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Donald Trump es un hombre acostumbrado a crear polémica. En la más reciente, porque aumentan a medida que se acerca su investudira como presidente de EE UU el 20 de enero, ha propuesto hacerse con Groenlandia, amén del Canal de Panamá e incluso ha creído conveniente anexionarse Canadá. «Los necesitamos por razones de seguridad económicas», ha dicho ante el natural rechazo de los mandatarios de los territorios aludidos.
Su empeño es claro por la isla helada. Ya la reclamó en su anterior legislatura. Y mientras anunciaba recientemente al nuevo embajador en Dinamarca, sostuvo que la «propiedad y control» de Groenlandia es «una necesidad absoluta» para la seguridad nacional estadounidense. El primer ministro groenlandés, Mute Egede, no tardó en contestar: «No estamos a la venta ni nunca lo estaremos».
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La respuesta del Gobierno de Dinamarca llegó por la vía de los hechos, anunciando un incremento del gasto en defensa de la isla más grande del mundo. Unos 1.940 millones de euros para dos patrulleros y otros equipos militares, además de la modernización de uno de los tres aeropuertos civiles para que puedan aterrizar aviones de combate F-35. Con todo, la presencia de las tropas danesas en este territorio es escasa, apenas 75 efectivos del Mando Ártico.
La cuestión ha impactado en la política y economía danesas. Este pasado jueves los líderes de todos los partidos celebraron una reunión extraordinaria con la primera ministra y algunos le echaron en cara su tibieza ante Trump al limitarse a restar importancia a su idea. Pero Mette Frederiksen tiene el recuerdo del grave episodio diplomático de 2019, cuando calificó de «absurda» la misma propuesta y Trump, entonces en la Casa Blanca, canceló un viaje oficial a Dinamarca. La patronal de la industria ha llamado esta semana a la calma porque «nadie tiene interés en una guerra comercial» con su «principal socio» internacional, y menos en que la Casa Blanca implante aranceles.
Trump no es el primer inquilino del Despacho Oval que pone su punto de mira en Groenlandia. Considerada parte de la masa continental norteamericana, su capital, Nuuk, está más cerca de Washington que de Copenhague. En 1867 Andrew Johnson tuvo sobre su mesa un informe que exploraba la posibilidad de comprar Groenlandia, y quizá Islandia, por su posición estratégica y sus abundantes recursos. Pero hubo que esperar hasta 1946 para que la Casa Blanca hiciera una primera propuesta en firme. Cien millones de euros ofreció Harry Truman para hacerse con el territorio, después de barajar intercambiar tierras de Alaska por zonas de Groenlandia. Pero Copenhage declinó la oferta.
Groenlandia es un enclave semiautónomo, ligado a Dinamarca desde el siglo XIII. En 1953 se integró de forma oficial en el Estado danés, pero hasta 26 años después no adquirió el autogobierno. Así, el Ejecutivo de la isla gestiona la mayoría de los asuntos internos, mientras que Copenhage se reserva la política monetaria, las relaciones exteriores y la defensa. Otorga además una aportación anual de 550 millones de euros para cubrir las necesidades de los groenlandeses, más 200 millones de los costes de servicios públicos como la Policía o los juzgados.
Desde 2009 la Constitución contempla que Groenlandia pueda declarar su independencia y Egede pretende convocar un referéndum de autodeterminación si revalida en abril el cargo de primer ministro. Ha proclamado que la isla debería liberarse de «las cadenas del colonialismo», en un reflejo del aumento del sentimiento nacionalista, especialmente entre la población más jóven.
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Con apenas 56.000 habitantes -nueve de cada diez de ellos, inuit-, las nuevas generaciones muestran un interés creciente en conocer la cultura y la historia de sus ancestros. Los inuit se reparten por 53 comunidades en Canadá, a las que se añaden las de Alaska, Rusia y Groenlandia. Hace poco, el Gobierno de Copenhage pidió perdón por la separación de familias en 1950, cuando se llevó a decenas de niños inuit de sus casas para asimilarles a la educación danesa. El sentimiento de agravio y la reivindicación de la cultura propia obligan a las autoridades centrales a moverse con tiento. De ahí que Mette Frederiksen respondiera ante el desafío de Trump que son los groenlandeses quienes deben «decidir su porvenir». Y lo sondeos son claros: quieren la independencia.
