Seamos menos 'buenos'
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Estamos expuestos a mil microabusos que nos llenan de rabia y culpa... hasta que petamos. ¿Y si somos menos considerados con quienes no nos respetan?De unos años a esta parte, se ha extendido mucho el uso de la palabra 'petar' para referirse a las personas que, en un momento dado, no pueden más y explotan. 'Fulanito ha petado en el trabajo', 'Menganita va a petar', 'si sigo así, voy a petar', 'vas a acabar petando'. ¿A que nos suena familiar? ¡Hay 'petamientos' por doquier! Y ese petar tiene muchas formas: ataques de ansiedad, salidas de tono, repentinos comportamientos irracionales, bajonazos emocionales, huidas desesperadas en plan 'ya todo me da igual', crisis de llanto, cansancio insuperable, refugio en adicciones... Cada uno se 'rompe' a su manera. Sin embargo, los caminos que nos llevan a ese momento no son tan variados. Tienen diferentes desencadenantes –estrés, problemas laborales, desengaños amorosos, conflictos familiares–, pero comparten un tronco común: la persona que peta se ha tragado muchas cosas antes. Porque no sabe decir que no, por un concepto de la bondad mal entendido, por querer ser amable a todas horas y todos los días, por no haber sabido ser un poquito despiadada cuando tocaba serlo. ¿Despiadada? ¡¿Es que hay que ser despiadado?! Pues sí, pero en el buen sentido. Adriana Royo, terapeuta y escritora, ha publicado recientemente 'Ética del despiadado' (editorial Penguin Random House), un libro en el que analiza dónde debe estar el límite entre la empatía con uno mismo y con el otro, para que la vida no nos devore.
Ay, pero qué difícil nos resulta marcar esa delgada línea roja. «Hay que pensar más en uno mismo», sentencia Royo. ¿Pero eso no es muy egoísta? «Es que tenemos que dejar de ver el egoísmo desde un punto de vista moral y empezar a entenderlo como una fuerza. Muchas veces decimos a todo que sí por evitar conflictos y, al final, la rabia y las emociones que tenemos reprimidas salen a la luz. Porque siempre lo hacen. ¡Y entonces sí que creamos el conflicto que tratábamos de evitar!», argumenta la terapeuta, quien asegura que, para ser empáticos con los otros (lo que tradicionalmente se entiende como una buena persona), primero hay que ser empático con uno mismo. «La empatía tiene que ser un camino de doble dirección; si no, no sirve», añade. Royo aboga por ir dejando salir, poco a poco y a diario, dos emociones que, si se guardan, generan los dichosos 'petamientos': la rabia, que tan mala prensa tiene, y la culpa.
¿Hay culpa 'buena'? Sí. La que trae responsabilidad. La culpa entendida como autocastigo «pesa, compunge y amarga», dice Royo. No es práctica, sólo te hace entrar en bucle. Pero hay un tipo de culpa 'buena', la que te lleva actuar correctamente y «sirve de bisagra de responsabilidad y oportunidad de reparación».
¿Toda rabia es mala? No. Puede ser una gran aliada. La rabia puede jugar en nuestro favor. «No se trata de ir montando broncas», aclara Royo. Es una energía que, encauzada, nos da empuje y nos hace rebelarnos contra esos microabusos diarios. Pero hay que saber ponerle límites para que sea positiva.
¿Matar la agresividad? No. Oriéntala y no la acumules. «Tenemos impulsos agresivos innatos», recuerda la autora de 'Ética del despiadado'. Creemos que matarlos nos humaniza. Y no. Es lo que nos hace humanos. Pero, para no dañar a nadie, hay que orientar la agresividad hacia la pasión, la acción y el ímpetu. Y nunca acumularla.
Estos dos sentimientos están ahí aunque muchas veces no seamos conscientes. Según explica Royo, cada día estamos expuestos a un sinfín de microabusos que nos pasan desapercibidos, pero que nos van cargando. Ejemplos que pone: la cajera del súper que te trata con desdén (no le dices nada porque piensas que, pobre, estará agobiada, que la gente es muy pesada);el anciano que se te cuela en la cola, falsamente despistado (también te callas, porque es mayor);las cremas faciales con doble fondo (así es la vida, qué se le va a hacer) o tener que contestar al WhatsApp para que el otro no se mosquee (no vaya a ser que deje de pensar que soy el ser maravilloso y atento que cree). Y así, una larga lista de «abusos de baja intensidad que crean un poso de odio, rabia e irritación que seguramente pagaremos con nuestros seres queridos», indica Royo.
Sí, porque, cuando finalmente se llena el vaso y estallamos, lo hacemos delante de cualquiera. Y rara vez es con la persona adecuada y en el momento oportuno. Así que la terapeuta lanza esta pregunta: «¿Por qué permitimos todo esto?». Según ella, transigimos y somos complacientes porque tenemos una necesidad desesperada de que nos quieran a toda costa. «Y elegimos el amor de los demás antes que el amor propio», sentencia. Por eso, en 'Ética del despiadado' trata de explicar que esta conducta no es sana y que hay que ser despiadado, lo que no significa ser una mala persona, sino una que sabe decir que no y poner límites. En su consulta ha visto muchos ejemplos de personas necesitadas de este tipo de ética en distintos aspectos. Y son ejemplos universales que nos valen para todos. He aquí algunos microabusos habituales que se deben atajar.
