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Luis Alfonso Gámez
Lunes, 20 de diciembre 2021
Nos demostró con una cartulina y dos palos que la Tierra es redonda; nos enseñó que, a escala cósmica, hasta la vida más larga dura menos que un suspiro; participó en las grandes misiones interplanetarias de su tiempo; escuchó al Cosmos con la esperanza de que alguien nos llamara; combatió la superstición y la pseudociencia mientras la mayoría de la comunidad científica miraba hacia otro lado; criticó la carrera armamentística y la política de bloques; mandó al espacio discos y placas con la esperanza de que los encontraran otros seres inteligentes; intuyó que el populismo podía imponerse en el país de sus nietos... y cautivó a millones de personas en todo el mundo. Millones que el 20 de diciembre de 1996 se sintieron huérfanas.
Carl Sagan (1934-1996) murió de neumonía hace veinticinco años, a los 62, como consecuencia de una rara forma de cáncer y después de haberse sometido a tres trasplantes de médula ósea. Astrofísico, profesor universitario, promotor del pensamiento crítico, divulgador científico y novelista, alcanzó la fama mundial a principios de los 80 con 'Cosmos. Un viaje personal', una serie documental que marcó a una generación. Una obra maestra de la divulgación que siempre merece la pena revisitar, y más en unos tiempos en los que da la impresión de que la popularización del conocimiento pasa en la televisión por disfrazarse, hacer chistes y reventar cosas.
Sagan se presentó al mundo en septiembre de 1980 en la primera escena de 'Cosmos' con corbata, chaqueta y un impermeable color caldera, paseando al borde de un acantilado de la costa californiana en un día luminoso y ventoso. «El Cosmos es todo lo que es o lo que fue o lo que será alguna vez. Nuestras contemplaciones más tibias del Cosmos nos conmueven: un escalofrío recorre nuestro espinazo, la voz se nos quiebra, hay una sensación débil, como la de un recuerdo lejano, o la de caer desde lo alto. Sabemos que nos estamos acercando al mayor de los misterios», decía al inicio del primer episodio. Y añadía unos segundos más tarde: «El Cosmos también está dentro de nosotros. Estamos hechos de materia de estrellas y somos el medio para que el Cosmos se conozca a sí mismo». Así empezaba una aventura de trece capítulos, rebosante de ciencia y humanismo, producida por la televisión pública estadounidense (PBS) y que en España emitió TVE en el verano de 1982.
Cuarenta años después, 'Cosmos' ha tenido dos continuaciones presentadas por otro carismático astrofísico, Neil deGrasse Tyson. Desgraciadamente, 'Cosmos: una odisea del espacio-tiempo' (2014) y 'Cosmos: mundos posibles' (2020), con guiones de Ann Druyan y Steven Soter –coautores con Sagan de los de la serie original–, han sido ignorados por las televisiones públicas españolas y sólo la primera se emitió en un canal secundario de un grupo privado. El 'Cosmos' original tuvo, además, su versión impresa, el libro más vendido de la extensa producción editorial de Sagan, cuyos primeros grandes pasos en la divulgación se remontan a los 70 con obras como 'La conexión cósmica' (1973), 'Los dragones del Edén' (1977) y 'Murmullos de la Tierra' (1978).
Carl Edward Sagan nació el 9 de noviembre de 1934 en Brooklyn, Nueva York. Su padre, Samuel Sagan, era un obrero textil que había llegado de Ucrania y su madre, Rachel Molly Gruber, una ama de casa neoyorquina. Judíos reformistas, aunque él era agnóstico, ella era activa en la sinagoga y preparaba para la familia comida kosher. Uno de los momentos claves en la vida del niño Carl fue la visita a la Feria Mundial de Nueva York de 1939, una ventana a un futuro perfecto gracias a la ciencia y la tecnología donde asistió al enterramiento de una cápsula del tiempo con recuerdos de los años 30. «Aquel día ejerció una poderosa influencia sobre mi pensamiento», recuerda en su obra póstuma 'Miles de millones' (1997).
