Este año, tres primeros ministros occidentales -el eslovaco Robert Fico, la danesa Mette Frederiksen y el propio Trump- han sufrido ataques de diversa gravedad
Guillermo Íñiguez
Doctorando en Derecho de la UE en la Universidad de Oxford
Domingo, 14 de julio 2024, 14:11
El intento de asesinato contra Donald Trump -el primero contra un presidente de EEUU tras el que sufrió Ronald Reagan en 1981- es el último síntoma del virus que recorre las democracias liberales: el de la escalada de la violencia política. Este año, tres primeros ministros occidentales -el eslovaco Robert Fico, la danesa Mette Frederiksen y el propio Trump- han sufrido ataques de diversa gravedad. En Alemania, la ola de violencia contra candidatos de distintos partidos políticos fue uno de los grandes temas de la campaña para las recientes elecciones europeas. En EE UU, el asalto al Capitolio, que a su vez propició un intento similar en Brasil, sigue marcando la actualidad del país.
La violencia política es tan antigua como las propias sociedades humanas, como demuestra Ronald Syme en 'La revolución romana'; también lo son los intentos de magnicidio. Sin embargo, la escalada de los últimos tiempos presenta dos características que la vuelven aún más peligrosa. Por una parte, no puede entenderse sin unas redes sociales que actúan como caldo de cultivo, tanto antes de los episodios de violencia – proporcionando cámaras de eco que fomentan la radicalización– como después de ellos, facilitando la diseminación de teorías de la conspiración. Por otra, los estos últimos años se han caracterizado por una respuesta desigual por parte de algunos actores públicos, tanto en EE UU como a nivel global: basta con contrastar la crítica unánime al ataque contra Donald Trump con la respuesta al asalto al Capitolio, defendido -e incluso negado- por aquellos que lo propiciaron.
Frenar esta escalada requerirá una doble respuesta política. En primer lugar, precisará de una clase política que entienda la gravedad de la situación, que condene la violencia independientemente de quién la cometa y que no la aproveche -como ya está ocurriendo tras el atentado contra Trump- para sus propios fines. En segundo lugar, necesitará hacer frente a unas redes sociales que presentan un riesgo existencial para las democracias liberales, reforzando el control sobre la desinformación y fortaleciendo el papel de la prensa independiente. En los últimos meses, la Unión Europea se ha dotado de dos instrumentos jurídicos –la Ley de Servicios Digitales y la de Libertad de los Medios de Comunicación- que facilitarán esta tarea. Regular las redes sociales, limitar la propagación de la desinformación y facilitar la labor de la prensa independiente, como permitirán estos instrumentos, no supondrá un intento de censura por parte de la UE: ayudará, por el contrario, a que las democracias se protejan a sí mismas. Sin embargo, su éxito exigirá una estrategia conjunta entre todos los actores políticos; una que entienda que la violencia política es incompatible con la democracia y que frenarla es el primer deber de todo gobierno. Sin este consenso básico, las democracias se verán indefensas frente a aquellos que, desde fuera y desde dentro, tratan de acabar con ellas.
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