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Los campos de Baeza. Rosa Palo
La última noche en La Temblorosa, o de toponímicos, poetas y melancolías preventivas

La última noche en La Temblorosa, o de toponímicos, poetas y melancolías preventivas

Con la casa a cuestas ·

Menos mal que los vaqueros cortos que me puse hace dos semanas llevan cinturilla elástica

Miércoles, 25 de agosto 2021, 00:07

Última etapa del viaje. Vamos a Baeza por varios motivos, unos ajenos y otro propios; toponímicos, para ser exactos. Intento sortear Úbeda, la otra joya del Renacimiento español de Jaén, porque allí también hay parador y no voy a poder negarme por segunda vez: no hay duda razonable sobre la que cimentar la defensa de un parking de autocaravanas frente a una habitación con aire acondicionado y un cuarto de baño más grande que La Temblorosa. Y, menos aún, si el patriarcado está agotado: la carretera se les hace eterna, el calor insoportable, los días interminables. Para ellos el viaje acabó al salir de Portugal. En cambio, yo siento (aunque sé que es un sentimiento falso, impostado, que solo existe para ayudarme a afrontar el tirón final, que desaparecerá en cuanto vuelva a casa) que empiezo a acostumbrarme a esta forma de vida nómada y loca.

Llegamos a Baeza. Por delante tenemos una tarde de visitas monumentales bajo los rigores de la canícula: la pesadilla de cualquier adolescente. De repente, como enviado por los dioses de los viajes de interior, se materializa ante nuestros ojos un trenecito turístico que se dispone a arrancar. «¡¡Vamos, vamos, corred!!», grita el heredero, que acaba de encontrar su tabla de salvación. Y allá que vamos, al compás del chacachá del tren y del discurso de un guía que nos cuenta las maravillas de su pueblo en un tono severo, rígido, como si nos echara la bronca. Hace un mohín cada vez que termina una frase: aprieta los labios y suelta 'hum'. «Durante los siglos XV y XVI Baeza fue la ciudad más importante de la provincia. Hum». «Y llegó a tener más de veinte mil habitantes. Hum». Parece la señorita Rottenmeier. Miedo me da que nos haga un examen oral tras finalizar la ruta.

A pesar del guía y su tono riguroso, el recorrido por la ciudad es un gozo. La plaza de Santa María, la catedral, la iglesia de la Santa Cruz, el abigarrado Palacio de Jabalquinto y el Seminario de San Felipe Neri, hoy sede de la Universidad Internacional de Andalucía: su fachada pintarrajeada de vítores rojos, grafitis de la época con los nombres de los estudiantes que obtenían el doctorado, despierta nuestra curiosidad.

Plaza de Santa María con Catedral al fondo. R. Palo

Nos apeamos del tren y damos una vuelta a pie. Nos maravillamos en el mirador del Guadalquivir: sobre las lomas se extiende una interminable colcha de rayas formadas por las hileras de olivos. «¡Campo de Baeza, soñaré contigo cuando no te vea!», escribió Machado. Pero, antes de añorar los campos, Machado no empezó con buen pie en Baeza: destrozado tras la muerte de Leonor e incapaz de volver a su cátedra en Soria, se trasladó aquí en octubre de 1912 y la ciudad se le antojó fría, dura y sin vida intelectual. «Soria es Atenas comparada con esta ciudad donde ni aun periódicos se leen», escribe a finales de ese año José María Palacio en un artículo publicado en 'El Porvenir Castellano' contando las impresiones que le había transmitido el poeta a su llegada.

La huella de Machado

Machado ocupó la cátedra de Lengua Francesa en el instituto de Baeza hasta 1919, y su recuerdo está presente por toda la ciudad. Incluso en el casino pervive su huella: uno de los socios, amabilísimo guardián de las esencias, nos enseña el Salón de los Espejos. Allí, y según cuenta Rafael Laínez, alumno de Machado, una tarde en la que Federico García Lorca estaba de viaje de estudios con la Universidad de Granada coincidieron los dos poetas: Lorca tocó el piano y Machado recitó fragmentos de 'La tierra de Alvargonzález'. Baeza no solo encierra maravillas renacentistas, sino encuentros fortuitos que son episodios de la historia reciente de España. Como el de Chelo García-Cortes e Isabel Pantoja en 'Supervivientes'. A cada período, lo suyo.

Tras el recorrido, nos sentamos a tomar una cerveza. Pasan señoras con batas frescas y ligeras, chiquillas con shorts a la altura de las trompas de Falopio, chiquillos con camisetas sin mangas mostrando sobacos peludos. Hay tres tipos en la mesa más cercana a la nuestra; los hemos visto antes de irnos a comer y ahí siguen. Nos despistan los auriculares naranja fosforito colgados a la altura del cuello del primero, la riñonera del segundo y la cola de rata del tercero, pero deben ser científicos de gran altura, puesto que hablan con muchísima autoridad de la peste amarilla, del coronavirus, de las vacunas, del cáncer y de medicamentos. «El ibuprofeno es muy malo para el hígado» dice el de la cola de rata mientras se arrea el cuarto gin-tonic.

Piano con el Salón de los Espejos reflejado. R. Palo

Tras asistir como oyentes al congreso científico, regresamos a La Temblorosa. Nos espera entre el pabellón municipal y la estación de autobuses, junto a una furgoneta camperizada y una autocaravana gigantesca. Antes vamos a un supermercado cercano a comprar provisiones: tomate y queso para nuestra sobrina, fiambres para nosotros y mucho pan para todos. Afortunadamente, los vaqueros cortos que me puse hace más de dos semanas llevan cinturilla elástica.

Recordando anécdotas del viaje transcurre la última noche. Mañana volvemos a casa. Me siento extraña, presa de una melancolía preventiva. A ver si me va a pasar con la autocaravana lo mismo que a Machado cuando abandonó Baeza, que mucho protestar pero luego bien que le dedicó unos versos. «¡Temblorosa, soñaré contigo cuando no te vea!». Hum.

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