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Quizá al ver un banco partido, una farola arrancada o una papelera rota no empiece inmediatamente a echar cuentas de lo que le va a costar la reparación, pero repercute, ¡y mucho! en nuestro bolsillo. ¿Sabía que reponer una señal de tráfico vandalizada puede costar hasta 140 euros? ¿Y que restituir un tobogán supone un desembolso de 1.150 euros? No es poca cosa. Si se fija en la cantidad de mobiliario urbano estropeado que hay en las ciudades obtendrá una suma realmente elevada.
«El vandalismo representa una importante lacra en cuanto al gasto del presupuesto ordinario de mantenimiento, dada su considerable incidencia y que hacer frente a los desperfectos comporta importantes inversiones recurrentes», lamentan desde la concejalía de Ecología Urbana del Ayuntamiento de Valencia. Y lo peor, dicen, es que va a más. Por ejemplo, en esa ciudad el número de contenedores quemados se duplicó entre 2020 y 2021 (de 142 se pasó a 239); mientras que limpiar las calles de 'graffitis' costó 123.000 euros más en 2021 que en 2015.
En San Sebastián, por su parte, «los gastos anuales estimados en reparaciones en el mobiliario urbano, por diferentes actos vandálicos, se elevan a 37.209 euros, siendo los daños más habituales los producidos en los bancos, los ascensores públicos, los parques infantiles, las escaleras mecánicas, las rampas y las barandillas».
Semáforo: 600 euros El estándar, de aluminio con tres focos de luz led de 200mm, según la asociación de Nuevas Tecnologías en el Transporte ITS España.
Banco: 400 - 5.000 euros Depende del material, el tamaño y el diseño. Un banco de madera tecnológica cuesta 325 euros, y uno de fundición, 295, según el catálogo de la empresa de venta de mobiliario urbano Crous
Marquesina: 3.000 - 10.000 euros Cuanto más grande, más cara. Y más si tiene un cartel luminoso para publicidad.
Farola: 1.000 - 30.000 euros «Una farola básica de plaza ronda los 800 euros, pero una artística mucho más. Por ejemplo, la farola modernista de la rambla de Canaletas (Barcelona), tiene una columna que cuesta 1.700 euros y cinco luminarias de 900 euros», cuentan en Roura, empresa de fabricación de alumbrado público.
Papelera: 50 - 90 euros Las de plástico son más baratas que las históricas de acero.
Contenedor: 1.000 euros Los más vandalizados son los de papel y cartón porque prenden más fácilmente.
Señal de tráfico: 80 - 140 euros «El precio estándar de una placa redonda, como las de la limitación de la velocidad, ronda los 80 euros. El precio sube a los 140 euros si precisa nueva instalación», dicen en la Asociación de Fabricantes de Señales Metálicas de Tráfico.
Parque infantil: 900 - 21.500 Un columpio doble de madera cuesta 975 euros, un tobogán, 1.150; el conjunto de un parque infantil básico, 6.000; y uno complejo, 21.500, dicen en Crous.
Biosaludables Los precios de las máquinas urbanas para hacer ejercicio son muy dispares. Una bicicleta estática biosaludable, por ejemplo, tiene un precio de 695 euros.
Pero el incivismo no es solo una cuestión de vandalismo agresivo. Tirar una colilla al suelo, no recoger los excrementos de los perros o escupir, son gestos diarios mucho más normalizados que también contribuyen al deterioro de los espacios comunes. ¿Por qué en casa somos cuidadosos que en la calle?
El principal motivo que señalan los expertos consultados es la falta de una mirada colectiva. «Vivimos en una cultura cada vez más individualista, en la que solo percibimos que una cosa es nuestra cuando es de propiedad exclusiva, no compartida», explica Enric Soler, profesor colaborador de los Estudios de Psicología y Educación de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC). «A nadie se le ocurriría rajar el sofá de su casa, pero sí un banco urbano, porque no se percibe como propio y nos importa menos que se estropee».
«No existe la conciencia de que el ayuntamiento somos todos y de que lo común es nuestro. Nos hemos asentado en la individualidad, olvidando lo comunitario», coincide en el diagnóstico Miguel Serrano, sociólogo especialista en estudios urbanos.
Soler apunta también a una falta de participación ciudadana. «Hay demasiada distancia entre los que toman decisiones sobre el mobiliario público y quienes los utilizan. El ciudadano de a pie percibe que son los políticos quienes lo eligen y muchas veces lo cuidan más o menos dependiendo del 'color' del ayuntamiento (una farola socialista, una papelera popular, un parque podemita...). No se trata de hacer un referéndum cada vez que tengamos que cambiar una bombilla, pero los ayuntamientos deberían tener más margen de decisión y gestión, porque son los que están más cerca de los ciudadanos», opina.
Tampoco todos los espacios públicos sufren igual nuestro incivismo. «En las playas, por ejemplo, existe una concienciación mayor de que debemos cuidarlas y mantenerlas limpias. En cambio, en una plaza o un parque es mucho más común encontrar basura en el suelo», declara el sociólogo.
Ambos profesionales coinciden en que el civismo es un valor que se está diluyendo en las generaciones más jóvenes. Lo atribuyen a una educación más laxa en este aspecto: «Ahora la mayoría de los jóvenes tienen mucha más formación y, sin embargo, se aprecian actitudes de menor educación civil que hace unas décadas, lo que se traduce en un menor cuidado de los espacios públicos», sostiene Serrano.
