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La calle principal de Budia se llama Soledad. Y soledad es lo que se encuentra el viajero en este pueblo de la Alcarria alta, en Guadalajara, una de las provincias de la Laponia ibérica, la zona cero de la España vaciada. Pero estamos en verano, ... son las diez de la mañana y por esta rúa que no ve pasar un triste gato en invierno caminan con prisa hacia la Plaza Mayor, Angelines, Miguel y Begoña. Corren como si no hubiera un mañana para coger su turno en la frutería ambulante. Hoy es viernes de mercado y una fila de vecinos ya hacen cola para comprar tomates y melocotones a 1,99 el kilo.
Angelines, que calza 73 años y arrastra un carrito, llega la última. Pide la vez y, como tiene por delante a trece paisanos (una hora de espera), aprovecha para meterse en la misa de don Antonio, el párroco. «En invierno nunca hay que esperar. Si quieres tranquilidad, Budia es un buen lugar para vivir. El verano es bonito, pero el ajetreo, las fiestas, los ruidos, las colas… Y no estoy yo para eso, así que si no te importa me voy a misa, que aún me da tiempo», dice la feligresa mientras enfila resuelta hacia el fresquito de la iglesia de San Pedro, un templo de tamaño colosal para una población tan leve.
En Budia viven los doce meses 160 vecinos, entre ellos Miguel, malagueño de 44 años y guardés de una finca, y Begoña, de 46 y trabajadora en la casa de mayores del pueblo. A partir de julio la población se multiplica por cinco con el regreso de muchos de los que tuvieron que emigrar en los 60, cuando el pueblo rozaba las 1.500 almas, y el desembarco de los veraneantes de Madrid, que han encontrado aquí un remanso de paz rodeado de montes y valles y ríos que convergen en el cercano pantano de Entrepeñas.
Budia es un hermoso lugar para vivir, aunque tirita de frío en enero. Ese estilo de vida distinto, solitario e invernal salta por los aires en su versión estival, con la avalancha de gente que irrumpe al calor de las fiestas. «En invierno somos 160 y en verano podemos superar los mil», dice José Luis, de la oficina de turismo, donde se conserva tal cual el catre del calabozo en el que Cela durmió una noche mientras se documentaba para su 'Viaje a la Alcarria' y el alguacil le aplicó la ley de vagos y maleantes.
Miguel, el guardés, prefiere el invierno. «Me junto con los abueletes y echamos la partida. Hace un frío que pela, anochece pronto y hay que recogerse temprano, pero soy feliz así». «A mí me gusta la tranquilidad, si no, no viviría en el pueblo», apunta Begoña, madre de dos niñas que acuden al colegio de Primaria de Budia, un centro rural agrupado que acoge a alumnos de las aldeas del entorno, un total de 30 chavales. Hay niños, luego hay futuro. Y los jóvenes no sienten de momento la atracción de la gran ciudad. «¿Aburrirme yo? ¡Pero qué dices!», exclama Sara, de 16 años. «Aquí siempre hay algo que hacer. Ahora en verano vamos a las piscinas municipales o a bañarnos al pantano, que hay unos saltos muy chulos».
Sara estudia Secundaria y se desplaza al instituto de Pastrana, a 23 kilómetros. Hoy se ha juntado con Samuel y Alejandra, de 19 años, que veranean en Budia. «Nos encanta el pueblo. Es otro rollo. Te dejan estar hasta tarde e incluso hasta el amanecer, ja, ja, ja». Sara confiesa que cuando acaba el verano le da «muchísima pena». Se van los amigos y, con ellos, las risas. «Es duro, pero sabes que algunos regresarán el fin de semana y te agarras a eso».
Pero hoy no toca. Quedan por delante largas semanas de luz, de tardes eternas y noches estrelladas, de golondrinas y tomillo hasta que Budia eche la llave al verano y se vuelva a encoger en sus silencios. Y ese ambiente lúdico de julio y agosto se respira en los soportales del Ayuntamiento, que presiden la Plaza Mayor y sirven de terraza al bar Las Escamaras, donde la camarera, otra Sara, de 24 años, saluda a los forasteros entre cafés y botellines. Hay días de noviembre que no hace 50 euros de caja. «Pones cuatro cafés por la mañana, la partida de mus después de comer, otras cuatro tónicas y poco más. A las seis es de noche. Empiezas a recoger y a casa. Ahora en verano podemos cerrar a las cuatro de la mañana. Como el blanco y el negro», resume la situación.
Aunque en el rato de charla ha despachado más bebidas que en una semana de invierno, Sara prefiere a sus parroquianos habituales. «Viene mucho tonto de la capital. El invierno es aburrido, las horas pasan despacio, pero hablo con todos los abuelos y estás como en familia. Te cuentan sus problemas, les das consejos... ¡Me van a convalidar la carrera de Psicología!», bromea.
El cura don Antonio también está «mano sobre mano» en invierno, pero con las romerías, los bautizos y las confesiones de los urbanitas le faltan las horas. «A ver si pasa pronto». Y Eli no puede estar más orgullosa de ser la boticaria de su pueblo natal. «No me voy a hacer rica, pero tengo calidad de vida y me gustan los valores con que está creciendo mi hijo. Vivir aquí es un tesoro». Eso sí, Eli, como Sonia, que lleva la única tienda de comestibles, agradecen al verano «que compense lo poco que se vende en invierno». ¿Y la soledad? «Aquí ves a tres y a los tres saludas. En Madrid no pasa eso. Tranquilidad y silencio no es soledad».
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