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¿Cómo he podido meterme esa tarta de chocolate de postre con el atracón que me había pegado? Seguro que se ha hecho esa pregunta muchas veces tras una comida con amigos, una cena de Navidad... Peor aún cuando no se estaba reservando para el ... postre y había hecho el firme propósito de tomar solo un café para cerrar el banquete. No se sienta mal, es culpa del cerebro. Se trata de un fenómeno con nombre científico: 'saciedad temporal específica'.
La explicación de andar por casa es que la sensación de que estamos llenos se desata para el alimento del que hemos abusado, pero no para otro diferente. Si nos atiborramos a garbanzos, llega un momento en que no podemos comer más, pero sí nos va a entrar un flan. Y, lo que es peor, ese mecanismo se activa con más fuerza con el dulce y salados agradables para el paladar. Un desastre para nuestro peso ideal. Pero no desespere, existen algunos trucos y técnicas para frenar a tanto enemigo interior de nuestra salud.
El hambre es una necesidad fisiológica que nos induce a comer porque nos falta energía. Pero el control de qué comemos y cuánto es el resultado «de una compleja interacción de numerosos factores neuronales y hormonales», explica María Izquierdo-Pulido, catedrática de Nutrición y doctora en Farmacia.
Esta investigadora describe lo que sucede cuando llevamos varias horas sin comer. El estómago empieza a sintetizar una hormona denominada grelina, que viaja hasta el hipotálamo y activa otro grupo de neuronas que sintetizan varias sustancias y desencadenan la sensación de hambre. Nos avisan de que debemos comer. Otra de las señales las manda el nivel de glucosa en sangre, que va a la baja si llevamos tiempo en ayunas.
Cuando ingerimos alimentos, poco a poco va apareciendo la sensación de saciedad gracias a sustancias liberadas en nuestro intestino como respuesta al contacto con los alimentos. Por su parte, a medida que aumentan los niveles de glucosa en sangre al comer, se secreta la insulina. Esta hormona también actúa sobre el hipotálamo para que nos envíe las señales de que ya debemos dejar de comer.
Si la conducta alimentaria estuviera regulada solo por esos mecanismos, sería sencillo mantenernos en un peso ideal. «Comer sería una actividad similar a respirar o a ir al baño: una función necesaria pero simple y sin emoción», precisa la experta. El problema es que en esas reacciones del organismo «influye el placer». «Es lo que nos lleva a escoger qué comemos pero también a no hacer caso a las señales de saciedad del hipotálamo y hacer un hueco para el postre, aunque nos sintamos muy llenos», resalta.
Ahí entra ese mecanismo que nos permite comer aunque estemos llenos, la 'saciedad sensorial específica': el cuerpo tiene límites diferentes para alimentos distintos. Y no es un capricho de la biología, es un sistema de supervivencia de la especie humana, una manera de garantizar al organismo una ingesta equilibrada de nutrientes.
Pero volvamos a esa comida copiosa en la que con los dos primeros platos estamos a reventar. Imaginemos que nos ofrecen brócoli de postre, es un alimento que no hemos tomado en el menú, diferente al resto, y para el que tendríamos 'hueco'. Sin embargo, lo rechazaríamos. Aquí, nos enfrentamos a otro enemigo de la dieta equilibrada: esa capacidad de comer sin hambre se desata más con alimentos dulces y salados, desde el chocolate a las patatas fritas, y menos con los amargos o ácidos.
La razón es simple, son más agradables al paladar y estimulan la sensación de recompensa del cerebro. Nos hacen segregar dopamina. Se ha probado con ratas que la ingesta de alimentos ricos en azúcar desencadena una potente liberación de dopamina, generando placer y deseo de consumir ciertos alimentos.
No hay duda, por tanto, de que existe una parte emocional en ese acto de comer sin hambre. «Hay una relación muy directa entre emociones e ingesta. Las investigaciones muestran que la adicción a los alimentos altamente apetecibles se ve muy afectada por la impulsividad y el estado de ánimo», indica la psicóloga Marta Calderero. «Las emociones afectan negativamente al funcionamiento del eje hipotálamo-hipófisis-suprarrenal, con lo que influyen en el comportamiento alimentario y aumentan el deseo de consumir alimentos muy apetecibles», comenta.
¿Qué podemos hacer ante tantos obstáculos que nos pone el cerebro para lograr comer menos y más sano? La psicóloga nos orienta con unas técnicas.
Practicar la alimentación consciente. Las investigaciones demuestran que las personas con problemas de alimentación no suelen prestar atención a si realmente tienen hambre cuando comen.
Por otro lado, es importante preguntarnos cómo nos sentimos cuando nos entra un hambre atroz. Identificar si es aburrimiento, tristeza, ansiedad... para tratar de combatirlo. Hacer ejercicio cuando aparece ese hambre emocional es una buena opción.
Limitar la comida que se pone en la mesa porque ayuda a que el cerebro gestione mejor la sensación de saciedad.
Romper asociaciones con la comida. «Casi todos asociamos ciertas experiencias o actividades cotidianas con comportamientos. Por ejemplo, comer mientras vemos la televisión día tras día. De esa forma se crea una asociación que hará que, al estar delante de la tele, entren ganas de comer.
Dejar alimentos poco saludables fuera de la vista. Mantener a la vista únicamente alimentos saludables como fruta o verdura, de forma que, en caso de que se quiera comer algo, se tome la opción de consumir productos más beneficiosos para cumplir el objetivo de seguir una dieta equilibrada. «Esto hará que, aunque no los estés comiendo en ese momento, tomes decisiones más saludables», resalta Calderero.
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