Pone el ejemplo del botellón y de la suciedad y desperfectos que ocasiona en parques y espacios públicos. «Es curioso que la búsqueda de la diversión vaya asociada, directamente, a una desvinculación total del civismo. Parece que pasárselo bien está reñido con cuidar el espacio público», lamenta. Otra causa es que tenemos un mejor sistema de recogida de residuos, lo que hace que nos relajemos al pensar que, si ensuciamos algo, ya vendrá alguien a limpiarlo después.
Cuanto más grande es el espacio público, más probabilidades hay de que esté sucio. Y la misma idea se aplica al tamaño de la localidad. En general, las grandes urbes están más sucias que los pueblos pequeños. «Se debe al efecto vigilancia. A veces somos una sociedad un poco infantil y solo hacemos las cosas bien si nos sentimos vigilados. En un parque pequeño el efecto vigilancia es mayor, porque todo el mundo ve lo que haces, así que da más vergüenza ensuciar o estropear el mobiliario. Lo mismo en un pueblo pequeño, donde los vecinos se conocen, frente al anonimato que otorga la gran ciudad», considera Serrano.
El psicólogo de la UOC alude también a la percepción de pérdida de libertades. «Vivimos en una sociedad tan estrictamente controlada que no da espacio al error. Por ejemplo, para aparcar hay que colocar el coche justo entre las líneas marcadas en el suelo, que además tienen distintos colores con distintos significados y están sujetas a distintos horarios y precios. Es decir, todo está tan encorsetado que nos faltan mecanismos para poder despresurizarnos. Y algunos terminan desfogándose de la peor forma posible: atentando contra los espacios públicos, al percibirlos como un símbolo de dicha opresión».
El drama de esta realidad es la pérdida del civismo como valor. «Los seres humanos somos seres sociales por naturaleza y, por lo tanto, no podemos vivir sin relacionarnos y sin compartir, pero hemos construido un tipo de sociedad cada vez menos social, y eso se nota en los espacios comunes», opina Soler.
Ambos especialistas coinciden en que la pandemia no ha tenido una causa-efecto en esta problemática, pero sí cierta influencia. «El confinamiento fomentó la idea de estar a gusto en casa y no tanto en el espacio público. Las personas han invertido mucho dinero en reformar sus viviendas, pero de puertas para fuera sigue habiendo poco respeto por el mobiliario urbano. El problema es que, cuanto más sucios dejamos los espacios públicos, más incómodos estamos en ellos y más los rechazamos, cuando debería ocurrir lo contrario, que fueran lugares de encuentro social en los que disfrutar y compartir», expresa Serrano.
«La pandemia ha sido una lupa de aumento de todas las virtudes y miserias humanas. Si bien ha provocado muchos gestos de solidaridad, también ha dado espacio a que se manifieste muchísimo incivismo», añade Soler. Por ejemplo, los residuos de mascarillas en el suelo y las playas, un desperdicio que no solo ensucia el espacio público, sino que también es contaminante.
En cuanto a las sanciones, cada comunidad autónoma tiene competencia para redactar su normativa y cuantificar los castigos. Los delitos se tipifican de leves o graves y se saldan con multas –de hasta de un millón de euros si el patrimonio vandalizado es histórico y el daño irreparable– y penas de cárcel.
«El mobiliario urbano tiene precio; tu civismo no»
Una de las campañas más icónicas y repetidas en distintos municipios para concienciar sobre el cuidado de los espacios públicos ha sido la de etiquetar el mobiliario con su precio, con el fin de que los vecinos conozcan y aprecien su valor. Por ejemplo, en Teba (Málaga), lo hicieron bajo el lema: «El mobiliario urbano tiene precio; tu civismo no» y etiquetaron desde bancos a farolas o papeleras. Esta propuesta se ha implantado también en otros pueblos y ciudades de España como Pamplona (Navarra), Santa Cruz de Bezana (Cantabria), Palma (Canarias) o Paterna (Valencia), entre otros.
En su mayoría, las campañas apelan a las emociones y el humor para generar un mayor impacto en las personas, como la última de la Comunidad de Madrid: 'Si necesitas una señal para utilizar la papelera, es esta' o 'Seguro que lo haces sin querer, pero quiere a tu ciudad', rezan algunas de las señales repartidas por la capital, muchas de ellas vandalizadas con pintadas y pegatinas. ¿Consiguen su propósito? El sociólogo Miguel Gómez opina que su influencia «es escasa y limitada en el tiempo». «Yo creo más en el poder de la reflexión desde la infancia. Si a una persona adulta nunca le han hecho reflexionar sobre el respeto a los espacios públicos, ni en casa ni en la escuela, es difícil que una campaña publicitaria consiga modificar su comportamiento», considera.
En el extremo de países más cuidadosos con los espacios públicos figuran Dinamarca, Luxemburgo, Suiza o Japón, según el Índice de Desempeño Ambiental (IPA). En el país nipón, concretamente, «la limpieza es parte del horario lectivo de los estudiantes desde la escuela primaria hasta la secundaria, lo que les ayuda a desarrollar una conciencia social y orgullo de su entorno», declaró Maiko Awane, subdirectora de la oficina del gobierno de la prefectura de Hiroshima en Tokio en una entrevista con la BBC. El ejemplo de que en los mundiales de Brasil (2014) y Rusia (2018) los fanáticos de la selección nipona se quedasen tras los partidos a recoger la basura del estadio da una idea del civismo de los japoneses.
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