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Uno de los coloridos patios de Córdoba.
La sorpresa de Córdoba

La sorpresa de Córdoba

Con la casa a cuestas ·

O de nuevos pasajeros en La Temblorosa y maldiciones gitanas

Domingo, 22 de agosto 2021, 00:06

Escribe Steinbeck en 'Viajes con Charley' que «no hacemos un viaje: nos hace él a nosotros». Y tanto. Estamos sujetos a los imprevistos, a los contratiempos, al azar. Y hasta a la familia política: el hermano de mi santo le llama por teléfono. «¿Podéis recoger a mi hija, que está en Córdoba capital?», le dice. Y a ver quién se niega, que mis cuñados son jueces y no quisiera yo que nos condenaran por desacato al tribunal, así que abandonamos la idea inicial de ir a Priego de Córdoba para pasar a por mi sobrina. La chiquilla ha terminado un máster y tiene que volver a casa arrastrando un baúl que ni la Piquer. Y allí estamos nosotros con La Temblorosa para acoger al peregrino, para dar de beber al sediento y de comer al hambriento. Aunque no sé qué va a comer, la pobre: nos ha salido vegetariana, y en la cocinita de Pin y Pon solo hay fiambres y alimentos procesados con todos sus colorantes, y sus conservantes, y sus saborizantes. Menos mal que nos queda Portugal y algo de la fruta que compramos allí.

Antes de abandonar Extremadura paramos en Azuaga para saludar a unos amigos. Un café reconstituyente, un paseo rápido por el pueblo que nos enseñan orgullosos y la alegría de encontrarnos con unas caras distintas a las nuestras: llevamos tantos días los tres metidos en seis metros cuadrados que estamos los unos de los otros hasta los amortiguadores. Será por eso por lo que, cuando vemos a nuestra sobrina, también nos entusiasmamos. Además, estamos en Córdoba, «romana y mora». Y eso siempre es motivo de celebración.

Vamos directos a la Mezquita. En la entrada, las vendedoras de romero se arremolinan a nuestro alrededor: una atrapa a mi santo, otra al heredero, la tercera a mí; mi sobrina, que conoce el truco, logra zafarse. Mi santo se resiste, pero no tiene nada que hacer. «¡No te vayas, payo, que te voy a echar la buenaventura!», le dice la tía. Yo me rindo a la primera y dejo que me lea la mano. «Morena, vas a tener una sorpresa en menos de una semana», me vaticina. Les damos unas monedas, pero no: quieren billetes, que las monedas traen mala suerte. Amárrame esos pavos. Aunque, para pavos, nosotros: la broma nos ha salido más cara que si hubiéramos ido a la consulta de Rappel.

Nada de monedas, billetes, que las monedas traen mala suerte, nos sueltan tras leernos la mano

Recién timados, entramos en la Mezquita. De repente, estoy dentro de una fotografía del libro de historia del arte del colegio. Recuerdo algunas cosas; pocas, menos de las que debería para las buenas notas que sacaba. Pero no me da tiempo a examinar si mi pérdida de conocimientos es culpa de la educación concertada o de mi frágil memoria: antes de darme cuenta, ya me he desorientado en un bosque de arcos blancos y rojos por el que caminamos sin prisa, recreándonos en los detalles, en la luz que entra por cúpulas y celosías como si Dios, o Alá, quisiera colarse por los resquicios del alma. Embelesada, la incapacidad para aprehenderlo todo y poder expresarlo con palabras me produce una reacción física, una suerte de fascinación ansiosa que me acelera el pulso.

La Mezquita, como Córdoba entera, se merece la prosa de un escritor de fuste, no la mía. Por ello no haré un encomio para cantar las alabanzas de la ciudad: para qué glosarla si puedes vivirla, comértela, sentirla. Disfrutar de los patios salpicados de macetas de colores. Del laberinto de callejuelas. De los olores a hierbabuena y a menta de las teterías árabes. Del paseo junto al Guadalquivir. Del Puente Romano. Es tan apabullantemente hermosa que podría ser feliz en Córdoba. Y hoy lo he sido. ¿Sería esa la sorpresa?

Un rincón de la ciudad de Córdoba. R. Palo

Círculo endogámico

Volvemos al camping. Está en el monte, a veinte minutos de la ciudad. Nos cuesta encontrar sitio para La Temblorosa; el terreno es irregular y las mejores parcelas están ocupadas, ocupadísimas: una familia ha construido un emporio urbanístico uniendo varias tiendas de campaña. Son al camping lo que los Matutes a Ibiza. Cenan alrededor de una mesa enorme presidida por una pantalla de cuarenta pulgadas. La familia que ve la tele unida permanece unida.

Fuera de ese círculo endogámico, hay charlas entre los vecinos de parcelas. Y si en las comidas se habla de más comida, en los campings se habla de más campings: que si el de Huelva, que si el de Valencia. Un matrimonio catalán retirado que se dirige al Algarve platica con un hombre que va en caravana «porque así la dejo aparcada y me muevo por cualquier lado con el coche». Mientras, su mujer mira el móvil. Lee en voz alta: «Casa de los abuelos: hotel de hijos, guardería de nietos». Se ríe.

La imponente Mezquita de Córdoba.. R. Palo

Cenamos frugalmente. Mi sobrina da muestras de su buena voluntad: «No os preocupéis, que yo me como lo que sea», nos dice. Se apaña con un par de albaricoques, unas guindas y un queso tan delicioso como apestoso. Es educada, lista, juncal, de ojos enormes y sonrisa permanente. Es la chiquilla que me gustaría ser si volviera a los veintitantos. En todo menos en su gusto por el tofu.

Hace una noche preciosa, limpia, clara. A lo mejor la sorpresa no era conocer Córdoba, sino esa noche perfecta. O puede que tampoco: al ir a acostarme me he mirado en el espejo de aumento. ¡Jesús bendito, qué cejas! Soy la hija secreta de Fernando Simón y Paloma Segrelles. Y sin pinzas de depilar a mano. Definitivamente, va a ser eso. Aunque, más que sorpresa, es una maldición gitana.

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