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Donde todos ven el infortunio, Donald Trump vislumbra un terreno de oportunidades. Según se desprende de conversaciones de su entorno, el líder republicano parece dispuesto a utilizar su juicio por conspirar para socavar la validez de las elecciones de 2020 como plataforma destinada, precisamente, a ... denunciar de nuevo que aquellos comicios le fueron robados en favor del actual presidente, Joe Biden. El Partido Republicano tiembla ante la perspectiva. La insistencia de su cabeza más visible en esta idea ya ha implicado una respuesta en forma de retroceso en votos y en la pérdida en las pasadas elecciones intermedias del control sobre el Senado.
Los conservadores son conscientes de que ese discurso les desgasta, especialmente entre los electores indecisos y vecinos de los distritos suburbanos. Los registros demuestran que las zonas rurales son netamente republicanas mientras que las urbanas tienen tendencia demócrata. El campo de juego se sitúa así en la franja suburbana, donde viven 121 millones de estadounidenses cuya opinión es más variable, menos ideologizada, y de vocación pragmática. En este terreno han jugado los conservadores en varias citas con las urnas con el fin de mejorar sus posibilidades ante los demócratas urbanos. Este factor tuvo una importancia capital en la victoria electoral de Trump sobre Hillary Clinton en 2016. Pero cabe repetir que es una franja voluble. Dos años más tarde, ese mismo colectivo otorgó a los demócratas el control de la Cámara de Representantes. Los barrios suburbanos se habían cansado de las excentricidades de Trump y su política llena de retórica y mensajes furibundos.
El fantasma vuelve a estar ahí. Los republicanos temen que si su probable candidato convierte el juicio por conspiración en una especie de alegato de que él siempre tuvo razón y perdió la Casa Blanca en 2020 por un engaño (la campaña de mentiras paradójicamente que ha terminado por sentarle en el banquillo), asuste y aleje definitivamente al elector moderado. Los demócratas coinciden en esta descripción. Los analistas políticos, lo mismo: opinan que los estadounidenses estan más preocupados por el futuro que por remover el pasado. La credibilidad en el fraude electoral se encuentra, además, a la baja. Todas las investigaciones que demuestran la legalidad de los comicios de 2020 confinan la fe en la palabra de Trump a sus seguidores más radicales.
Las primeras encuestas tras su paso por el tribunal de Distrito de Washington indican que el magnate todavía posee un gran ascendiente en la derecha, pero que son más los que dejarían de votarle si es condenado y, sobre todo, da con sus huesos en la cárcel. Los mensajes de ruptura institucional parecen cuajar ya únicamente en el trumpismo y los amantes de las conspiraciones. Pero la idea de que un preso dirija la nación, con las repercusiones que supone para la propia democracia del país y la imagen internacional, provoca canas. En las tertulias ya hay quien se pregunta si un presidente encarcelado dispondría del caché y la credibilidad suficientes para líderar la respuesta occidental a la invasión de Ucrania, como ha hecho Biden, o sí atraería a los inversores extranjeros. Es más, ¿sería capaz de revestir a EE UU de la imagen de superpotencia seria y fuerte como para competir con China?
¿Importan este tipo de reflexiones en el entorno estrecho del expresidente? Parece que poco o nada. El magnate está enfadado. Siente que durante su paso por el tribunal este jueves fue despreciado. No se le trató como debía. Le hicieron esperar. Entretuvo ese tiempo golpeando una mesa con sus nudillos. No hubo deferencias con él. Apenas hubo muestras de apoyo públicas. Y para colmo su caravana de automóviles debió sortear el tráfico en hora punta de las carreteras de Washington.
Así que lo que realmente parece importarle es lo suyo. La estrategia, según barajan este viernes algunos medios, podría ir por el camino de sembrar nuevas dudas sobre los comicios de 2020 en base a dos vías: amparar todo lo que dijo entonces en el derecho a la libertad de expresión y difundir otra vez, aprovechando su presencia ante el tribunal, la panoplia de acusaciones que hizo en su momento, aunque dejando claro que son simples opiniones. Es decir, Trump sólo 'creía' en la existencia de posibles irregularidades, de modo que no sería necesario probarlas.