Las lecturas sobre las estrellas en la biblioteca pública, de la que su madre le sacó el carné con 5 años, y las primeras visitas al Museo de Historia Natural de Nueva York sembraron en él la curiosidad científica. «Me fascinaron los dioramas: representaciones vívidas de animales y sus hábitats en todo el mundo. Pingüinos en el hielo poco iluminado de la Antártida; okapis en la luminosa sabana africana; una familia de gorilas, con el macho golpeándose el pecho, en un claro de bosque a la sombra; un oso pardo americano de tres metros de altura que me miraba fijamente erguido sobre sus patas traseras. Eran imágenes fijas de tres dimensiones captadas por el genio de la lámpara maravillosa», cuenta en 'El mundo y sus demonios' (1995). Esos dioramas siguen hoy fascinando a quien visita el museo del oeste de CentralPark.
Rachel y Samuel abonaron las ansias de saber del pequeño Carl con libros y juegos de química. «Mis padres no eran científicos. No sabían casi nada de ciencia. Pero, al introducirme simultáneamente en el escepticismo y lo asombroso, me enseñaron los dos modos de pensamiento difícilmente compaginables que son la base del método científico», recordaba al final de su vida. Adolescente cuando en 1947 se vieron los primeros platillos volantes, se sintió atraído por el fenómeno ovni y, a los 18 años, preguntó por carta al entonces secretario de Estado, Dean Acheson, qué pensaba hacer Estados Unidos si se demostraba que «eran vehículos extraterrestres». Años después formó parte de la comisión científica que analizó el estudio de la Fuerza Aérea que zanjó el asunto ovni en 1969 y ese mismo año organizó un debate sobre el tema en la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia. Las ponencias se recogieron en 'Ufos: a scientific debate' (1972), libro que coordinó con el también astrofísico Thornton Page.
Formado en la Universidad de Chicago, donde se doctoró en astrofísica en 1960, su carrera científica discurrió entre los mundos del Sistema Solar, en la orilla del oceáno cósmico, como él solía decir. Predijo en su tesis doctoral que Venus era un mundo abrasador debido a un efecto invernadero desbocado y especuló con que Europa, la luna helada de Júpiter, podría tener un océano subsuperficial quizás apto para la vida y Titán, el satélite de Saturno, océanos de compuestos líquidos en su superficie. Todos esos extremos los confirmaron años después las primeras misiones robóticas a esos mundos. «Venus constituye una demostración práctica de que un incremento en los gases responsables del efecto invernadero puede tener consecuencias desagradables. Es un buen sitio para enseñar a quienes en las tertulias radiofónicas insisten en que el efecto invernadero es un engaño», alertaba el astrofísico en su libro 'Miles de millones' hace más de 20 años.
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Al Carl niño le hechizó el Marte de las novelas de Edgar Rice Burroughs. «Viajé con John Carter, caballero aventurero de Virginia, hasta Barsoom, el nombre que daban a Marte sus habitantes. Seguí a manadas de bestias de carga con ocho patas, los thoat. Y conseguí la mano de la bella Dejah Thoris, princesa de Helium», recuerda en 'Cosmos' (1980). Décadas después de sus correrías infantiles por Barsoom, participó en la planificación de las misiones de las Viking, los dos laboratorios de la NASA que aterrizaron en el planeta rojo en el verano de 1976 a la búsqueda de vida. Allí, en las rojas arenas de Chryse Planitia, está desde hace veinticuatro años la Estación Conmemorativa Carl Sagan, nombre que dio la NASA al módulo de aterrizaje del Sojourner, el pequeño todoterreno que en 1997 fue el primero de un nuevo tipo de exploradores de otros mundos, los laboratorios móviles.
Años antes de sus aventuras científicas marcianas, Sagan convirtió en 1972 la Pioneer 10, la primera nave que atravesó el Cinturón de Asteroides y sobrevoló Júpiter, en una botella lanzada al Cosmos. Esa sonda y su gemela, la Pioneer 11, llevan sendas placas de oro anodizado con las figuras de un hombre y una mujer desnudos –lo que molestó a las mentes bienpensantes–, además de símbolos que informan sobre su origen. La probabilidad de que un alienígena tope con ellas es prácticamente nula, como pasa con los discos de oro con imágenes, sonidos y saludos de la Tierra de las dos Voyager, también idea del astrofísico. Las Pioneer y las Voyager son cápsulas del tiempo como la que le impresionó en la Feria Mundial de Nueva York de 1939. Mensajes lanzados a un infinito que el astrofísico creía lleno de civilizaciones, como la Ellie Arroway de su novela 'Contacto' (1985), 'alter ego' de Sagan interpretado en el cine por Jodie Foster en la película homónima de Robert Zemeckis.
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