Aguantar y ceder ante una pareja que tiene muy mal genio y que se enfada constantemente para evitar que tenga más explosiones de ira no es una actitud correcta. Evitamos el conflicto... pero no por bondad, sino por miedo a las consecuencias. Royo recuerda el caso de un paciente cuya esposa se pasaba el día echándole broncas por todo y que en una ocasión, para su propia sorpresa, estalló y lanzó el móvil contra la pared. Él mismo desconocía que tenía esa rabia dentro. Para evitar este tipo de situaciones, es necesario perder el miedo al conflicto y sacar poco a poco nuestra rabia en forma de autoafirmación. «La rabia bien expresada es una forma de actividad. Es como la pasión sexual», indica. Tiene mala prensa, pero Royo aboga por «domarla», no negarla, para que sea productiva. ¿Es despiadado decirle a la pareja que tiene que dejarse de enfados porque te hace daño? Desde luego, no en el mal sentido.
El jefe novato que siempre ha sido pasivo y nada problemático, pero de repente se ve con poder y vuelca su mala leche en los empleados y se siente muy culpable. Este es otro de los casos que ha tratado Royo en su consulta. El abuso es hacia los demás (porque les agrede) y hacia él mismo (porque luego se siente fatal por tratarles tan mal). «El exceso y la acumulación de rabia nos vuelven tiranos». Posiblemente este joven jefe aguantó lo suyo en su familia de niño y en el trabajo (es decir, fue oveja) y, cuando le llegó la hora de dirigir un equipo, dejó salir los demonios que llevaba encerrados sin saberlo (y se convirtió en lobo). En este caso hay que trabajar el miedo a herir a otros y a expresar enfado. De haber sido antes más despiadado, el jefe habría acumulado menos rabia y no la proyectaría habitualmente y, por tanto, no se fustigaría después. Tanto él como sus subordinados deberían discutir, sí, pero para sacar algo en limpio. No para humillar o quejarse. Se trata de avanzar, no de destruir. Es lo que se llama confrontación empática: discutir con el objetivo de construir.
La mujer que se siente la sirvienta de sus marido, de sus hijos y de sus amigos, dispuesta a ayudar, mona y con una sonrisa, aunque no le apetece siempre. ¿Sería poco considerado que un día no le diera la gana de ayudar ni de ser buena con todo el mundo? No, sería humano. Porque mantener el rol 'buenista' es muy cansado. Y nos limita mucho. Según la terapeuta, en realidad, estamos interpretando un guion para no perder valor ante los demás. Estamos negando nuestro verdadero yo. Y eso es un abuso contra nosotros mismos que, tarde o temprano, se paga. Nunca es una buena idea «mendigar amor».
Un amigo que atraviesa un mal momento te echa en cara que no estés pendiente de él y te llama egoísta, aunque sabe que andas muy justo de tiempo y que la vida no te da para más. Las reacciones habituales, según apunta Royo, serían poner el grito en el cielo, lo que no implicaría mucha empatía por nuestra parte, o deshacerse en disculpas y entonar el 'mea culpa', en cuyo caso estamos siendo sumisos y manipulables. Por eso, Adriana Royo propone una tercera vía : decir la verdad. Que lo pasas mal cuando te censura así y que quieres escucharle, pero que acumulas mucho cansancio, que estás a mil cosas y que tendrá que esperar unos días. ¿Despiadado? No debería verse así: no has ofendido al amigo y te has respetado tú.
Aunque en nuestra época se valoran y se fomentan la competitividad y el perfeccionismo, cada vez más especialistas que trabajan el 'self-kindness', que consiste en ser menos exigentes y más compasivos con nosotros mismos. En este sentido, el psicólogo sanitario y psicoterapeuta Buenaventura del Charco afirma que es necesario «tomar conciencia de los pensamientos y sentimientos de crítica, culpa o vergüenza hacia nosotros y darnos cuenta del dolor que nos estamos provocando».
Según explica, para ser más compasivos «hay que reconocer que la imperfección, los fracasos y las adversidades son ineludibles y forman parte intrínseca de la condición humana. No debemos actuar como nuestros peores críticos». Considera que, en nuestros diálogos internos, nos maltratamos mucho, mientras que con los demás tendemos a transigir demasiado.
El ser humano, comparado con otros animales, nace muy desvalido. Para sobrevivir –alimentarse, abrigarse– necesita a sus padres durante mucho tiempo. También los precisa para cubrir una necesidad psicológica de primer orden: el apego (lazos afectivos), porque sólo así logra la seguridad que le hace falta para desarrollarse. Y, para obtener todo esto, somos capaces de reprimir parte de nosotros mismos, de nuestros instintos (como la agresividad, por ejemplo). Es lo que la terapeuta Adriana Royo llama el 'efecto bonsái': nos 'podan' y dan forma desde que nacemos, recortando nuestra naturaleza. El problema surge si el niño crece y adopta como forma de vida el querer agradar siempre a los demás. Será vulnerable. De ahí la necesidad de ser algo despiadados para evitar abusos.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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