En cualquier caso, las espadas siguen en alto. Trump se fue en helicóptero el 20 de enero de 2021, dejando atrás una ciudad conmocionada por la peor insurrección de su historia, y volvió este jueves en avión privado para enfrentarse a los tribunales por aquellos delitos que inspiraron la revuelta del 6 de enero. La capital de EE UU aguardaba su vuelta con calma tensa y un fuerte dispositivo de seguridad, en previsión de que sus seguidores quisieran acompañarle de vuelta a la escena del crimen, pero no fue así. «Tienen miedo a venir», explicó Dion Cini, obsesionado con la falta de masculinidad que ve en su país y fascinado con la de Donald Trump.
El fiscal especial Jack Smith no les dio mucho tiempo para prepararse. El martes por la tarde, una hora después de que el Gran Jurado entregase su veredicto, hizo públicos los cuatro cargos de los que le acusa a Trump, que suman 45 años de posible condena, y agendó su comparecencia este jueves en los tribunales, a sólo dos manzanas del Capitolio, en lo que aspira a que sea un juicio expedito. El político republicano intentará prolongarlo hasta después de las elecciones de 2024 para que sea el pueblo el que le absuelva en las urnas y le dé el poder de autoindultarse como nuevo presidente.
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«Es un día triste para la nación», dijo lacónico el expresidente tras salir de los juzgados. En su opinión, el gobierno de Biden ha convertido el Departamento de Justicia en arma arrojadiza y le ataca con demandas para truncar su vuelta a la Casa Blanca. «Esto es una persecución política de un oponente, estas cosas no ocurrían en EEUU», afirmó a pie de avión. Su visita a la capital había durado poco más de dos horas, y eso porque la jueza le hizo esperar. Sus abogados tendrán una próxima cita para presentar mociones el 28 de agosto.
Este jueves había también algo de justicia poética en pasarle factura allí donde aún resuena el eco de los gritos de «¡linchad a Mike Pence!», convertido involuntariamente en testigo clave del proceso. Esta es la tercera imputación que enfrenta el expresidente en cuatro meses, pero la que más hondo llega al corazón de los estadounidenses y más lejos en el Código Penal. Ya no se trata de modificar libros de contabilidad para esconder los pagos a una actriz porno, como en Nueva York. Ni de ocultar cientos de documentos clasificados que se llevó de la Casa Blanca, obstruyendo los intentos del FBI para recuperarlos, sino de conspirar para alterar el resultado de las elecciones con mentiras que aquel 6 de enero enardecieron a sus seguidores más violentos, costaron la vida a cinco personas y dejaron heridos a 140 policías.
Trump, como era de esperar, se declaró este jueves no culpable ante la jueza de instrucción Moxila Upashyaya de los cuatro cargos que le leyó: conspiración para defraudar a Estados Unidos, para obstruir un procedimiento oficial, contra los derechos civiles de los votantes y obstrucción e intento de obstrucción del procedimiento electoral. A continuación el sumario quedará en manos de la magistrada de distrito, Tanya Chutkan.
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El expresidente aterrizó una hora antes en su avión privado en el aeropuerto Ronald Reagan, procedente de su campo de golf en Bedminster (New Jersey), donde pasa el verano. Sabía que esta vez no tendría mucho público. «Le temen al FBI, por eso no están aquí», había concluido Cini. Él, que se considera «muy hombre» y un gran «patriota», estaba allí el 6 de enero y volvió a poner ayer sus banderas por el único hombre que ve dispuesto a cambiar al país.