La mayor parte de la población se concentra en la costa sur de la isla más grande del mundo, situada entre Europa y Norteamérica, frente a Canadá. El hielo cubre el 85% de los más de dos millones de kilómetros del territorio, escondiendo los aparentes tesoros que hacen tan atractiva a la isla, de una extensión que es cuatro veces la de España.
La población es muy joven. Cuatro de cada diez ciudadanos tiene menos de 25 años. Pero se enfrenta a graves problemas sociales: abusos, violencia, suicidios, alcoholismo… Más del 30% de los habitantes ha sido víctima de una agresión sexual, sobre todo durante la infancia. Los abusos, vinculados con frecuencia al consumo de alcohol y drogas, tienen especial incidencia en los hogares más pobres y en las regiones más recónditas. Hay más abortos que nacimientos, lo que se relaciona con las dificultades económicas, la falta de educación sexual y el alcoholismo.
Sólo uno de cada dos groenlandeses llega a la universidad y muchos jóvenes que quieren seguir estudiando deben mudarse de su pueblo natal incluso a Dinamarca. El territorio destaca por sufrir una de las tasas más altas de suicidio, uno por cada 1.000 habitantes cada año. La mitad de estas muertes afectan a jóvenes y hombres.
🇺🇸🇬🇱 | Donald Trump Jr. landed in Nuuk to discuss the possibility of the US buying Greenland
— GENCO (@gencostocks) January 7, 2025
To most, this idea sounds absurd. What's the point?
It's actually incredibly strategic & I believe I've pinpointed why this is likely to happen...🧵pic.twitter.com/QH4YC3gjuS
Todo ello ocurre a pesar de su fuerte economía, con un PIB de 3.140 millones de euros que, aunque supone un 0,2% del español, se traduce en una renta per cápita de casi el doble (55.448 euros frente a 31.714). Además de su ubicación estratégica, posee reservas minerales y petrolíferas sin explotar, aunque nadie conoce exactamente lo que se acumula bajo cientos de metros de hielo. La complejidad técnica de la extracción de estos elementos no los hace rentable mientras permanezca la capa helada. En el pasado Noruega y Rusia renunciaron a su minería.
Se calcula que hay yacimientos minerales: rubí, hierro, aluminio, níquel, platino, tungsteno, titanio, cobre y uranio. Pero la joya de la corona son las tierras raras, denominadas «el oro verde» por su escasez en la corteza terrestre, que son claves por su importancia en la fabricación de tecnología y productos de consumo. En la actualidad, es un negocio al alza. Se prevé que su demanda se quintuplique en 2030 y conforma una de las grandes batallas en la guerra comercial entre Estados Unidos y China. El mercado internacional tiene una fuerte dependencia de Pekín, el principal proveedor de estos minerales con más del 80% de la producción mundial.
Los países que orbitan sobre Groenlandia, entre ellos Rusia y China, ven en el cambio climático un motivo para tomar posiciones. El creciente deshielo hará no sólo que resulte más fácil acceder al subsuelo mineral sino que abre la posibilidad de nuevas vías fluviales en la región ártica. La ruta más corta entre América del Norte y Europa atraviesa este enclave.
El interés estratégico estadounidense no es de ahora. Ha cobrado gran importancia para Washington desde la Guerra Fría cuando estableció allí un aeródromo militar y una base de radar. Ahora mantiene la base espacial de Pituffik, el destacamento más septentrional del ejército americano. Vigila cualquier misil que pueda ser lanzado contra EE UU desde Rusia, China o Corea del Norte. Asimismo, la instalación le permite enviar proyectiles o barcos hacia Asia o Europa de una manera más ágil.
Todas las grandes potencias están interesadas en este rincón del mundo. Pekín pretende crear nuevas rutas con rompehielos para sus productos a través del Ártico y ha hecho grandes inversiones en Groenlandia con la vista puesta en el momento que el hielo haya desaparecido, aprovechando el sentimiento de desafección hacia Dinamarca que existe entre los inuit.
Por su parte, Rusia diseña un plan para construir ciudades en la costa de Siberia. El Kremlin calcula que en 2030 el hielo marino habrá desaparecido por completo, como mínimo en la época estival. Gran parte del Ártico no tiene dueño y la recesión glaciar abre una batalla por su control entre las hegemonías mundiales.
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