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Una vez cada cuatro años, Iowa salta al mapa político. Muchos, dentro y fuera de Estados Unidos, no acertarían a señalar sus fronteras, hilvanadas entre Kansas, Nebraska, Dakota del Sur, Minnesota e Illinois. Pocos, fuera de este estado granero, aciertan a justificar que sus tres millones de habitantes tengan el privilegio de hacer la primera criba al pelotón de aspirantes presidenciales, mediante un proceso cuestionable de asambleas ciudadanas organizadas por las formaciones políticas. Esa es la tradición que implementó el Partido Demócrata en 1972, y siguió el Republicano en 1976.
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Mercedes Gallego
Mercedes Gallego
Para lograrlo, Tom Whitney, líder demócrata en esos años, convenció a los candidatos de que todos los medios estarían en Iowa, y a los medios de que encontrarían allí a todos los candidatos. El truco funcionó y se convirtió en profecía. Miles de periodistas nacionales e internacionales han descendido esta semana a ese estado perdido de la América profunda, que ha dejado varados a otros tantos en aeropuertos de todo el país por la tormenta invernal de turno.
Este año la ventisca tiene dimensiones bíblicas incluso para los estándares de Iowa, lo que se antoja también profético. Tres nevadas en una semana, con temperaturas que entre este domingo y el lunes alcanzarán los 27 grados bajo cero, sin contar el factor viento, que elevará la sensación térmica a -37º. ¿Qué opina de esto la campaña de Donald Trump? «Ponte un abrigo», contestó uno de sus asesores, Chris LaCivita.
A Donald Trump Jr., de 46 años, no le hacía falta. La limusina le deja en la puerta sin pisar la nieve. El jueves entró en pantalón vaquero y botines Pisakk en el restaurante Machine Shed, donde «trabajar la granja es el pan y la mantequilla de todo el mundo», dice el cartel sobre el porche de madera. Quizás por eso convenía ponerse a la altura para denunciar los altos precios a los que la inflación ha disparado la comida durante el Gobierno de Joe Biden. «Diantres, yo soy el hijo de un multimillonario y no debería notar eso cuando entro al supermercado», les soltó.
El primogénito del expresidente tiene tan dominado el discurso que suena natural, aunque ningún paparazzi haya podido fotografiarle en un supermercado de Júpiter (Florida), la playa a 30 kilómetros de Mar-a-Lago donde ha comprado una mansión de diez millones de dólares para estar cerca de su padre, del que se ha convertido en su mejor embajador. En esta campaña ha visitado Iowa más que él, aunque no sea difícil. Según las cuentas del periódico local 'Des Moines Register', desde marzo Donald Trump ha tenido en el estado 25 actos públicos, frente a los 125 de su rival más cercano, Ron DeSantis, los 79 de Nikki Haley y los 300 de Vivek Ramaswamy.
Iowa es el estado donde la política de masas se vuelve íntima. La tradición obliga a los candidatos a ganarse los votos uno a uno tocando a las puertas, cocinando 'pancakes' o tomándose unas cervezas en los pubs. Los mítines se celebran lo mismo en un granero que en el cobertizo del 'Magazine Shed', donde el jueves no habría más de 50 personas cómodamente sentadas a las mesas. Thomas Johnson era una de ellas, complacido por la facilidad de ser conducido amablemente hasta la primera fila, en comparación al día que tuvo que escucharlo desde fuera, cuando el que hablaba era el mismísimo expresidente. «Para mí es Trump o nadie más. Después de él, me salgo de la política», decide.
Los seguidores de Trump presumen de lealtad y él, de montar los mítines más multitudinarios de la campaña, para lo cual dosifica sus apariciones magistralmente. Esta semana de cierre electoral ha evitado el estado con el argumento de que las demandas que los demócratas lanzan contra él para impedirle que pueda hacer campaña le obligaban a estar en Nueva York para el alegato final del juicio civil por fraude contra su organización. En realidad, no se requería su presencia, ni el juez le dio la palabra. El magnate soltó un exabrupto para dejar constancia, sin más.
Las encuestas le sitúan con el 51% de los votos, a 30 puntos de sus competidores, una ventaja tan holgada que le ha permitido saltarse todos los debates. La tradición dice que para ganar Iowa es necesario visitar sus 99 condados, algo de lo que este año solo pueden presumir DeSantis y Ramaswamy. Este último los ha visitado todos tres veces y aun así hace meses que está prácticamente descartado. Algo está cambiando en la política electoral de Estados Unidos y Iowa vuelve a ser la muestra de esa inquietante transformación.
Elegida como disparadero electoral porque permitía escrutar y foguear a los candidatos en la distancia corta, Iowa también ha sido criticada por su falta de diversidad. El estado donde el 90% de la población es de origen anglosajón no es reflejo del país, pero la realidad es que «ningún estado representa a Estados Unidos. Es la suma de todos», aclara Timothy Hagle, profesor de Política de la Universidad de Iowa, que defiende la supervivencia de los caucus. Muchos creen que es un proceso arcaico y Hagle no niega que resulte artesanal.
