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Menos mal que soy una ansiosa. Si no, casi seguro nos hubiéramos quedado tirados de madrugada en Berlín. Contexto. Son las nueve de la noche y decidimos acercarnos a la estación central, recoger las mochilas que dejamos y cenar antes de montarnos en el tren nocturno en el que dormiremos y viajaremos durante más de ocho horas entre Berlín y Ámsterdam. Salida a las 22.56 horas, llegada a las 07.28. Nada más llegar nos damos cuenta de que nuestro viaje no aparece en la pantalla. Quedan casi dos horas, pero salen trenes incluso del día siguiente. El agobio empieza a brotar. Pablo intenta calmarme con que es muy pronto, pero algo no cuadra.
La cara de póker que se nos queda cuando el señor de información nos dice «no, de aquí no sale» es para enmarcar. Revisa su ordenador durante tres minutos eternos e imprime unos folios en los que subraya las horas en naranja fosforito. Resulta que tenemos que recorrer cinco kilómetros en tren, llegar a una estación perdida de la mano de Dios y, en teoría, por allí pasa nuestro tren, una nueva ruta de European Sleeper que apenas lleva unas semanas en marcha. Por cierto, la salida es casi una hora más tarde. O sea, mal el horario y el sitio. Vamos bien. Estamos desesperados, pero habrá que fiarnos aunque no cuadre con lo que pone en el billete ni en la web. La cara de Pablo, ahora sí, es un poema. Ponemos un pie en ese sitio recóndito y en una pantalla al subir las escaleras brilla la palabra Ámsterdam. Semialivio, pero no respiraremos en paz hasta que veamos el convoy entrar. Justo al lado pasan unos chavales con sudaderas sobre sus cabezas para evitar las cámaras de seguridad. La estación no da muy buena espina, la verdad. Un McDonald's, cuatro vías de tren y la nada en una noche que ya es cerrada.
A la media hora, una mujer pelirroja baja trotando las escaleras con una angustia que se ve a la legua. Solo con mirarnos sabemos que estamos en las mismas. Efectivamente, viene aceleradísima desde la estación central. Nos calmamos y, poco a poco, el andén se abarrota de pasajeros agobiados. Un chico para a todo el que se cruza mientras intenta dormir a un bebé en su carrito: «Sí, tranquilos, es aquí».
Al ver las luces del tren acercarse a lo lejos, Pablo y yo nos miramos con complicidad. Por fin. La entrada a nuestro vagón, el número 8, es bastante caótica. Decenas de viajeros buscan arremolinados su cuarto en un pasillo estrechísimo en el que no caben dos personas sin echarse a un lado. La habitación, para seis, tiene como dos metros de ancho, pero de pie entran dos personas como máximo. Tras el desconcierto inicial porque pensamos que tenemos que dormir en asientos, descubrimos que hay que convertirlos en camas. En total son seis, tres y tres en literas. Somos unos novatos y caemos en que ya nos podemos olvidar de eso de cambiarnos de ropa en la habitación. Pablo hasta pretendía pasar por agua. Pues va a ser que no porque el aseo parece el de un festival y ni tan siquiera tiene ducha. Las camas son una especie de lámina dura bastante cómoda recubierta por la típica tapicería azul y áspera de los autobuses. A los pies, una foto de Ámsterdam en cada bloque de camas y una ventana en medio. Una escalera que no conseguimos enganchar, un enchufe junto a cada almohada y una alacena en la que encajamos como podemos las mochilas.
Allí la gente no pierde el tiempo. No han pasado ni dos minutos y uno de nuestros compañeros, con melena rubia y pinta de surfero, ya se ha enfundado en la sábana a modo de saco –cada pasajero tiene una– abrazado a su botella metálica de agua. No cabemos todos, así que vamos pasando por turnos . Yo arriba, Pablo en la litera del medio y, abajo, otro chico con rasgos albinos y muy tímido. En el bloque de la derecha, el chaval que ya está dormido, una chica muy atlética y un hombre súper alto y corpulento con los ojos azules. Ninguno pasamos de los 35 años.
Con el ajetreo me pongo nerviosa y ya no me muevo de la cama hasta el día siguiente por no molestar al bajar. Todo va muy rápido. Pablo sale a inspeccionar el terreno y a grabar, aunque no hay mucho que ver porque aquí el tema va de llegar y dormir. Mientras, el revisor nos confirma que, como sospechábamos, somos los afortunados que se han quedado sin electricidad. Los únicos de todo el vagón. Encima, en el baño no hay luz. Pablo me mira con terror cuando se lo cuento porque sus aparatitos están a punto de morir y mi móvil está a cero. ¿Solución? Cargar a lo cutre en el pasillo. Casi no cruzamos palabra con los compañeros y lo primero que se nos pasa por la cabeza es cómo vamos a dormir con esa gente si ni tan siquiera sabemos sus nombres. Confíamos en que todo va ir bien, pero no genera mucha tranquilidad descansar con alguien al que hemos conocido hace, literalmente, diez minutos. No es miedo, solo inquietud.
Apenas descansamos. Echamos cabezadas intermitentes interrumpidas por el miedo a quedarnos dormidos. El tren termina en Bruselas, pero nosotros bajamos antes. El movimiento tampoco lo pone fácil. Al principio la sensación es como si alguien nos acunara, un meneo sútil, pero cuando el tren coge velocidad, la sacudida, sobre todo en la litera de arriba, es más que evidente. En el silencio de la madrugada el maldito traqueteo del tren se clava como un martillo en la cabeza y los focos de las estaciones por las que paramos también nos desvelan. A un palmo de mi frente, una luz muy tenue de emergencia que no ayuda a conciliar el sueño en ese ambiente tan raro.
La ya alta temperatura exterior junto al calor humano de seis personas crea una sensación de bochorno. No puedo más y en mitad de la noche me quito los vaqueros largos con los que me acosté por el alboroto inicial. No sé ni cómo encuentro otros a ciegas. A partir de las seis y pico ya no pegamos ojo. Salimos al pasillo y justo el revisor entra en las habitaciones para dejar una bolsita de 'buenos días' con zumo, agua y unas galletas. No hay quien coma nada a esas horas. Visita rápida al baño y a bostezar y disfrutar del amanecer junto a la ventana. Poco más podemos hacer. Son las 7.30 horas cuando ponemos un pie en Amsterdam. Nos queda un día muy largo por delante. Cansancio y ganas a partes iguales.
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Alfonso Torices (texto) | Madrid y Clara Privé (gráficos) | Santander
Sergio Martínez | Logroño
Sara I. Belled, Clara Privé y Lourdes Pérez
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