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Héctor Esteban
Valencia
Lunes, 8 de julio 2024, 14:22
En 2011, en un impulso de principios de julio, cuando la canícula desordena el sentido común, mi amigo Pedro Campos y yo decidimos irnos a ver el Tour de Francia con menos de 24 horas de antelación. Lo hicimos a lo grande, para ver ... la etapa del 14 de julio, día de la Fiesta Nacional de Francia, con salida en Cognaux y meta en Luz Ardiden, donde el asturiano Samuel Sánchez holló el primero la cima para decepción gabacha. Un españolito tomó la Bastilla en un Tour que ganó el australiano Cadel Evans.
La idea era instalar nuestro coche-cama en una cuneta 'hors catégorie' del Tourmalet pero nos tuvimos que conformar con apalancarnos en una de las rampas del La Hourquette d'Acizan de primera categoría. El puerto estaba plagado de bretones y vascos, con sus 'Gwenn ha du' e ikurriñas al viento como metas volantes del independentismo. En una curva, un poco más allá de nuestro habitación de mil estrellas, el club de rugby local montó un chiringuito para vender birras y financiar su actividad en invierno. El Tour es una oportunidad para todos.
A la mañana siguiente, con los primeros rayos de sol, los cicloturistas subían y bajaban las rampas del puerto como aperitivo a la llegada del pelotón. La carrera es lo de menos. El Tour es turismo, una forma de recorrer Francia en autocaravana, con el trazado como ruta turística, la mejor manera de conocer el país vecino.
Antes de que apareciera la serpiente multicolor, la caravana publicitaria de Credit Agricole, Super U, PMU o Groupama lanzó sus baratijas a las cunetas como si le dieran de comer a los monos. Los mandriles luchamos por un iman de nevera como en España se batalla por una pelota de plástico de un euro en la cabalgata de Reyes.
El paso por nuestra cuneta fue un visto y no visto. Nosotros, mientras los vascos ondeaban sus 'euskal presoak' vestidos de naranja Euskaltel antes de que nos regalaran una botella de sidra artesana y nos despidiéramos con un abrazo, vimos un pelotón a piezas. Los primeros, aventureros en busca del milagro y la gloria, en ese orden, con Johnny Hoogerland, que unos días antes se quedó clavado en una cerca alambrada y que pasó como un Cristo camino del Calvario. Y también subió por delante el cántabro José Iván Gutiérrez, el gregario de gregarios, un hombre de equipo que se vio solo un año después, que se bajó de la bici por un colapso mental, que tuvo once intentos de desaparecer del mapa y que hoy sigue a lo suyo, que no es otra cosa que dar pedales de vida.
En la cola del pelotón ya viajaba Mark Cavendish, que el pasado miércoles se merendó en Saint Vulbas el récord del caníbal Eddy Merckx, arropado y llevando en volandas por su equipo. Y al final, el último de todos, acunado por la amenaza del fuera de control, Denis Galimzyanov, empujado sin disimulo por aficionados y que resollaba sobre la bicicleta suplicando piedad. El ruso se retorcía como un gusano y meses después fue cazado por dopaje.
Y en ese asfalto, había pintadas. Litros y litros de pintura a favor de Voeckler, líder en aquel momento y showman del pelotón; o de Pinot, una especie de Chava francés que todavía mancha el asfalto a pesar de que está retirado; y de Rolland, una enfant terrible, maillot blanco, carne de escapada y artista del espectáculo. El chovinismo francés es como tenerla más grande y por eso, desde hace años, junto a los nombres hay penes gigantes de brocha gorda y rodillo.
Cada cien metros hay uno y el campo de pitos no era la mejor imagen desde el helicóptero. La empresa que se encarga de colocar y desmontar las vallas en cada etapa tiene en nómina a dos borrapenes, de nombre Patrick Dancoisne y Joël Gautriand, que se dedican a eliminar los falos o, si hay tiempo, convertirlos en búhos y mariposas.
El trabajo es contra el reloj. La ruta la marca la lista de etapas. El primer viaje es de vuelta, de la meta a la salida para transformar el paisaje sobre el asfalto. Y el segundo, en sentido de la marcha, para deconstruir los penes reaparecidos con hora y media de antelación sobre el mejor horario previsto para el pelotón.
En furgoneta, con 350 litros de pintura al agua y con brocha gorda, estos Picassos del asfalto son capaces de convertir cualquier pene en la mariposa más bonita del bosque. No sólo de ciclistas vive el Tour.
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