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Para cuando Daniela Tapia, de 36 años, llegó el martes a Ciudad Juárez, después de una travesía de dos meses por siete países, ya era de noche. Preguntó por dónde quedaba la catedral y se fue con su hatillo a recostarse en el pórtico. Allí ... la despertaron cuatro hombres a punta de navaja. Tuvo suerte, solo le quitaron la mochila con todas sus posesiones.
«Después de llegar tan lejos, ¿ahora con qué me voy a presentar en la frontera?», se lamentaba la mujer. Venía de lavarse en un chorro de agua que le habían mostrado otros compatriotas venezolanos. Lavó la ropa y se la volvió a poner mojada, a falta de otra muda. Tampoco tiene ya teléfono para llamar a su familia, ni cédula de identidad o papel alguno. Sólo unos cuantos amigos que acaba de hacer, «porque aquí se hacen amigos», agradece al salvadoreño Giovanny Orellano, que acababa de incorporarla a su pequeño núcleo de protegidos con su mujer y su cuñada. Los cuatro, a su vez, disfrutaban de la sombra que compartían dos mujeres más veteranas en esa esquina de la Presidencia Municipal de Ciudad Juárez, donde una sábana a modo de toldo es un patrimonio inmobiliario.
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Mercedes Gallego
Tras recorrer 5.000 kilómetros ya sólo les separan unos metros del Puente Internacional Paso del Norte, en cuya máquina de entrada aspiran a echar seis pesos para que gire el torniquete y les deje salir al encuentro del sueño americano. Hay otros caminos, pero ellos aseguran que quieren «hacer bien las cosas». Por eso siguen peleándose en el móvil con la aplicación de CBP One, que debería darles una cita para que a mitad del puente los reciba un funcionario estadounidense con el que iniciar su solicitud de asilo político. Si sólo fuera así de fácil…
«Me dice que actualice la versión y cuando la descargo me vuelve a pedir que la actualice», cuenta frustrada una de las venezolanas. «Yo he llegado a rellenar el formulario pero cuando le doy para que me salga la cita se queda colgada dando vueltas», respondía la otra. Y eso es ya con la versión 2.0, que se estrenó esta semana con la promesa de mil citas diarias. La anterior era un galimatías tecnológico que recordaba al fiasco de Obamacare y su portal imposible para seguros médicos subsidiados. Para ser el país de Silicon Valley, a Washington se le resiste la tecnología tanto como a ellos el Primer Mundo que tienen a dos pasos.
Desde Washington la frontera sur es una línea azul en el mapa por la que se ahogan las mejores intenciones. Por ahí peligra también la campaña de Joe Biden, que se convirtió en presidente gracias a victorias clave en Arizona y Nevada. Recogió el 56% del voto hispano con la promesa de una reforma migratoria, y el del estadounidense medio con la esperanza de implementar un proceso ordenado en su patio trasero que sustituyese a la xenofobia de Trump. En lugar de ello el caos se ha apoderado de la frontera. El Título 42 activado durante la pandemia para expulsar expeditamente a los inmigrantes sin necesidad de escuchar sus casos de asilo político la convirtió en un coladero, porque al no ser formalmente deportados nada les impedía seguir intentándolo cuántas veces fuera necesario.
Desde este viernes eso se ha acabado. Todo el que sea aprehendido por haber cruzado ilegalmente la frontera pasará unos días en la «hielera» de los centros de detención y saldrá deportado con el aviso de no volver a intentarlo en cinco años so pena de ser encarcelado, no ya con otros inmigrantes sino con delincuentes comunes. «Y eso, mi amigo, sí que no», se resiste Orellana. «Yo he dejado El Salvador para que no me metan en la cárcel con cualquier excusa por ser de la oposición, no para acabar ahora en una cárcel gringa».
Su viaje por la espina dorsal de Centroamérica ha sido más fácil que el de los venezolanos, que antes han tenido que escapar a Colombia, atravesar la jungla del Darién hasta Panamá, subir todo Costa Rica, pasar por la Nicaragua de Daniel Ortega, completar el triángulo centroamericano de Honduras, El Salvador y Guatemala, y escapar de los carteles mexicanos de autobús en autobús o jugársela a lomos de La Bestia, el tren de carga más peligroso de América Latina, que escupe los brazos y piernas de aquellos a quienes les fallan las fuerzas después de tantas horas o días agarrados a su esternón de hierro.
En los autobuses la Policía mexicana les para rutinariamente para cobrarles un impuesto revolucionario de 50 dólares por cabeza que la mayoría paga sin rechistar. Mucho mejor que los 500 que exigen los carteles. «Cuando te preguntan si tienes «un guía» esperando para ayudarte a cruzar la frontera nunca puedes decir que sí, porque eso quiere decir que tienes más dinero», explica Orellana. «Conocimos a una familia con cuatro bebés que por decirlo los bajaron del autobús y se los llevaron en unas furgonetas blancas. Sentimos mucho pesar por ellos, nunca sabremos qué les pasó».
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Mercedes Gallego
Biden está dispuesto a desalentar la peligrosa travesía con mano dura y un sistema en diferido que permita iniciar el proceso remotamente, pero hasta ahora la arbitrariedad con la que se aplican las reglas en la frontera ha alimentado todo tipo de rumores. «La frontera no está abierta», ha tenido que decir esta semana el secretario de Seguridad Doméstica Alejandro Mayorkas. Para el migrante, entregarse a las patrullas y recibir una cita judicial para dentro de dos o tres años equivale a un salvoconducto con el que llegar a su destino y empezar a trabajar.
«Mi premio será comprarle una lavadora a mi madre, terminar de arreglarle la casa y mandarle dinero para que llene la nevera y cocine lo que le dé la gana», decía entusiasmado Jorge Luis Benítez del otro lado del puente, tras haber conseguido el papel que le permitirá seguir camino hasta su cita judicial en julio de 2025. Así de colapsado está el sistema dentro de Estados Unidos, incapaz de hacer frente a la entrada de hasta 10.000 personas diarias que se esperan en estos días.
Si lo que Biden busca es humanizar el sistema de forma ordenada, los grupos de Derechos Humanos de los migrantes le sugieren que empiece por recibirlos con centros de información sobre las diferentes vías para entrar en el país, en lugar de tanques y alambradas. «A muchos les bastaría con poder trabajar aquí unos años a través de un programa como el de los braceros -que en los años 50 y 60 otorgaba 200.000 permisos temporales al año a jornaleros mexicanos-. Eso les permitiría ahorrar algo de dinero para volverse a casa y resolvería aquí las vacantes laborales que los estadounidenses no quieren», explica Betty Camargo, directora de Programas Estatales de la organización Border Network for Human Rights. Para ella, lo que se juega estos días es, como diría Biden, el alma del país. «El Paso es el nuevo Ellis Island», sentencia. «Con la política que aceptemos en la frontera se va a definir el carácter de la nación, que fue creada por migrantes como estos en busca de una mejor vida y huyendo de la persecución. Podemos criminalizarlos o hacer honor a nuestra historia». Y esa es la tesitura a la que se enfrenta el octogenario presidente en el ecuador de su mandato.
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