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En agosto de 2021 el mundo contempló estupefacto el veloz avance de los talibanes hasta la capital de Afganistán, que obligó a los estadounidenses a salir corriendo con lo puesto. Muchos se preguntaban indignados por qué las fuerzas afganas que habían entrenado durante veinte años ... no luchaban para defender a ese Gobierno «democrático». Ahora, una investigación bautizada como 'American's Monster', que revela los cientos de crímenes cometidos por el jefe de Policía de Kandahar, un depredador humano llegado al cargo con la cobertura de EE UU, permite entender, en parte, por qué los estadounidenses nunca se ganaron los corazones afganos en las zonas talibanas. Cómo estos ciudadanos llegaron a odiar la democracia estadounidense por culpa de los monstruos que había creado.
La frase se le atribuye a Franklin Roosevelt, en referencia al dictador nicaragüense, Anastasio Somoza: «Somoza puede ser un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta». Desde entonces se ha repetido con otros tiranos, como el dictador dominicano Rafael Trujillo. También podría decirse de Abdul Raziq, que bajo la protección estadounidense ascendió a jefe de Policía en Kandahar, donde se le atribuyen miles de desaparecidos y ejecutados.
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Según contaron los testigos al rotativo, en 2010 ordenó la ejecución de dos hombres en plena plaza como escarnio público: «Vais a aprender a respetarme y a rechazar a los talibanes, porque si no, volveré a hacer esto una y otra vez sin que nadie vaya a pararme».
Para esta investigación realizada a lo largo de un año, el 'New York Times' partió de 50.000 quejas escritas a mano entre el 2011 y 2021 para ir casa por casa hasta recoger pruebas de 368 casos, lo que «con seguridad se queda muy corto». El rotativo solo tomaba en consideración aquellos casos que había podido verificar personalmente con al menos dos testigos y documentado con denuncias u otros informes gubernamentales.
Los mandos estadounidenses lo sabían, pero no querían saberlo, porque estaban convencidos de que era la única persona que podría ayudarles acabar con los talibanes. «Sabíamos lo que estábamos haciendo, pero no teníamos alternativa», le dijo Henry Ensher, un funcionario del Departamento de Estado que supervisó múltiples plazas en Afganistán, incluyendo la de Kandahar, donde trabajó con Raziq.
Altos mandos del Pentágono confiesan ahora que «la razón por la que hay insurgencias es la injusticia, y Raziq representaba la peor. Creó la injusticia que le dio ventaja a los talibanes». A pesar de sus crímenes, no había político o militar estadounidense que visitara la zona sin que se reuniera con él y lo alabase públicamente por su heroísmo y patriotismo. De hecho, cuando los talibanes lo mataron a tiros en octubre de 2018, caminaba junto a un alto comandante estadounidense, el general Austin Miller, que le celebró como «un gran amigo». El Gobierno afgano le hizo un monumento.
«A veces le preguntamos por incidentes sobre violaciones de derechos humanos y cuando nos contestaba nos quedábamos mudos, pensando si nos estaríamos implicándonos en un crimen de guerra solo por escucharlo», dijo Ensher al rotativo.
La brutalidad y los asesinatos son parte de la denominación de origen, pero la ola de desapariciones forzadas resulta ser la mayor desde la salida de la Unión Soviética en 1989, según las cuentas del 'New York Times'. De esa época data también el entrenamiento de Raziq como adolescente, cuando luchaba junto a su tío contra ese gobierno extranjero. Su tío fue asesinado en 1994 por los talibanes, que colgaron su cuerpo del cañón de un tanque. Cuando siete años después comenzó la invasión estadounidense, Raziq se unió a ella en una milicia para limpiar Kandahar de talibanes. La misma que luego reclutaría para que le sirviera como cuerpo de policía. Analfabeto, pero inteligente y carismático, se le conocía por ser un guerrero intrépido, excelente conocedor del desierto y las zonas áridas de Kandahar donde se escondían los talibanes.
Los comandantes estadounidenses sabían que era corrupto y que dirigía asociaciones delictivas al estilo de la mafia para comerciar por la frontera, probablemente involucrado también en el tráfico de heroína. La ONU y otras organizaciones elevaron las quejas de asesinatos extrajudiciales, torturas y desapariciones, pero el coronel Andrew Green, que trabajó con él en 2010 y 2011, dice que verificarlas hubiera sido imposible por haber ocurrido en la profundidad del territorio talibán. «En Afganistán la Policía dispara a la gente. No se puede decir que eso sea algo bueno, pero es lo que hay», justificó.
Como el sistema judicial está corrupto, el propio Raziq castigaba a sus oficiales cuando le traía detenidos, en lugar de hacerlos desaparecer. Los que rehusaban, eran despedidos. Y los detenidos en sí no tenían más valor que el que se pudiera extraer de ellos durante interrogatorios bajo tortura. Como el de Nisar Ahmad, de 23 años, detenido por dos hombres de paisano a punta de pistola, poco después de que uno de los comandantes de Raziq fuese víctima de un atentado bomba. Lo metieron en un contenedor, donde algunos hombres de paisano y otros de uniforme le golpearon sin piedad. Le metieron en la boca una bolsa de plástico, mientras le echaban agua por la cabeza hasta sofocarlo, y le retorcieron los genitales hasta dañárselos de forma permanente. «Cuando confesé dejaron de torturarme», contó. Esa noche se lo llevaron con los ojos vendados hasta lo que cree era la estación de Policía de la ciudad de Kandahar, de donde su padre lo sacó tras pagar la exorbitante cantidad para un afgano de 900 dólares. Fue uno de los afortunados, porque ninguno de los desaparecidos que ha investigado 'The New York Times' ha sido encontrado.
«Los talibanes no necesitaban hacer desaparecer a la gente, simplemente la mataban donde la encontraban», contó Hasta Mohammad, antiguo funcionario de gobierno a cargo del distrito de Panjwai en Kandahar. «Era el Gobierno el que hacía desaparecer a la gente, porque sabía que estaba haciendo algo ilegal».
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