El vértigo del cincelador
Crónicas mínimas ·
Mariano Canfrán artista de Sigüenza donde a golpes de martillo da forma a su creacionesCrónicas mínimas ·
Mariano Canfrán artista de Sigüenza donde a golpes de martillo da forma a su creacionesTxema Rodríguez
Miércoles, 26 de agosto 2020, 00:04
Una de las paredes del taller de Mariano Canfrán es la tercera muralla de Sigüenza, de principios del XVIII, una casa que seguramente fue un telar y después domicilio de sus abuelos, en la calle del antiguo seminario. Aquí todo respira esplendores eclesiásticos y siempre ... fue la iglesia el mayor activo del lugar; «no tenemos vega ni industria y ahora lo religioso está en decadencia, así que vivimos de los que vienen los fines de semana», dice. En la parte trasera de la casa, precedida de un zaguán poblado de flores y de un patio cubierto de vegetación, señala un espacio, a modo de mirador, con una mesa. Dice que tomarse un bocadillo de tortilla de patata aquí sentado es su paraíso, «porque se trata de cosas así, no de la grandiosidad, ni de irse en avión a lugares lejanos; consiste en estar a gusto junto a una piedra que llevas viendo toda la vida».
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Mariano es cincelador y ha pasado miles de días junto a esa pequeña ventana invitando a quien quisiera a pasar, a sentarse a su lado, a dar unos golpes sobre las finas láminas de metal que reposan sobre una especie de cojín de resina que ablanda con un soplete. Su mente está en constante ebullición, aunque a veces las oscuras lagunas de la memoria asoman en el paisaje. Pero no vamos a hablar de eso ahora. Se balancea y pierde el equilibrio. Le sujeto cuando se incorpora, quería mostrarme un libro y de pronto estira los brazos hacia mí, como un náufrago. «Es que tengo vértigo y me he movido muy aprisa», explica. Suena a metáfora.
De crío se pasaba el día dibujando aunque no le dejaban, le exigían una vocación con sueldo fijo. Hizo caso un tiempo pero al final se dedicó a esto. «La naturaleza, aunque cruel, es sabia; nací con predisposición para ello y he sido afortunado porque las enfermedades me han respetado». Tiene 73 años y la pasión de un adolescente, cree que ahora es el mejor momento porque «sabes un poco el oficio y tienes ese conocimiento para poder desarrollar tus ideas».
Sin embargo, la salud de su mujer y las dificultades que encuentran los jubilados para seguir en activo le causan una infelicidad que a duras penas puede ocultar. Busca las palabras: «Llevo un trauma, porque puedo trabajar mejor que nunca y tengo que estar en casa, yo ahora estoy con fuerza para conquistar el mundo, porque dejaré el cincelado cuando deje de hacer sombra». Tomamos un café en el bar contiguo. Pasa una de sus dos hermanas y nos presentamos. Las dos son solteras y viven en el piso superior, «somos cuatro», dice ella. «Somos cinco, siempre digo que somos cinco», dice él, y rompe a llorar la ausencia de José María, insigne dulzainero que recuperó el uso de este instrumento en Guadalajara. Enuncia frases de dos o tres conversaciones simultáneas y cuando se quiere dar cuenta el café está frío. Mira el pincho de tortilla de patatas que nos han servido. «¿Por qué no te comes el mío?, me haces el favor…». Luego me observa fijamente, «me da la sensación de que nos hemos visto más veces».
El taller hace también las veces de galería. Paisajes, desnudos, puertas, calles. Decenas de piezas trabajadas a golpe de cincel y maceta. Un enorme libro de hojas blancas resume los testimonios de quienes pasaron por allí, ciudadanos anónimos, obispos y políticos. Hay una foto de la Cospedal que se podría titular 'aquí posando con el artesano'. Lo muestra de forma atropellada, quiere hacer varias cosas de la vez. Hasta que se sienta en su banco e inicia una secuencia de golpes rítmicos. Como el latido de un animal perseguido. Se cala una boina, me habla del latón y del baño de plata para obtener el blanco, del cianuro de cobre o de zinc, de que la gente confunde a los cinceladores con los orfebres o los plateros, de ese mundo de trabajadores anónimos que fueron dando forma a piezas asombrosas en talleres que siempre estaban cerca de las catedrales y las iglesias, «a las que suplían de custodias o piezas ornamentales. Algo de eso también he hecho, pero luego me pasé a los bodegones, a las perspectivas, estaba obsesionado con salvaguardar la imagen de las calles tal como eran, le tenía mucha manía a los bancos porque en cuanto montaban una oficina ponían mármol en la fachada y lo estropeaban todo; en muchas de mis piezas se pueden ver cómo eran antes esos lugares». También le apena el ocaso de este oficio. Porque su taller ha sido un decorado perfecto para el postureo de autoridades, pero la realidad es que no hay interés. «Yo estaría dispuesto a enseñar gratis, solo para que todo lo que sé no se pierda, pero en vez de favorecer eso lo que hacen es meterte en líos».
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El sol comienza a iluminar el patio. Los tonos de la hiedra se tornan blanquecinos. Habla de un libro que quiere hacer y de un caballete sobre el que se pueden fotografiar sin brillos las piezas a primera hora de la mañana, de una obra grande que tiene en mente, de los tres o cuatro años que le llevaría acabar todo lo comenzado, y eso sin contar las que le rondan por la cabeza. Pero es testigo doloroso de su propio fin: «Si quisieras ver al hombre más feliz de la Tierra sería yo en este taller, veinticuatro horas al día, solamente con tener un platito de comida y estar aquí no habría nadie más contento que yo».
Quiere que me siente en su banco, que tome un cincel y aprenda a trabajar el latón. Mientras siento que estoy estropeando una pieza valiosa rebusca en unos estantes. Se queda mirando al cielo y de pronto vuelve al asunto, a «la tontería de poner coto al tiempo, pero solo existe el momento en que vienes al mundo y el momento en el que te vas». Cerramos el libro donde los visitantes apuntaron sus elogios. Quiere que demos una vuelta por Sigüenza, esas cosas de turistas. Cuando ya ha cerrado la puerta se da cuenta de que olvidó la mascarilla, se apresura a buscarla. «Si se enteran en casa me difuminan…».
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