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He pecado por debajo de mis posibilidades. Muy por debajo. Si lo llego a saber, peco mucho más. De los 113 km, calculo que 10 serían más que suficientes para expiar mis culpas. Pero, por lo visto, me toca amocar por mí y por todos mis compañeros.
Dispuesta para el sacrificio, bajo a desayunar. El hostal está plagado de caminantes, y la penitencia empieza en ese mismo momento: el desayuno es el mismo que nos servían cuando íbamos de ejercicios espirituales con las monjas. No queda ni un plátano porque, entre los peregrinos, esa fruta se cotiza más que el coltán. Para colmo, un grupo de jóvenas, que decía el cura que nos confesaba tras el retiro, comienza el día cantando himnos religiosos en alemán. Segunda penitencia. Y aún no hemos echado a andar.
Mis cuñados han ido a la Plaza de Armas de Ferrol a tomarse un café bebible en lugar del aguachirri del hostal. «Estamos sentados al lado de Javier Cámara», nos dicen por wasap. Y es verdad: ahí está el actor, desayunando. La noche anterior habíamos visto a Mónica López, coprotagonista junto a Cámara de la serie 'Rapa', que se rueda en Ferrol. Tengo más imán para los famosos que Raquel Mosquera para los negros.
ETAPA 1 Desde Ferrol hasta Neda, que son 15,5 kilómetros.
En el puerto está el inicio oficial del Camino Inglés. «Este camino tiene muy poco tránsito, pero el que viene de Sarria está agobiante. Ayer llegó un señor que había empezado a hacerlo, y lo cambió por este debido a la cantidad de gente que había», nos dice la chica de la oficina de turismo. El Camino Francés tiene que ser como El Rocío pero con ribeiro, en lugar de rebujito. En cambio, me gusta la perspectiva que nos ofrece el Camino Inglés de caminar sin tropezarnos con muchas personas porque, aunque parte de mi trabajo sea hablar con otros peregrinos, servidora es de una timidez patológica.
Afortunadamente, mi cuñado me hace todo el trabajo: a la salida de Ferrol pega la hebra con una pareja formada por un tipo grandote y parlanchín cuya simpatía contrasta con el gesto amargo de su mujer, con tantas ganas de hacer amigos como de meterse astillas debajo de las uñas. Es una pareja claramente descompensada. Ante la cara de la muchacha, les dejamos que nos adelanten y salimos de la ciudad bordeando la ría. 15,5 kilómetros nos separan de Neda.
El recorrido es un paseo. A pesar de que jamás he andado más de un par de horas seguidas, el camino no pesa excesivamente. El día es fresco, el agua de la ría brilla insolente, deslumbrante, y lo rural se mezcla con lo industrial: pasamos junto a barcos de pesca, grúas de Navantia, playas en las que la hierba se confunde con la arena y enormes praderas mordisqueadas por caballos.
En cada aldea, por pequeña que sea, hay una parroquia rodeada por un cementerio con vistas al mar; es tal el número de tumbas que debe haber más muertos que vivos. Los pocos vivos son los ancianos que, sentados en las puertas de sus casas, como si los hubiera puesto el ayuntamiento, se entretienen viéndonos pasar. «Buen camino», nos desean. Las hortensias crecen salvajes, gigantescas, junto al sendero. Son las mismas hortensias que, en Cartagena, me cuestan veinticinco euros por maceta y se mueren en cuanto entra el calor.
Siguiendo unas señales que a mí me resultan más difíciles de ver que las que el destino le envió a Tamara Falcó, llegamos a Neda a la hora de comer. Estamos hambrientos y cansados, pero nos mantiene la adrenalina de haber sido capaces de superar la primera etapa. Le preguntamos a la dueña del hostal dónde podemos tomar algo. «¿Hoy? Hoy es fiesta y todo está cerrado. Solo está abierto un restaurante que hay cerca, en Narón», nos dice. El restaurante en cuestión está lleno, y la última mesa nos la ha quitado la pareja descompensada. Juraría que la mujer nos mira con cara de satisfacción.
Tras dar muchas vueltas, encontramos un barecico donde hacen bocadillos. Está lleno de chiquillos italianos. Pedimos unas cervezas y, al rato, sale la camarera. «No os podemos dar de comer porque estos críos han acabado con todo», nos dice la muchacha, compungida. «¿No hay ni pan, ni un trozo de queso, nada?», insistimos. «No, nada de nada». Pero hay cerveza fría, así que nos dedicamos a engañar al estómago con quintos y unos gusanitos que mi cuñado ha comprado en una máquina expendedora. El camino alimentará el espíritu, pero no el estómago.
En la mesa contigua se sientan dos peregrinas, Lucía y Silvana, una de Cuenca y otra de Cádiz, dos actrices trasplantadas a Madrid. Tienen mucho arte y mucha guasa. Después de no sé cuántas cervezas, somos las nuevas mejores amigas: compartimos el hambre, el gusto por el teatro y el creciente odio hacia la juventud italiana. Al cabo de un par de horas, regresa la camarera. «Tenemos pollo con patatas fritas para nosotros pero, con lo que habéis aguantado, si queréis lo sacamos para todos». ¡Ole! Que se sepa que esta gente solidaria, capaz de quitarse la comida de la boca para dársela a los que nada tienen, son los dueños y empleados del Café Bar Tauro, de Narón. Es el primer signo de hospitalidad peregrina que encontramos. Espero que no sea el último.
Tras devorar el pollo, nos vamos al hostal. Estoy cansada, aunque menos de lo esperado. Pero es un espejismo: entro en la habitación y me derrumbo en la cama como si me hubieran pegado con un mazo en la cabeza. Y es el primer día.
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Alfonso Torices (texto) | Madrid y Clara Privé (gráficos) | Santander
Sergio Martínez | Logroño
Sara I. Belled, Clara Privé y Lourdes Pérez
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