«Europa es cada vez más un parque temático, pero Galicia es genuino», se felicitan los alemanes Klaus Joas y Chris Penkwitt
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La Rapa das Bestas sacude Sabucedo, a caballo entre la fiesta y el aquelarreAcostumbrados a las weisswurst regadas con jarras de cerveza, Klaus Joas y Chris Penkwitt observan con curiosidad de entomólogo las parrillas por las que desfilan chorizos criollos, espetos de carne y costillares; las ollas donde hierve el pulpo a feira en agua sin cambiar desde ... la mañana, las sartenadas de pimientos de Padrón, la carne o caldeiro... con ese olor a fogata que prende en la ropa 'y no te abandona'. Han viajado desde las afueras de Stuttgart al corazón celta de Galicia, el uno en coche para estirar sus vacaciones tres semanas más, el otro en avión. 2.500 kilómetros les separan de casa. Vienen a Sabucedo, una pequeña aldea en ese mosaico de concellos y parroquias, salpicado de vides y brezales, de carballos centenarios a cuyos pies se guarece ahora un ejército invasor de tiendas Quechua y autocaravanas, de carpas levantadas sobre filas y filas de bancos corridos, de puestos de rosquillas, churros y granizados. Se alojan a 17 kilómetros, por carreteras erizadas de controles de la Guardia Civil. «Dejaremos las copas para el hotel», coinciden.
Los 'nativos' son fáciles de reconocer, se mueven sin alboroto, la vista fija en el suelo, ajenos a ese tumulto que baja envuelto en comparsas y grupos con querencia por lo estrambótico –la noche del domingo se espera la actuación de París de Noia, junto con Panorama, la reina de las orquestas–. No cabe un alma. «Nos dijeron que aquí viven 45 personas el resto del año», exclaman asombrados entre una multitud sudorosa a la que parece importarle bien poco que llueva. O lo que sea, porque mientras pegamos la hebra un paisano nos alecciona sobre las mil y un manera distintas que tienen por estas latitudes de llamar al agua que cae del cielo. «Lo de antes era 'poalla', aunque por momentos 'arreciaba', lo pueden llamar 'orballo', que resume los dos. Aunque si viene 'treboada' ya pueden ir buscando un lugar donde refugiarse...».
Klaus y Chris, el primero de profesión viajante, el segundo jefe de departamento en una oficina de seguridad, aguardan pacientes para entrar al 'curro', el semicírculo de piedra que acoge la Rapa das Bestas, la tradición secular. «Leí sobre esta fiesta en el 'National Geographic', y llevamos años tratando de venir. No buscamos catedrales, ni tostarnos al sol en una playa, definitivamente eso no es lo nuestro. El mundo se ha convertido en un parque temático, pero España es genuino. ¿Dónde si no ves encierros, procesiones de Semana Santa, batallas de tomates, 'ninots' a los que prendan fuego? Y Galicia lo es todavía más», dicen mientras se acomodan en primera fila, ansiosos de presenciar ese mundo atávico, mitad espectáculo, mitad aquelarre. «Estaremos aquí cuatro días y luego iremos a las Bardenas Reales». ¿Al desierto?, pregunto para asegurarme de haberles entendido. «Sí, sí –corean entusiasmados–, ¿dónde encuentras otro en Europa?».
De pronto se hace el silencio y un trueno lejano estremece a la concurrencia. Son los caballos que llegan del monte, donde pastan salvajes todo el año. Lo hacen en tropel cruzando el pueblo hasta llegar al curro y adueñarse del escenario. Allí les esperan los 'aloitadores', los jóvenes del pueblo que se arrojarán sobre ellos sin importarles las coces, los pisotones, los bocados cargados de mala intención. Klaus dispara ráfagas con su cámara, rodeado de jóvenes con camisetas que gritan al unísono «Eólicas non» y un garañón relincha: ¡Resiste que nos botan! Chris ha oído que la tradición se remonta a una epidemia de peste bubónica que esquilmó a la población, y cómo las gentes del pueblo, tratando de congraciarse con San Lourenzo, donaron a la Iglesia dos caballos. El santo cumplió, pero los curas, no sabiendo qué hacer con las bestias, las soltaron en el monte. Y hasta hoy, que son de todos y de nadie, aunque lo recaudado con las tres jornadas de rapa –no queda un asiento libre– se destinará a su bienestar. «Empezando por desparasitarlos, por cortarles las crines, también ponerles un chip para saber de su paradero», repiten ambos la lección aprendida.
El espectáculo dura dos horas y les tiene atrapados como un imán. No tardan en pillar la mecánica del asunto. «Tres aloitadores por caballo, ni uno más, para que sea una lucha equilibrada. Uno se sube a la grupa y le tapa los ojos, otro tira de la cola para desequilibrar al animal y un tercero se le agarra como un cepo al cuello. Ni palos ni cuerdas». Les gusta porque el animal no sufre, «no es como los toros», deslizan. También que salten mujeres a la arena, herencia de la Guerra Civil, cuando los hombres estaban movilizados o huidos. Un grito se eleva entre el gentío cuando un caballo golpea a uno de los aloitadores y le rompe una costilla. «En Alemania tenemos ferias para turistas, pero este no es el caso. Si hay algo que aprecio de la rapa es que conserve su identidad, todos los aloitadores trabajando como un equipo y mirando los unos por los otros. Merece la pena hasta el último kilómetro que hemos hecho para llegar hasta aquí».
No son los únicos en pensarlo. Hay equipos de televisión de Estados Unidos, de Italia, de Gran Bretaña... hasta de Corea del Sur. Por ahí anda Jesús Calleja rodando su próxima entrega de 'Volando voy', o Cristina García Rodero, leyenda de la fotografía documentalista, desde hace años en las filas de Magnum. Lo curioso es que nadie se siente extranjero. Como Marie, que ha invitado a su hermano Simon y a su cuñada Penny, ambos médicos de familia en Brisbane (Australia) a un viaje que les llevará por las Rías Baixas, el castro de Baroña, las Islas Cíes, Santiago... Aunque sentados en el extremo opuesto del 'curro', hacen suyos los argumentos de Chris y Klaus. «Es auténtico, genuino. Una tradición que se aparta del modelo convencional, de lo que viene todo el mundo buscando». Una «absoluta sorpresa», empezando por los eucaliptos. «Hay casi tantos como en casa».
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