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La autocaravana mide siete metros y no es fácil de conducir por primera vez. R. P.
Preparando la vida móvil... O de autocaravanas con nombre propio

Preparando la vida móvil... O de autocaravanas con nombre propio

Con la casa a cuestas ·

Estacionada en mi calle, parecía una jornada de autocaravanas de puertas abiertas. Mis cuñados, los vecinos, unos amigos que pasaban; todos han ido a verla. Hoy hemos sido la sensación del barrio

Viernes, 23 de julio 2021, 00:05

Aún estoy en shock: ha llegado mi santo con la autocaravana y a mí se me ha quedado la misma cara de asombro que cuando tuve a Hugo Silva a palmo y medio de mi nariz. Bueno, no tanto. Pero casi. Siete metros de largo. Cocina. Aseo con ducha. Dos camas individuales y una que (¡oh, sorpresa!) baja desde el techo como si fuera la Magrana del Misteri d'Elx. El despiporre. Si te descuidas, es más grande que el piso que tienen mis sobrinos en Madrid.

Y aquí estoy, hecha polvo ante tanto despliegue de medios. Ahora ¿de qué voy a quejarme? Me acabo de quedar sin el leitmotiv de esta serie: el lamento constante y sin fundamento. Para colmo de males, ya no puedo ni meterme con mi querido señorito, tan rumboso que nos ha dejado elegir el modelo. Y, nosotros, burro grande ande o no ande. Bueno, mejor que ande, que si no voy a tener que escribir estas crónicas desde la puerta de mi casa.

Porque ahí está, aparcada. La ha traído mi santo. El pobre se ha bajado de la autocaravana como el capitán Kirk se apeó de la Enterprise después de pilotarla por primera vez: lívido. Conducir un bicho de ese tamaño no es cosa menor, que es cosa mayor. Y qué de botones, qué de luces, qué de conexiones, qué de cajones ocultos y armaritos escondidos, qué de lío. He necesitado una visita guiada de mi primo, furgonetero nivel pro, para enterarme de algo. Y, tras media hora, todavía sigue el tío dando instrucciones de uso: cierra siempre el gas antes de salir, no te olvides de asegurar las claraboyas, aquí están las aguas negras, recuerda dejar los pestillos de los armarios echados, nunca dejes nada fuera de su sitio. He llenado tres cuartillas de apuntes.

Estacionada en mi calle, parecía una jornada de autocaravanas de puertas abiertas. Mis cuñados, los vecinos, unos amigos que pasaban; todos han ido a verla. Hoy hemos sido la sensación del barrio; mañana seremos la comidilla. '¿Pero cuánto gana esta tía escribiendo?', preguntarán en el bar mientras se toman un cortado. '¿De dónde saca pa tanto como destaca?', dirán en la carnicería al pedir cuarto y mitad de magra. Y así es como nacen las leyendas.

En cualquier caso, el asombro entre los visitantes al ver la autocaravana está más que justificado: es una pequeña obra de ingenio, un barco en tierra en el que se aprovecha hasta el más mínimo espacio, en el que todo es susceptible de plegarse y esconderse para volver a abrirse y aparecer como en un juego de magia, como en un libro pop-up. Es tan fascinante que alguno, incluso, recorre el vehículo con unos ojos que traslucen sus ganas de coger las llaves y escapar, de dejar atrás lo cotidiano, de alejarse de su vida y construir otra bien lejos, aunque ni siquiera sepa dónde.

'La Temblorosa'

Terminamos de examinar la autocaravana con detalle. Después de hacerlo admiro aún más a los que se compran una furgoneta y son capaces de camperizarla: tienen que aislarla, panelarla, instalar electricidad y fontanería, montar camas, cubrir las ventanas con mosquiteras, multiplicar los metros que no hay. A cambio de tanto esfuerzo, la posibilidad de elegir cada día el paisaje con el que se levantan; de amanecer una mañana frente al mar y, otra, entre olivos.

Pero estos vehículos no solo te dan la libertad de viajar, sino también la de vivir de una forma diferente: Ira y Déborah, autoras de uno de los podcasts que he estado escuchando estos días para preparar el periplo ('Flâneuse: Historias en estado nómada'), cuentan que se negaron a destinar la mayor parte de su sueldo al alquiler de un piso diminuto y prefirieron invertir en una furgoneta, dispuestas como estaban a recorrer sus propios caminos, no los que marcaban los demás. Una decisión valiente y meditada durante un par de años, aunque ambas aseguren que su elección es meramente personal, no una alternativa ni al problema de la vivienda ni al problema de la precariedad laboral. Ni siquiera es una opción para todo el mundo.

El interior de la caravana. R. P.

Para mí, en principio, no lo es. O no lo parece, porque estoy nerviosa, porque me embarco en una forma de viajar completamente nueva para mí y porque tengo una lista de enseres preparados para llevarme más larga que las condiciones que puso Isabel Pantoja para ir a 'Supervivientes'. «Pero ¿no nos vamos de aventura? ¿Para qué cargamos con todo eso? Ni que nos fuéramos a vivir en medio del desierto», dice el heredero. Es la diferencia generacional, sus 16 años frente a mis 51, sus ganas de aventura frente a las mías de sofá: él se iría de viaje con el último superviviente y con una navaja suiza por todo equipaje; yo con Jesús Calleja, que le dejó a Ágatha Ruiz de la Prada ir acompañada por su maquillador personal en su periplo por Costa Rica. Así cualquiera, chata.

Agotados por los preparativos, entramos en la que será nuestra vivienda los próximos días. Nos echamos en las camas. Qué bien se está, decimos a coro, cada uno en su nido, hasta que el heredero cambia de posición y todo tiembla. Vaya. Pues mira, ya podemos bautizar a nuestra autocaravana: si la furgoneta de Frances McDormand se llamaba Vanguardia y la de John Steinbeck tenía por nombre Rocinante, la nuestra será La Temblorosa. Y abrimos una lata de cerveza para celebrarlo.

Nos montamos en La Temblorosa rumbo hacia Almería, a Las Negras. Qué casualidad, como las aguas que me van a llevar por el camino de la amargura. Pero ya que voy a estar dos semanas largas sin maquillarme y sin que mi pelo visite una peluquería, qué mejor que empezar por un paraíso hippy donde mi falta de aliño indumentario va a pasar desapercibida. Tras comprobar que el gas está cerrado, las claraboyas trincadas, la ropa en los cajones y la comida en el frigorífico, me ajusto el cinturón de seguridad mientras tarareo una canción de Paul Young: «Donde dejo mi sombrero, ese es mi hogar». Donde me echo una siesta, ese es el mío. Aunque tiemble como un flan. Partimos.

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