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«Ahora somos todos unos hijos de puta», le dijo Ken Bainbridge a Robert Oppenheimer pasadas las las 5.20 horas de la mañana del 16 de julio de 1945. Acaba de hacer explosión 'Gadget' (artefacto o dispositivo, en inglés), la primera bomba atómica de ... la historia. Bainbridge fue el director del 'proyecto Trinity', como se llamó a esta primera prueba con un artefacto nuclear; Oppenheimer, el líder del 'Proyecto Manhattan', el plan aliado para desarrollar el arma más destructiva hasta ese momento.
En aquel verano, Alemania había dejado de ser una amenaza tras firmar su capitulación el 7 de mayo. El 'proyecto Manhattan' había nacido precisamente de la necesidad de evitar que Hitler se hiciera con un dispositivo tan letal. Una carta firmada -pero no redactada- por Einstein había advertido de ello al presidente Roosvelt el 2 de agosto de 1939, casi un mes antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial. Los mandos estadounidenses sabían también que para 1943, la Wehrmacht había descartado poder disponer de ese arma en un plazo breve de tiempo. Sin embargo, siguieron adelante y en agosto Hiroshima y Nagasaki quedaron arrasadas. ¿Por qué siguieron adelante? Desde el punto de vista político, historiadores como Peter Watson opinan que el objetivo era lanzar un mensaje de fuerza a Stalin, que amenazaba con extender sus tentáculos en una Europa destrozada y ampliar su dominios en Asia. La Guerra Fría habría comenzado el 6 de agosto de 1945. El propio Oppenheimer había asegurado tras aquella primera prueba que se había convertido «en un destructor de mundos». ¿Pero por qué no se negaron las decenas de científicos que fueron reclutados, entre ellos algunos de los más destacados del mundo?
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Muchos habían sufrido el antisemitismo nazi en sus propias carnes. Y sabían que expertos de 16 universidades alemanas trabajaban en los aspectos técnicos de la energía atómica. Entre ellos estaba Werner Heisenberg, el prodigio que formuló el principio de incertidumbre con 26 años y ganó el Nobel con 32. No había tiempo que perder y accedieron a recluirse a principios de 1943 en Los Álamos, un antiguo rancho escuela situado a 2.200 metros de altitud al que solo podía accederse por una carretera sin asfaltar y en donde solo había una línea de teléfono. El secretismo de los militares impuso que se colocaran pequeñas incineradoras de documentos en todos los despachos para quemar los textos confidenciales nada más haberlos leído. Vigilaban el correo y a los procedentes de Alemania se les aconsejaba no hablar en su idioma. Trabajaban seis días a la semana y los laboratorios, en los que no había relojes, estaban abiertos día y noche. Según un cálculo de hace unos años, se invirtieron el equivalente a 23.000 millones de dólares actuales.
A finales de 1944, un grupo promovió un debate por los escrúpulos éticos de seguir adelante con la bomba una vez los nazis habían sido derrotados. Niels Bohr, maestro de Heisenberg y de prestigio comparable al de Einstein, incluso planteó la posibilidad de informar a la URSS. También hubo quien planteó hacer una demostración. Finalmente solo uno, el polaco Josef Roblat, abandonó el proyecto. Lo hizo tras asistir a una cena en la que el general Leslie Groves, encargado del proyecto -antes había sido el responsable de la construcción del Pentágono- reconoció que «la verdadera razón de la bomba era doblegar a los Russkies».
Según Roblat, fueron tres las razones que sus compañeros esgrimieron para seguir adelante. El primero sería la curiosidad científica: «Cuando te encuentras con algo técnicamente factible, sigues adelante. Luego ya entras en debates, pero solo cuando técnicamente el experimento ha dado sus frutos», dijo en su momento Oppenheimer. «No me vengan con escrúpulos de conciencia. Esa cosa es ciencia física de primerísimo nivel», corroboró el italiano Enrico Fermi, Nobel de Física en 1938. Otro argumento, empleado a la conclusión de la guerra, es que la bomba salvaría vidas al poner fin al conflicto. Lo cierto es que en agosto de 1945 Japón estaba derrotada y ya solo buscaba una salida honrosa. Y la tercera que salir de allí suponía poner en peligro sus carreras científicas. «Los científicos con conciencia social estaban en minoría. Casi todos dejaban sus principios morales en manos de otros», afirmó el polaco.
Podrían esgrimirse algunas más, como el liderazgo de Oppenheimer, que con su carisma hechizó a algunos de aquellos científicos -otros no le soportaban-. O la propia amenaza soviética. Expertos húngaros como Edward Teller y John von Neumann habían sufrido el peso del yugo comunista en su país y sentían una aversión hacia los soviéticos tan profunda como hacia los nazis. Las bombas se lanzaron y poco tiempo después se desarrollaron otras, las de hidrógeno, con una capacidad de destrucción infinitamente superior. Como dijo el almirante William 'Bull' Halsey, que combatió aquellos años contra Japón, «la primera bomba atómica fue un experimento innecesario… [Los científicos] habían inventado un juguete y tenían ganas de probarlo».
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