Los votantes –nunca han pasado de 187.000 o el 29% de los republicanos registrados en el estado– tienen que presentarse en el lugar de la cita a las siete de la tarde, escuchar tres minutos de discurso de boca de los representantes de cada candidato, y escribir a mano el nombre del elegido en un papel que se les entrega. Los votos se cuentan allí mismo y se leen en voz alta, aunque el cómputo global de los 1.657 precintos ha resultado más escurridizo. En 2020 el Partido Demócrata tardó seis jornadas en dar la victoria a Pete Buttigieg, pese a que la noche electoral Bernie Sanders se había declarado ganador. Y en 2012, 19 días después del día de autos, los republicanos cambiaron el resultado que le había dado el triunfo a Mitt Romney sobre Rick Santorum por solo ocho papeletas.
Ninguno de los dos, Buttigieg y Santorum, se benefició del impulso que da la victoria en Iowa, porque los ganadores oficiosos se llevaron los titulares en los días que siguieron. Y para cuando los partidos corrigieron los resultados, los medios y la opinión pública ya estaban concentrados en New Hampshire, que ocho jornadas después alardea de celebrar las primeras primarias de cada ciclo, con un modelo más parecido al de la votación general que se hará el 5 de noviembre.
51% de apoyo
conseguiría Donald Trump, a quien nadie hace sombra. En la media de encuestas, sus rivales más cercanos son Ron DeSantis y Nikki Haley, empatados al 17%, seguidos de Vivek Ramaswamy con el 7%.
Todo es cuestión de percepciones. El paralelismo con la era de los bulos que inauguró Trump es preocupante y explica que su hijo no tenga mayor apego por la realidad y prefiera alimentar las mentes conspiratorias. Hunter Biden, hijo del actual presidente, «está ganando millones de dólares del Gobierno chino», el asalto al Capitolio del 6 de enero fue «una falsa insurrección», a la que la masajista Kim Marsh, que le miraba embobada desde el público, añade «actores de crisis». Haley estuvo en el consejo de dirección de Boeing, «y un par de años después nos sorprendemos de que las puertas de los aviones se caigan en pleno vuelo», dice el vástago del exmandatario.
En Iowa no cuentan los resultados, sino las expectativas y los titulares del día después. Por eso Trump teme en estas últimas jornadas ser víctima de sus propias esperanzas. ¿Y si por ese frío apocalíptico, que según la alerta puede congelar las extremidades en solo diez minutos de exposición, sus seguidores se quedan en casa, convencidos de que le sobrarán votos? ¿Se considerará una derrota si gana por mucho menos de lo que se le ha augurado? «De Iowa se dice que salen tres papeletas», explica Hagle, «y no necesariamente el ganador será el candidato presidencial».
De hecho, del lado republicano en toda la historia de los caucus solo George W. Bush cabalgó sobre ese éxito hasta la Casa Blanca. Esta vez nadie cuestiona que Trump pueda alzarse con la nominación del partido, pero dada su edad y sus problemas legales, conviene tener un repuesto. Esa plaza es la que se disputan el gobernador de Florida, Ron de Santis, y la exembajadora de Trump en la ONU, Nikki Haley, tras haber dejado atrás a más de una docena de aspirantes.
¿Hay algún escenario concebible que permita pensar que Trump puede perder en los caucus del lunes?, preguntó el 'Des Moines Register' a un grupo de expertos que seleccionó para la ocasión. «La respuesta fue el silencio», publicó el rotativo.
Es la hora de la revancha. Hace ocho años Donald Trump perdió los caucus de Iowa y hace cuatro la presidencia. En realidad, dice, se los «robaron», porque si hay algo que no soporta es ser derrotado y viene dispuesto a reconquistar lo que le arrebataron. Ninguno de los 91 cargos que enfrenta el expresidente en cuatro tribunales puede inhabilitarle. Al contrario, le convierten en un mártir a ojos de sus seguidores, en los que ha depositado la responsabilidad de salvarle con su voto. Si el pueblo le vuelve a elegir, ¿quién se atreverá a meterle en la cárcel? A sus 77 años, la victoria es también su salvación.
Se presenta como un Trump de 45 años, sin el lastre que éste acarrea. Como prueba, en Florida ha prohibido hablar de homosexualidad en las escuelas, ha censurado libros de texto, ha vetado las mascarillas y ha enviado inmigrantes a las ciudades santuario que gobiernan los demócratas. Si gana, promete mandar tropas a México para combatir a los cárteles y frenar la entrada de extranjeros. Sabe que las bases conservadoras buscan a un hombre fuerte y está decidido a serlo.
La exgobernadora de Carolina del Sur ha destacado en los debates y se ha convertido en la alternativa de quienes buscan un cambio generacional que restablezca el orden en la vida política, sin perder los valores conservadores. Como embajadora de Trump en la ONU demostró mano dura con los enemigos de EE UU. No reniega de su antiguo jefe. Dice estar de acuerdo con muchas de sus políticas, pero «con razón o sin ella, el caos le sigue», advierte.
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