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2002 debería haber sido el año nacional de las matemáticas, porque la habilidad aritmética se convirtió de pronto en una aptitud muy admirada y envidiada. El 1 de enero de aquel año, la sociedad quedó dividida en dos grupos claramente diferenciados: unos, auténticos portentos adaptativos, eran capaces de 'traducir' pesetas a euros y euros a pesetas como si llevasen haciéndolo toda la vida, con una rapidez y una exactitud más propias de una computadora; otros, en cambio, nos quedábamos atascados, con la mirada vacía, mientras en la cabeza nos bailaban el seis (seis euros, mil pesetas) y el ciento sesenta y seis (o, peor aún, 166,386, que era el valor exacto del euro en pesetas) y nos sentíamos penosamente torpes y desubicados, como si la historia acabase de pasar nuestra página con una mueca de desprecio. Aquel día, del que se cumplen ahora veinte años, entró en vigor la moneda única europea, aunque durante dos meses aún mantendría una peliaguda convivencia con su predecesora y 'víctima', la peseta. De repente, pagar y cobrar suponía todo un reto.
Era el momento de la verdad para el que nos habían estado preparando las campañas divulgativas, los euromonederos (aquellos muestrarios que se empezaron a vender a mediados de diciembre, para que nos fuésemos familiarizando con las piezas nuevas), las eurocalculadoras que regalaban algunas entidades bancarias en lugar del clásico boli, los eslóganes machacones (»euro, cada día más familiar», «euro, empieza a contar con él») y las aventuras televisivas de la familia García, los muñequitos de plastilina que insistían desde sus anuncios en que «el euro es fenomenal». Y cuánta nostalgia da, por cierto, ver en aquellos 'spots' al hostelero que escribía «café: 130 pesetas / 0,72 euros». El 31 de diciembre de 2001, a medianoche, algunos hicieron como que no pasaba nada y siguieron a lo suyo, porque la Nochevieja tampoco es el mejor momento para complicarse la vida, pero otros se apresuraron a dar algún uso provechoso al «pequeño trozo de Europa en nuestras manos», como lo había definido el presidente de la Comisión Europea, Romano Prodi.
Aquella noche y la mañana siguiente, las periodistas Iciar Ochoa de Olano y Montserrat Lluis salieron por Vitoria y Bilbao para pulsar el sentimiento popular y contarlo en este periódico. Charlaron con personas como Laura González, una de las primeras que se acercaron a un cajero automático de la Gran Vía bilbaína para tocar por fin los billetes de euro: «Cuanto antes nos acostumbremos, mejor. La 'pela' ha muerto para mí», anunciaba la joven, igual de entusiasta que si se hubiese criado con la familia García. Se puso muy contenta con sus primeros cien euros, aunque de entrada le parecieron demasiado «delgadines» y con cierta pinta de ser falsos. Y Jesús Galeón protestaba, ya de madrugada: «Llevo toda la noche intentando gastar euros y no me dejan. Ni las expendedoras de tabaco, ni las cabinas telefónicas, ni los bares...». En pleno lío de Nochevieja, pretender pagar la ronda con euros era algo así como volcarle al camarero un puzle de mil piezas sobre la barra, así que Galeón tuvo que esperar hasta la hora de retirarse, cuando por fin pudo adquirir con la nueva moneda su billete de metro: a la vez que le llevaba a San Ignacio, el tren le estaba trasladando a un tiempo nuevo. En Vitoria, ya por la mañana, la dependienta de la tienda de golosinas Gretel, Arantza García, contemplaba con estupefacción el nuevo aspecto de su caja registradora: «Parece el baúl de un tesoro pirata -decía-. Aquí lo que hacen falta son administrativos y no dependientas. Sobre todo si, después de trasnochar, te toca jugar al euro». En su caso, pese al apellido, la familia García no había triunfado del todo.
Aquella Nochevieja les tocó currar a muchos empleados de comercios y entidades financieras, para garantizar el suministro de euros y céntimos, y el día del Año Nuevo atendieron al público 38 oficinas bancarias de Euskadi. La intención al trabajar en festivo era, sobre todo, proporcionar cambios a los comerciantes, pero los empleados se encontraron con una marea de ciudadanos particulares que no querían esperar ni un día para manejarse en euros. Eran lo que algunos medios bautizaron como 'eurófilos', frente a aquellos 'eurófobos' (¿pesetófilos?) dispuestos a aferrarse hasta el último momento a sus rubias, sus duros, sus billetes de mil con las efigies de Cortés y Pizarro y los de diez mil que llevaban al rey Juan Carlos.
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Al cabo de tres días, las autoridades aseguraban que el 25% de las compras ya se estaba pagando en euros; al cabo de cinco, comunicaban que el 94% de la población tenía ya euros en casa o en la cartera. Conocimos a personajes como María Dolores Campos, la jubilada sevillana que fue a ingresar 400.000 pesetas en Banesto y acabó con 400.000 euros en la cuenta (y, honesta y un poco asustada, acudió a su oficina a dar aviso del error), o como Euro Cabré, otro jubilado, residente en L'Hospitalet, que era la única persona de todo el país que llevaba ese nombre, por obra y gracia de su padre republicano y ateo. Y, como todos habíamos desentumecido nuestro músculo aritmético, pronto nos dimos cuenta de que el redondeo iba a seguir jugando contra nosotros. Ya lo había avisado en la última de este periódico el maestro Manuel Alcántara, allá por mediados de diciembre: «De momento han subido de precio hasta los bocadillos, con el truco del redondeo. También la cerveza, el whisky, la ginebra y otros productos de primera necesidad». Y lo cierto es que ya escamaba un poco que los famosos euromonederos se hubiesen vendido por dos mil pesetas pero tuviesen un valor real de 1999,96.
En aquel paseo de Nochevieja, las compañeras Lluis y Ochoa de Olano se toparon ya con una damnificada por el redondeo. La joven Paula Gómez se alegraba de que su madre ya no la pudiese llamar «pesetera», un término repentinamente arcaico, pero tenía algunas quejas sobre el sistema de conversión que aplicaban en su casa: «Me daban de paga mil pesetas, pero ahora me la han bajado a cinco euros, porque dicen que es lo más parecido. Así que pierdo 168 pesetas». Se merecía un sobresaliente en matemáticas, aunque seguro que eso no le compensaba.
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