Israel ha dejado en entredicho a su rival laico, la Autoridad Palestina de Fatah, extendiendo la guerra a Cisjordania. Este frente puede abrirse con mayor violencia aún, y sería en el corazón religioso y político del país, algo que, en realidad, no convendría a nadie.

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También puede abrirse el frente de Hezbolá en el norte. Esto, sin embargo, es menos probable. No le interesa a Líbano entrar en una guerra, dado que sigue siendo un país con una estabilidad muy precaria. Hezbolá no hará nada que no cuente con el apoyo de Irán, un apoyo que, de producirse, metería a Irán en una situación en la que EE UU, Israel y Arabia Saudí actuarían abiertamente en su contra. Irán es un actor débil, está tambaleado por varias crisis internas y no dará el paso. Cuenta, además, con el apoyo de China.

China tiene un papel que jugar, al menos es lo que la inercia geopolítica le acabará exigiendo. Puede hacer que Putin no salga derrotado (al menos del todo) en Ucrania, recuperando a Rusia como interlocutor en países que pueden influir en Hamás, como Siria o Turquía. Cuando llegue el momento final, China podría ser un garante para países administradores de Gaza, como Egipto y Jordania, ahora revitalizados.

¿Y por la parte de Israel? El primer plano está puesto en los rehenes. Han de ser liberados. La tregua de varios días no le ha salido bien a Netanyahu. La imagen que corría por todo el mundo era la de los presos palestinos de Cisjordania celebrando una victoria. Y aún queda por liberar a la mayoría de secuestrados israelíes. Se seguirá, pues, bombardeando Gaza, se negocie o no su rescate. Ahora en el sur, donde, junto con su población, incluso mezclándose con ella, han ido huyendo las milicias de Hamás -milicias, no lo olvidemos, son civiles armados-, con sus líderes, el mayor y peor de todos, Yahya Sinwar, escondido, al parecer, en Yan Yunis. Por tanto, Israel va a seguir hasta acabar con Hamás. O casi.

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La idea de los dos Estados no cuajará hasta que los nuevos liderazgos se hayan librado de Netanyahu

Pero nada de todo lo que se pueda decir sobre el futuro de esta guerra tiene sentido sin entender la verdadera raíz del problema. Y la raíz del problema no es sólo Hamás, es también Netanyahu. Hay dos guerras: una es contra Hamás y la otra es de Israel con, contra, sobre o bajo Netanyahu. Lo que es y lo que ha hecho Hamás es obvio. Como es obvio que el terrorismo de Hamás es útil para los argumentos radicales supremacistas de figuras como el ultra Itamar Ben-Gvir, ministro de la Policía. La que no es obvia es la figura de Netanyahu. Hay que observarlo en su complejidad como un Mussolini moderno. Y se equivocan quienes creen que está acabado o que saldrá del escenario político al terminar la guerra. La guerra de verdad es entre Netanyahu y el Estado de Israel, cuyas instituciones nunca previeron que surgiera una figura de corte mesiánico como él se cree que es. Israel padece a Netanyahu como los palestinos padecen a Hamás.

Netanyahu prolongará la guerra. Quizá espere a que Trump gane las elecciones, lo cual no está claro aún, pero tampoco está claro que Trump le dé entonces un cheque en blanco. Arrasada la Franja a nivel militar, la guerra adoptará pronto la forma de un control de seguridad en Gaza previo a cualquier opción de administración palestina o mixta. Y este control durará lo que Bibi necesite para prolongar el juicio que tiene pendiente en Israel. Eludir ese juicio es la causa de todo lo que él ha tramado en los últimos años: presentarse a las elecciones, no ganarlas pero gobernar con los partidos más ultraderechistas, introducir una ley contra el Tribunal Supremo que, de aprobarse, supondría la promulgación en cascada de un centenar de leyes radicales que podrían destruir al propio Israel.

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La población de Israel está quebrada, pero una mayoría está surgiendo para producir el cambio. Un cambio de liderazgo. Porque no la representa el actual Gobierno. Hay un hartazgo absoluto y hay resistencia, es un país fuerte y capaz. La situación política, sin embargo, es volátil. Cualquier acción de renovación política vendrá dada por la vía parlamentaria: con una mayoría tan frágil, el simple cambio de voto por parte de algunos parlamentarios puede hacer caer el Gobierno. Y hay muestras recientes, como el escándalo habido en la Knesset para ampliar el presupuesto de 2023 o la amenaza de Arnon Bar-David, jefe de la Histadrut -la organización de sindicatos de Israel- de llevar al país a una huelga general, con consecuencias materiales y simbólicas de enormes proporciones políticas, ahora que la economía de Israel está en momentos críticos. Puede haber una crisis institucional enorme. Y puede haber elecciones, que serían inciertas si no gana una coalición contra Netanyahu.

Pero mientras no se retire a Bibi de la política, mientras no acabe arrestado o incapacitado para influir en el poder, no habrá más que fragilidad en una nación que tardará en recuperarse del golpe de esta guerra de herida tan profunda. Es cierto que las imágenes de Gaza son terribles, tienen incluso un lado de perversidad que Hamás sabe administrar en nuestras conciencias tan morales y tan poco historicistas, pero no se podrá resolver nada si no se comprende la profundidad de la herida en Israel.

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Ya en 2011, en una conversación con el escritor Abraham B. Yehoshúa, este dijo que la vía de los dos estados es el mayor problema político y humano que ha de resolver Israel. Y, añadió, «ha de hacerlo en un contexto incierto, amenazante y dramático. Y no basta con que Israel reaccione, los gobernantes palestinos también han de hacerlo. Pero que no lo hagan, no debe justificar nuestra pasividad o nuestras trampas». En este contexto, la de los dos estados es una idea bienintencionada que no cuajará hasta que los nuevos liderazgos pasen por haberse librado de Benjamín Netanyahu. Y, por supuesto, de Ismail Haniyeh, el jefe supremo de Hamás, a quien los niños muertos en Gaza no le borran su sonrisa criminal en Qatar.

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