Entre los pocos valientes que se dieron cita frente a los juzgados generales estaba Nicky Sundt, una transexual de 68 años que también estaba en este escenario el 6 de enero de 2021, pero con una recolección de los hechos muy distinta a la del miembro de MAGA ('Make America Great Again', eslógan de Trump). Llevaba pancartas muy parecidas a las de ayer: «Salvad nuestra democracia». Los seguidores del político republicano la rodearon, destrozaron sus carteles, la insultaron y la amenazaron durante 45 minutos. «Yo no les respondí. Me quedé allí parada mirando, hasta que escuché disparos». La rescató de un posible linchamiento un sacerdote seguidor del expresidente que, a pesar de haberse unido a los manifestantes, tuvo compasión de ella y la escoltó fuera del perímetro.
Este jueves se sobrepuso al trauma para ser testigo del momento en que la historia le ajusta cuentas al hombre que inspiró aquellos hechos que han marcado su vida. «El primer día en qué me vestí totalmente de mujer, como estoy ahora, fue para la marcha del millón de mujeres (en protesta por la investidura de Trump). Me pareció que valía la pena salir del armario para eso. Mis amigas me apoyaron mucho». Esta vez ha sido ella quien les ha dicho que «no se puede luchar contra el fascismo desde la butaca», pero Nicki volvía a estar sola con sus pancartas en la avenida Constitución frente al Capitolio.
A Trump no lo vio. Entró al garaje subterráneo en su limusina de cristales ahumados por una puerta trasera. Esta vez el proceso fue mucho más rápido, porque los archivos federales ya tienen las huellas del expresidente desde junio, cuando se las tomaron en Miami, donde se le leyeron 37 cargos relacionados con los documentos clasificados que se llevó aquel 20 de enero a su mansión de Mar-a-Lago. La Fiscalía le ha añadido después otros tres, que sumados a los cuatro que se le comunicaron este jueves totalizan 44 imputaciones federales, además de otros 34 por los que se le juzga en el estado de Nueva York relacionadas con el fraude contable con el que intentó ocultar los pagos a la actriz porno Stormy Daniels para comprar su silencio en plena recta final de la campaña electoral.
«No voy a Washington a ser arrestado por haber retado unas elecciones robadas, corruptas y amañadas», escribió el mandatario a sus seguidores poco antes de subir al avión, dispuesto a convertirse en mártir. «Es un gran honor, porque voy a ser arrestado por vosotros. ¡Hagamos grande Estados Unidos de nuevo!».
45 años
de cárcel es el máximo de condena a la que se expone Trump si resultara culpable de los cuatro delitos por los que se le juzga y la jueza le impusiera la mayor pena de cada uno de ellos.
La estrategia de utilizar sus problemas judiciales para enardecer a sus seguidores funciona. Antes de que anunciase su primera acusación a mitad de marzo apenas disfrutaba de atención mediática y sus números en las encuestas carecían del impulso de ahora, desmarcado por completo de su rival más cercano a 37 puntos de distancia en la última encuesta de 'The New York Times'. «Estoy a una imputación de asegurarme las elecciones», presumió en la red Truth Social.
Su deseo puede cumplirse pronto en Atlanta (Georgia), donde un gran jurado estudia imputarle por haber intentado robar los comicios del estado. Es, presumiblemente, el último caso que tiene abierto, el que obligará a sus abogados a defenderle en cuatro jurisdicciones diferentes. El fiscal de Nueva York, Alvin Bragg, ya ha manifestado su disposición a ceder la fecha de marzo fijada para ese juicio a la fiscalía de Washington «en pro de la Justicia».
La aparente seguridad de Donald Trump en que sus paseos judiciales impulsan su candidatura, tal y como parece demostrarse hasta ahora, se enfrenta sin embargo a un territorio tan inexplorado como la posibilidad de que un condenado pueda dirigir Estados Unidos. La última encuesta divulgada este jueves por Reuters señala que el 45% de los republicanos no le votaría en caso de ser condenado por el jurado, frente al 35% que afirma lo contrario. Si terminase en la cárcel, el 52% de los electores de su partido declara que tampoco le apoyaría, frente a un 28% que continuaría depositando la papeleta en su favor. El sondeo de Ipsos deja claro, en cualquier caso, que el 72% de los republicanos ve una «motivación política» en el juicio. M.P.
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