Yo iba de peregrina
Con la casa a cuestas ·
O del milagro del océano. Al fin, el AtlánticoSecciones
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Con la casa a cuestas ·
O del milagro del océano. Al fin, el AtlánticoMe gustaría saber qué pecados he cometido yo para tener que expiarlos en este peregrinaje por la península. Si no fallo ni un día. Si entrego mis columnas a tiempo. Si cumplo como la que más. Si repaso los textos antes de enviarlos. Pues aquí sigo, a bordo de La Temblorosa. Y con el heredero protestando porque, siendo inocente como es, tiene que purgar las culpas de su madre. «Que no, que paso de visitar otro pueblo a cuarenta grados», me dice en plena rebelión contra Dios y contra el clima. «Pero no vamos a un lugar cualquiera, vamos al Rocío, donde aparecieron por primera vez Isabel Pantoja y Julián Muñoz cogidos de la mano», contesto. «Ah, vale. Eso es Historia de España», suelta el cachondo, riéndose. Y lo es. Como lo es Juan el Golosina lavándole los pies con cerveza a Carmina Ordóñez, o María Jiménez arrastrando el culo por el camino. No me extraña que los fieles de la Blanca Paloma se molesten cuando la imagen que se da de la peregrinación es la de una juerga sin fin. Pero lo bueno de la tradición católica es que se puede combinar el rebujito con la devoción mariana.
Nada más llegar, un paisano nos ofrece dar una vuelta en carruaje. En un principio nos negamos, pero el tío, más listo que el hambre, me convence al decirme que me va a enseñar la casa de Rocío Jurado, la de María del Monte, la de Pantoja y la del Moranco (no sé cuál de los dos). Y claro, pico: quién va a resistirse a un paseo por el mapa de las estrellas folklóricas y patrias.
«Esa era la de la Jurado, pero la hija la vendió. Y el Litri también vende la suya. Ahí están los apartamentos de la Pantoja. Y el restaurante de la derecha es el del payo ese que salió en lo de Chicote». Recorremos un pueblo que parece del oeste, con calles hechas de tierra y postes de madera en los que amarrar los caballos a la puerta de las casas.
Al acabar, el tipo se confiesa con nosotros: su mujer le dejó, él se echó a la bebida y estuvo seis años «con una depresión muy mala, señora, y sin hablarme con mi hija», hasta que llegó a trabajar al Rocío y le pidió a la Virgen que le sacara de pozo. Ahora es un hombre nuevo. «Dicen que es casualidad, pero se lo cuento tal y como pasó». Yo, en cambio, no le pido nada a la Blanca Paloma, que bastante tiene ya la pobre, sino a los míos. Protegednos desde ahí arriba, les digo. Echadnos un ojo. Cuidadnos, que son muchos kilómetros y el coronavirus todavía anda suelto.
Abandonamos la aldea del Rocío viendo a los caballos en las marismas, una imagen bellísima. Tanto como esperamos que sean las playas de Doñana, hacia donde nos dirigimos. Solo la posibilidad de ver el mar ya pone de buen humor al heredero. Puede que, al final, la Señora haya obrado el milagro.
Al llegar a Mazagón nos encontramos con un camping gigantesco. Nos dicen el bloque, la calle, el número de parcela. Hay una hamburguesería. Un restaurante. Una heladería. Una piscina enorme. Una cafetería donde sirven tostadas con manteca colorá para desayunar. Una tienda donde venden pulseras con tu nombres por si se te olvida cómo te llamas. Y una mezcla musical imposible: a un lado, dos gemelos que llevan un estilismo de Pablo Iglesias muy 2015 le dan al thrash metal; al otro, un tronista solitario tira de reguetón. Las dos Españas separadas por una parcela, la nuestra. Y yo, en medio. Como siempre en la equidistancia, que no sé si será el refugio de los cobardes, pero en este momento me refugiaría donde fuera en tal de no oír nada.
El amasijo de canciones es una muestra de la gente que habita el camping. La mayoría son españoles que pasan allí las vacaciones. Es como un pueblo pequeñito, donde muchos tendrán su primer amor de verano detrás del lugar destinado a vaciar las aguas menores y mayores. Será por eso por lo que las chiquillas, después del baño, se acicalan como si fueran a ir a la entrega de los Grammy. Me admira la capacidad de las adolescentes de pintarse la raya del ojo dentro de una tienda de campaña, de pasear por las calles de arena con unas plataformas imposible, de no enredarse los aros que cuelgan de sus orejas en las ramas de los árboles, de enseñar el ombligo con garbo entre las parcelas. Nunca hay que menospreciar la capacidad de una quinceañera para hacerse un estilismo en medio de ninguna lugar. Yo, por mi parte, no sé ni cuántos días llevo con los mismos vaqueros cortos. Lo peor es que me da igual.
Y, al fin, el Atlántico. Las playas de Doñana son enormes, no se ve dónde empiezan ni dónde acaban. Acostumbrada al Mar Menor, tan pequeño, tan limitado, este horizonte libre y limpio me desconcierta y me abruma. Paseamos por una arena finísima y blanca, respiramos el aire lleno de sal, sonreímos. Junto al mar siempre nos reconocemos.
Mañana nos vamos a Portugal. La Temblorosa está nerviosa. Y nosotros. Aunque llevo un libro de Pessoa entre las camisetas para ambientarme, en portugués sólo sé decir cosas de chicha, como 'polvo', 'presunto' y 'frango'. Y 'gordura', que es grasa. Qué término tan apropiado. Porque, para gordura, la que voy a tener yo a la vuelta de la peregrinación, con esta dieta tan equilibrada que llevamos. Debería de haberle pedido a la Virgen del Rocío que hiciera el milagro máximo: comer sin engordar. Pero se me ha olvidado. Qué cabeza la mía, leñe.
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Abel Verano, Lidia Carvajal y Lidia Carvajal
Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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