El frente de la guerra ideológica del conflicto de Gaza se ha trasladado a Estados Unidos. Tanto a las universidades, donde los estudiantes se han convertido en la conciencia moral de una gran parte de la población que exige a Joe Biden que ponga fin a su complicidad en la contienda, como a las propias calles, en las que los ciudadanos también debaten con calor sobre lo que ocurre en Oriente Medio.
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Una batalla dialéctica que durante los últimos días se ha visualizado en los campus, con jóvenes acampados para exigir una lista de demandas para la Administración Biden, a la que reclaman que corte sus vínculos con compañías cercanas a la maquinaria bélica de Tel Aviv. Los jóvenes han desafiado el peligro de ser arrestados o incluso heridos por las contundentes intervenciones de la Policía, pero también el riesgo de ser suspendidos por las direcciones de las instituciones académicas.
Los rectorados se encuentran a su vez sometidos a la presión de sus importantes donantes judíos para que actúen con firmeza en la supresión de las protestas bajo la amenaza de cancelar sus cuantiosas dotaciones financieras. Como resultado, han recurrido a las fuerzas de seguridad para desalojar a unos jóvenes alumnos que consideran radicalizados propalestinos y antisemitas.
El brote de las protestas contra la guerra ha incrementado el escrutinio público de las importantes donaciones financieras privadas que llegan a las principales universidades, tanto las que provienen de entidades y financieros judíos como las que se reciben de países árabes como Catar. Estas aportaciones millonarias, en algunos casos opacas, están destinadas a influir en la diversidad identitaria y cultural del cuerpo estudiantil.
Las acusaciones a Catar por parte de activistas y periodistas proisraelíes de invertir fondos en los movimientos de protesta obligaron esta semana a su embajador en Washington, Meshal Hamad al-Thani, a refutarlas a través de X (antes Twitter) señalando que «su país no es un gran donante de universidades estadounidenses».
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La movilización del alumnado universitario ha obligado asimismo al Gobierno de Tel Aviv a tomar medidas antipropaganda mucho más agresivas que las tradicionales herramientas a las que recurre para luchar contra el antisemitismo y contener las críticas a la guerra mientras se impone el relato público a su favor.
A través de las organizaciones estadounidenses que conforman su lobby, el poderoso AIPAC (Comité de Asuntos Públicos Estadounidense-Israelí) y sus aliados, el Ejecutivo de Benjamín Netanyahu ha logrado durante décadas mantener el flujo de la ayuda militar y tecnológica norteamericana. Lo ha hecho gracias a una activa influencia sobre los miembros del Congreso, a los que agasaja y mantiene bajo presión con sustanciosas donaciones en las campañas electorales.
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El AIPAC representa al actual poder político de Israel, no a los judíos, que conforman un espacio cultural y geográfico mucho más amplio. De hecho, los hebreos estadounidenses de izquierda desde el comienzo del conflicto de Gaza han organizado protestas multitudinarias contra la guerra y a favor de los palestinos en calles y campus universitarios.
El lobby del Gobierno de Tel Aviv, que incluye a otros grupos como la Mayoría Democrática de Israel (DMFI) y la Organización Sionista de América -cercana al Likud (el partido del primer ministro) y aún más a la derecha y más militarista que el AIPAC-, ha intensificado la presión sobre los republicanos del Congreso.
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Así, el presidente de la Cámara de Representantes, Mike Johnson, ha endurecido su retórica con amenazas de corte de suministros federales a las universidades e incluso ha pedido el despliegue de la Guardia Nacional de no producirse una paralización inmediata de las protestas que califican de antisemitas.
2.000 personas
han detenido las fuerzas de seguridad en Estados Unidos durante las protestas propalestinas que se han extendido por diferentes universidades del país.
Gran parte de los fondos privados proviene de entidades como la Fundación Miriam Sheldon y Miriam Adelson, un importante donante de la congresista republicana de Nueva York, Elise Stefanik, una de las voces más críticas contra las protestas en Columbia.
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La estrategia en la calle es menos decorosa. Por medio de turbios y dudosos vídeos, ampliamente desacreditados, se fabrica desinformación de presunta violencia contra los judíos y eslóganes antisemitas que se hacen llegar al presidente en la Casa Blanca, y se distribuyen en el Congreso y los medios de comunicación, donde los aliados del lobby de Israel se aseguran una presencia frecuente y consistente.
En algunas universidades se han visto equipos con cámaras de supuestas entidades de noticias que entrevistaban a los estudiantes fuera del campus incitándoles a hacer declaraciones extremistas en defensa de Hamás y de carácter antisemita para desacreditar al movimiento juvenil de protestas. En respuesta a estas provocaciones, los jóvenes protagonizaron una considerable autodisciplina sin salirse de la línea del respeto ni incurrir en declaración de odio o exaltación de grupos terroristas.
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También se han registrado incursiones de grupos rivales externos, armados con bates y otros objetos de agresión, con el propósito de provocar enfrentamientos violentos para desacreditar a los estudiantes, como en Columbia y UCLA esta semana, al tiempo que la Policía observaba a distancia sin actuar.
Después de días de silencio sobre las protestas, Joe Biden realizó por fin unas declaraciones el jueves. Lo hizo en línea con su política ambivalente y condenó el antisemitismo de las concentraciones, al tiempo que defendió el derecho a protestar, aunque insistiendo en que «el orden debe prevalecer» siempre. El presidente no hizo ninguna mención a la contundencia de las fuerzas policiales a la hora de los desalojos.
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Como era de esperar, sus palabras han indignado a los universitarios, que creen que Biden corre el riesgo de «perder a una generación entera de votantes» por su política sobre Gaza y su condena de las movilizaciones.
La Casa Blanca, concentrada en gestionar a Netanyahu y contener la expansión del conflicto por Oriente Medio, parece no entender el significado histórico y presente de las protestas en un año electoral clave. Mientras los estudiantes han atraído la simpatía de muchos sectores sociales, Biden continúa alienando a grupos clave del electorado con acciones que le acercan al suicidio político y le impiden subir en las encuestas.
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Los republicanos del congreso, en la nómina del AIPAC, olfatean la debilidad del presidente y tratan de capitalizar la violencia de las protestas.
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