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Ya dijo en una ocasión el escritor Pérez Reverte en Twitter que «vivimos en un país de gilipollas». Y parece que el autor del capitán Alatriste no estaba falto de razón. No se lo tome a mal, que no nos referimos a que seamos necios ... o estúpidos –según la definición que hace de la palabra la RAE–, lo decimos por el extendido uso de este adjetivo malsonante cuando queremos descalificar a alguien.
Jon Andoni Duñabeitia, director del Centro de Ciencia Cognitiva de la Facultad de Lenguas y Educación de la Universidad Nebrija, es el impulsor de un estudio en el que se han recopilado los insultos más empleados en nuestro país. Son gilipollas, imbécil y cabrón, por este orden, pero la variedad endémica es enorme, casi inabarcable. Tras revisar casi 8.000 insultos, el autor dibujó un mapa con el uso de cada uno de ellos. Muy alejado de los primeros puestos, aparece el viral bobo con el que se refirió Leo Messi al espigado delantero de Países Bajos Wout Weghorst en el pasado Mundial de Catar, a pesar de que esta palabra, junto a tonto, se adquiere en nuestra edad más temprana.
«Lo primero que nos sale por la boca en un momento de tensión, ya seamos hombreso mujeres, suele ser parecido, no solemos dejar volar nuestra imaginación pese a la gran riqueza léxica del castellano. El mundo del insulto en español es casi infinito, lo que sucede es que la rapidez del lenguaje nos lleva a utilizar con más frecuencia ciertas palabras, en este caso unas 84», explica Duñabeitia.
Explica que para clasificar los insultos se hicieron muchas categorías: asépticos, estereotipos de mujer, capacitismo, orientación sexual e incluso otros referidos a animales como cerdo, rata, merluzo o zorra. «Seguimos utilizando los términos de marica y retrasado como insulto, algo que nos sorprende a nivel social. Es llamativo que se sigan usando palabras que atentan de esta forma contra las personas y que, hoy más que nunca, están fuera de lugar», reprocha el autor del estudio y doctor en Psicología.
Será rara la sociedad en la que no se escuchen insultos, pero de España se ha dicho que aquí es casi un deporte. Se sueltan improperios viendo un partido de fútbol, en un atasco, revisando las redes sociales... Y la forma de faltar al respeto y ofender es tan diversa porque así lo es la riqueza de nuestra lengua, «permite crear nuevas palabras mediante composición», de modo que la cantidad de insultos aumenta «y es ahí donde la población emerge siempre como gran inventora de improperios», apunta Duñabeitia. De hecho, de A a la Z podríamos llenar este texto con vituperios, que van desde el arrastracueros al zampabollos, pasando por el cantamañanas, el lerdo o el pagafantas.
Aunque todos cumplen su función ofensiva, no tienen el mismo éxito: «Hace veinte años nadie entendería qué es 'caranchoa' o 'feminazi', términos que se usan actualmente como insulto. Ya sea por motivos sociales o políticos, encontramos términos que, al combinarlos, dan lugar a otras nuevas formas de ofensa». Así pues, lo mismo que unas descalificaciones nos unen como españoles en el uso y frecuencia que hacemos de esa palabra en concreto, otras nos conectan en función de nuestra ideología política: facha, rojo...
Es tan amplio el universo del insulto en nuestro país que hay palabras que incluso se han asociado a determinados personajes, en una suerte de 'marca personal'. Que se lo pregunten, si no, al actor y humorista José Mota, en cuyos celebrados 'sketches' se escuchan improperios de todo tipo: mugroso, zamarro, muerde almohadas, morrochoto o bailaferias, aburrevacas, cejijunto o tragasables.
El estudio de Duñabeitia pone también de relieve que el insulto no es tanto el adjetivo como el 'arte' al decirlo. Cualquiera puede llamar a otro 'idiota', pero no tiene el mismo efecto dependiendo del momento, el tono... «No es igual que te digan 'eres un cabrón' o 'vaya cabroncete estás hecho'. En este último caso la función no es faltar al respeto, sino lo contrario, reforzar la relación con la persona a la que se le dice». Y nada tiene que ver esto con la función última del insulto: «Para que ofenda, debe haber tensión».
Vamos, que para insultar de verdad tenemos que ponerle un poquito de 'ganas', las mismas que se suelen ver en los estadios de fútbol, en algunas letras de canciones e incluso, desgraciadamente, en algunas ocasiones en el mismísimo Congreso de los Diputados.
Hay insultos que tenemos como seña de identidad, pero luego uno viaja a distintas comunidades, comarcas o provinciast y observa cómo tienen los suyos propios o alguno que haya mutado su forma como por ejemplo parvo en Galicia o el aparvado del País Vasco, que va desde el clásico tonto al burro. En Canarias se habla de machango, que vendría a ser el bobochorra de La Rioja o el pelele castellanoleonés, que se utilizan para ofnder a alguien del que se dice tine 'pocas luces'. Algunos suenan más suaves que otros, por ejemplo el tontopollas de Andalucía, el tontolpijo murciano o el escuchapedos navarro provocan quizás ofensa mayor que el mondregote de Cantabria,matután aragonés o el pejiguero de Extremadura.
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