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Domingo, 13 de agosto 2023, 00:33
¿Falta mucho?
— Ya casi hemos llegado. Todavía os podréis pegar un baño en la piscina.
Héctor ajustó el retrovisor interior para ver a sus hijos. Iker, de diez años, seguía embebido en su consola. Ane, de doce, apoyaba sus bracitos en los respaldos delanteros y ahora ... le devolvía una mirada expectante a través del espejo.
— ¿Te bañarás conmigo, papi?
— Claro. En cuanto lleguemos me pongo el bañador y te echo una carrera hasta el agua.
— ¿Será tan grande la piscina como la del verano pasado? ¡Yo quiero tirarme desde el trampolín!
— No sabemos cómo será la piscina —Marisa se giró para contestar a su hija—. Solo sabemos que es un sitio muy guay.
— Seguro que no es tan grande —terció Héctor—, pero la tendremos enterita para nosotros. Este año no vamos a un hotel sino a una villa.
— Entonces, ¿estaremos solos?— preguntó la niña.
— Casi. Durante dos semanas seremos los dueños, y los dueños serán nuestros sirvientes.
— ¡Qué guay! Pienso pedirles huevos fritos para desayunar. ¿Cómo es una villa?
— La verdad es que no la he visto. La casa no se anuncia en Internet. Solo sabemos lo que nos ha dicho Nacho.
— ¿Quién es Nacho?
— Un compañero de papi —dijo Marisa—, que nos la ha recomendado. Es ingeniero como él.
— Del departamento de diseño —puntualizó Héctor en tono festivo—. Él crea cosas bonitas e inútiles, yo consigo que funcionen y él protesta por mis cambios. Creo que es aquí a la derecha.
El automóvil se internó en una carretera estrecha y sombría. Tres kilómetros más adelante, un letrero de madera con las palabras 'El limonero' pintadas a mano señalaba a un camino de grava y hierbajos. Tras un instante de duda, Héctor tomó el desvío.
— ¿Seguro que es por aquí? –preguntó Marisa, inquieta, mientras el coche traqueteaba en los baches. Hasta Iker se quitó los auriculares y apagó la consola, intrigado por el cambio.
— Eso parece — Héctor trató de aparentar despreocupación. Nacho era un magnífico diseñador, pero también un bohemio, uno de esos tipos que van a la oficina sin calcetines, y eso ahora resultaba poco tranquilizador. Menos aún al ver que el camino moría ante una valla de piedra con una tosca cerca de madera. Detrás había una amplia pradera de hierba sin cortar y, al fondo, una casa baja, de tejado rojo y paredes encaladas.
— Fin de trayecto —dijo Héctor, fingiendo un tono alegre. Al ver que Marisa fruncía el ceño y se disponía a protestar, le lanzó una mirada de advertencia. Ella cerró la boca, disimulando su enfado, y se dirigió con los niños al maletero.
Abrieron la cerca y arrastraron sus maletas por el prado hacia la casa. Al llegar se toparon con un hombre que cortaba leña con un hacha. Era flaco, vestía una camiseta raída, bañador y sandalias, e interrumpió la tarea al verlos. Un perrazo de pelaje leonado se levantó perezosamente y se les acercó moviendo el rabo amistosamente.
— Los señores García, supongo — dijo el hombre, clavando el hacha en el tocón y tendiéndoles una mano callosa—. Les esperaba más tarde.
— Oiga, el camino moría ahí. ¿Es que hemos accedido por la parte de atrás? — preguntó Héctor.
— Esa es la única entrada, prefiero que no entren coches en la finca. No se preocupe por el suyo, estará seguro donde lo han dejado. Vengan, les mostraré la casa.
— ¡Primero la piscina! —rogó Ane.
— No tenemos piscina —replicó el hombre, con una sonrisa–. Pero sí una playa preciosa. Síganme, les enseñaré sus habitaciones. Mi mujer llegará ahora con los niños.
Pasaron a un salón amplio, con una gran chimenea de piedra, una recia mesa de nogal con ocho sillas de la misma madera y una estantería repleta de libros, y abrió una puerta lateral.
— Esta es la de los niños — dijo. El cuarto, de paredes desnudas, tenía dos camas, una alacena, un escritorio y dos taburetes por todo mobiliario.
— ¿Y la tele? —preguntó Iker.
— No la hay en esta casa — respondió el dueño—. Pero en la biblioteca hay muchos libros infantiles.
— ¡No hay cobertura! — exclamó Ane, blandiendo el móvil–. ¿Qué vamos a hacer todo el día?
— Podéis bañaros en la playa, pasear con el perro, jugar con mis hijos, que tienen vuestra edad, sacar a las cabras, ordeñarlas…
— Tendréis que arreglároslas con vuestras tabletas — les consoló su madre—. ¿Cuál es la contraseña del wifi?
— No tenemos línea de teléfono. Ya verán que no la echan de menos — repuso el hombre, impertérrito, mientras abría la otra puerta—. Y ese es su cuarto.
La estancia estaba también espartanamente decorada, aunque con una única cama, estrecha para ser doble. Tendremos que dormir pegados, pensó Héctor.
— No veo el aire acondicionado — apuntó Marisa.
— La casa es muy fresca. Dormirán de maravilla...
— ¡Hay un sapo en la pared del cuarto de baño! — Iker irrumpió en la habitación con semblante despavorido.
— Si está en la pared no es un sapo, sino una salamanquesa — le corrigió el hombre, cachazudo—. No temas, es inofensiva y se comerá los insectos para que duermas mejor.
— Oiga, necesito llamar por teléfono con urgencia — le interrumpió Héctor, sin esconder su irritación. Aquello era el colmo. ¿Estamos en 'Supervivientes', o qué?
— Tendrá que subir ahí arriba— dijo el hombre, señalando por la ventana una loma que daba resguardo a la casa—. Es lo que hago yo cuando necesito comunicarme.
Un cuarto de hora más tarde, Héctor se detuvo, jadeante, en lo alto de la loma. Más allá de la casa, el mar resplandecía, y el litoral se curvaba hasta fundirse con el horizonte en lo que distinguió una mancha gris de rascacielos. Comprobó que en su móvil había dos rayas de cobertura, y marcó el número de su secretaria.
— ¿Susi, eres tú? Escucha, esto es urgente. Déjalo todo y búscame un hotel de playa con dos habitaciones libres por esta zona. Lo necesito ya, para hoy mismo. Dos semanas. Sí, ya lo sé, no importa, pagaré lo que sea. Llámame en cuanto lo consigas, esperaré aquí.
Colgó, se sentó al pie de un árbol y se secó el sudor de la frente con la manga. El aire caliente transportaba aromas a lavanda, espliego, tomillo y romero, y el chirrido de las cigarras resultaba adormecedor. Cerró los ojos, el viaje había sido largo.
El sonido de unas voces distantes le sacó de su sopor. A sus pies, el sol de la tarde extraía destellos plateados de una mar en calma que moría dulcemente en una playita tapizada de guijarros. Por ella corrían sus hijos con otros dos críos de su edad, al tiempo que se despojaban de sus ropas entre carcajadas, mientras el perrazo ladraba excitado a su alrededor. Los cuatro se lanzaron al agua y sus risas se agudizaron. El timbre machacón de su móvil le hizo respingar.
— Susi, dime. ¿Lo has conseguido? ¿En Benidorm? ¿Segunda línea de playa? Bravo por ti, eres la mejor. No, ya te he dicho que el precio es lo de menos. Ya te contaré. El idiota de Nacho ha estado a punto de jodernos las vacaciones.
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