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Corrían los años 30 del siglo pasado y medio mundo sufría las consecuencias de una crisis que fue bautizada como la Gran Depresión. La economía de la mayoría de países industrializados se tambaleó de tal manera tras el desplome de la bolsa de Wall Street ... que hubo que adoptar medidas excepcionales para poder garantizar la subsistencia de la población. En España, los problemas llegaron en forma de una altísima tasa de paro, familias endeudadas, empresas que cerraban... Un panorama desolador al que la Guerra Civil acabó de dar la puntilla. Similar recorrido llevaron Reino Unido, Francia, Alemania... La crisis barrió el planeta de forma parecida a como ahora lo está haciendo la pandemia del coronavirus. En Estados Unidos, donde el desempleo alcanzó el 25%, tuvieron una ocurrencia que llevaron a extremos impensables: la tela de algodón que empleaban para hacer los sacos de harina y de otros alimentos se reutilizó para fabricar ropa, pañales, cortinas... de tal modo que, finalmente, los fabricantes decidieron crearlas con todo tipo de diseños y colores para que las vestimentas pudieran ser realmente bonitas, no un simple lienzo en blanco con el logo. Y se llegaron a crear trajes dignos de la alta costura.
Dejó constancia de ello la norteamericana Harper Lee en su gran novela 'Matar a un ruiseñor', que, escrita en los años 60, estaba ambientada en las vivencias de su infancia, que transcurrió en medio de aquella crisis mundial: «Miss Caroline parecía no darse cuenta de que los andrajosos alumnos de la primera clase, con camisas de trapo y faldas de tela de saco, muchos de los cuales habían cortado algodón y cebado puercos desde que supieron andar, eran inmunes a la literatura de imaginación»... Eso relataba Lee en un pasaje de su libro llevado con éxito al cine.
En realidad, la costumbre de aprovechar la tela con la que se hacían los sacos donde se envasaban los alimentos (también la típica de arpillera) venía del siglo anterior, de las zonas rurales y más pobres de EE UU y su vecina Canadá. Entonces, la harina, las patatas y los piensos especialmente se metían en barriles de madera, pero para rebajar costos se cambiaron a las bolsas de algodón, posibilitando este reciclaje.
Aquellas primeras prendas informes y con los logos de las empresas impresos sobre fondo más o menos blanco se convirtieron con el paso del tiempo en algo mucho más estético: los fabricantes se fueron poniendo cada vez más creativos en vista de la nueva vida que las familias, las suyas incluidas, podían dar a aquella tela: rayas, florecitas, cupidos, elefantitos... Hasta el mismísimo Walt Disney permitió que personajes de su factoría, como Alicia y el conejo apresurado, adornaran aquellos sacos, que acabaron aportando instrucciones sobre cómo cortarlos, una especie de patrones de confección. Llegaron también a informar sobre la forma de eliminar la tinta de las etiquetas, que fue siendo cada vez más deleble.
El Museo Nacional de Historia de aquel país señala que «con los sacos de alimento y las bolsas de harina, las campesinas llevaron la austeridad a nuevas cotas de creatividad, transformando aquellos humildes envases en vestidos, ropa interior, toallas, cortinas, edredones y otras necesidades del hogar». Desde el gobierno de aquel país se promocionaba la medida casi como un deber patriótico, pese a que poco a poco fuera saliendo de aquella crisis.
Así, lo que al principio era algo de lo que avergonzarse, con las madres intentando disimular a base de ribetes, bordados y parches la procedencia de aquella tela, se generalizó y promocionó tanto que acabó siendo motivo de orgullo. En las revistas de los años 40 se encontraban anuncios donde aparecían mujeres cosiendo alegremente sus propios diseños con lemas como: 'Tienes que pagar por el envase, así que, ¿por qué no uno lo suficientemente bonito como para que las amas de casa puedan reutilizarlo?'.
Luego llegó la Segunda Guerra Mundial, y de nuevo se comprobó la utilidad de tal reciclaje; otros países que habían padecido la contienda, entre ellos Holanda, conocedores de esta iniciativa, la adoptaron a su vez, pero sin llegar a aquellos extremos artísticos, simplemente como una forma de ahorrar, de aprovechar recursos. Nada de estrellas ni caballitos de mar.
Para cuando, en 1951, Marilyn Monroe apareció en unas fotos posando con un sexy minivestido hecho con un saco de patatas, millones de personas, especialmente mujeres y niños, habían podido vestirse casi gratis, comer gracias a lo ahorrado en ropa. En los 60, las fábricas de alimentos, en especial de harina, sustituyeron sus envases de algodón por los más económicos de papel, y una tradición que se había mantenido pese a la mejora de las condiciones de vida se acabó definitivamente.
Cuentan que, ya superada la Gran Depresión y una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, se popularizó como chiste este dicho del gerente de una empresa de harinas: «Solían decir que cuando soplaba el viento en el sur se podía ver nuestra marca en todas las bragas de las niñas».
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