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Sentarse a la sombra del tilo de Joaquín Aráujo y abandonarse debería ser la recomendación que dieran los doctores de la Medicina para recuperar la calma perdida, la píldora verde que todo lo puede. ¿Se puede parar el tiempo, contradiciendo las leyes de la Física? Hay un camino. Seguir con la mirada el vuelo de una «hoja paracaidista»... ¿tres segundos quizá? Mucho más. Descubrir en su ida, mientras planea hacia el suelo, «la mordedura de una oruga en el borde», y en su venida, el choque «contra un hilo de seda de una tela de araña»... ¿Sabía que en una hectárea de bosque viven medio millón de estos pequeños seres? Conocerá muchas cosas más si leen el último e inspirador libro de Joaquín Aráujo, 'Los árboles te enseñarán a ver el bosque' (ed. Crítica, prologado por Manuel Rivas).
Aráujo es una de esas luciérnagas que llevan décadas iluminándonos la senda a seguir y que hoy se hace más indispensable que nunca, siendo «bosque y otoñal», como se define, y amenazada la naturaleza como nunca por «el desastre climático», que así prefiere llamarlo, pues cambio o crisis se le quedan cortos a este hombre al que no le valen medias tintas. Y quizá nada sea tan eficaz para convencer al resto, esa necesaria labor de proselitismo, como lo que ha hecho en su última obra: enseñarnos a sentarnos con él en medio del bosque, a respirar y mirar, escuchar y oler. Ver cómo el tiempo se detiene si le damos la ocasión. Dice haber pasado la mitad de su vida sin consultar el reloj (ni usar el dinero) «porque la mejor definición de Natura es todo aquello donde nadie tiene prisa ni mide el tiempo».
Aráujo tiene la suerte de ser, además de naturalista, poeta. Así, su libro está repleto de palabras hermosas como hojarasca, arboleda, guadaña, emboscado, añagaza, derredores, parsimonia, zarandeo... Y lleno también de descubrimientos: ¿Se acuerdan de Julia 'Butterfly' Hill, que pasó 738 días, entre 1997 y 1999, viviendo en lo alto de una secuoya californiana, a la que llamó 'Luna', de 1.500 años y 50 metros de alto? Así consiguió impedir que una compañía maderera la derribara. ¿Han oído hablar alguna vez de los ginkgos (biloba), con sus hojas doradas? Varios ejemplares de este árbol originario de Japón sobrevivieron a la bomba atómica de Hiroshima. Este libro está lleno de estas historias.
Se acuerda Aráujo también de los hombres como él, con clorofila en las venas, que ya no están, caídos a manos de asesinos precisamente por su labor en defensa del medio ambiente: Chico Mendes, Berta Cáceres... En memoria de ellos ha plantado tantos árboles como años tenían cuando se despidieron de este planeta. Como los 90 alcornoques en homenaje a su propia madre –que murió cuando escribía este libro–, a su padre, a su sobrina Valeria, y también a Labordeta, Delibes, Saramago, Sampedro, Forges... 25.000 árboles ha plantado hasta el otoño pasado, los días que ha vivido en sus 72 años. «Planto árboles, por tanto, para que sea menos mortal la muerte», son los dos versos finales de un poema suyo.
«Somos como somos porque fuimos bosque» y «no deja de ser infierno haber dejado de ser bosque para ser hacha y llama, desierto y aserradero», son dos de los cientos de enseñanzas que nos ofrece. Frases para decir a los críos cuando se pasea por el monte cuando a estos se les empieza a cansar el paso.
De su obra se desprende que aquellos que quieren 'autoayuda' la deberían buscar en el campo más que en los libros. Y la ayuda sin prefijo es el bosque, «dispuesto, dado el desastre climático, a salvarnos. Y lo hará sin pedir nada a cambio». Aunque hay un pero: «Los árboles son la mejor medicina para combatir esta fiebre de la atmósfera que llamamos cambio climático, pero son al mismo tiempo las principales víctimas del calentamiento global». «¿Sabía que en 2019 en Siberia se quemó el equivalente a la superficie arbolada de la Iberia?», pregunta el autor. Y nos pone delante de la recomendación de la ONU de que cada ciudadano plante 120 árboles «para mitigar el calor desbocado que se nos viene encima». Sabiendo que España tiene solo el 55% de arbolado, cuando podría llegar al 70%... Por especies, la encina reina en nuestro país.
Recupera anécdotas de una vida entera como 'tocanarices', como cuando en una charla invitado por Red Eléctrica de España comenzó de este modo: «Existe una relación directa entre la felicidad y no tener electricidad. En estar conectado a las redes de la vida y no a las eléctricas». ¿Y por qué insiste en ser mosca cojonera? Porque «crear conciencia es antipático e incómodo para los interpelados, pero los emboscados no tenemos más remedio que advertir. Sin llegar al extremo de que las mayorías se sientan directamente culpables de lo más grave que pasa, al menos que no se consideren por completo inocentes de haber provocado el cambio climático»
¿Saben que una vez este emboscado se perdió en el Parque Nacional del Manu de Perú (donde grababan un capítulo de la serie 'El arca de Noé')? Le pasó por ir siguiendo a un mono araña e intentar «memorizar las notas del perturbador canto de un ave»: «La primera sensación que me sacudió fue una cierta inquietud a la que no sé si llamar principio de miedo. Prácticamente nada de la Natura me ha asustado nunca. Casi todo lo contrario». Guarden la calma, después de tres horas, una señal de machete lo devolvió a donde partió.
Y llegamos a la palabra clave no del libro, sino de su vida: atalantar. Seguro que usted no la ha usado nunca, quizás ni la haya oído. Aráujo tampoco cuando se la soltó un paisano que se topó en uno de sus paseos buscando pájaros. Cuando le dijo lo que andaba persiguiendo, el hombre le espetó: «Ven, arrímate a mi chozo, que te voy a atalantar». «Confieso –reconoce Aráujo– que no había oído nunca esa palabra y que no conocía su significado». No lo preguntó por vergüenza, pero lo supo al acompañarle: «Me emocionó comprobar que atalantar es obsequiar, compartir lo poco que ese hombre, Bernabé se llamaba, tenía». Más tarde consultó el diccionario etimológico Echegaray, y vio que incluía «la más necesaria de las conductas: cuidar». Desde entonces lleva 40 años despidiendo programas de radio, conferencias, artículos... con la frase «Gracias y que la vida os atalante».
«Nos aterra el paso del tiempo –dice–. El que aceptemos ser devorados por la prisa nos acelera todavía más. El que se nos vaya a acabar el tiempo individualmente nos hace insolidarios con los que van a vivir tras nosotros, y todavía más trágico, apenas le damos tiempo al tiempo para que siga haciendo todas esas maravillas que nos rodean»... Es posible que a estas alturas usted haya descubierto ya el sentido de la vida, ese que por más que se riera con la película de los Monty Python no acabó de encontrar. Si no, siga buscándolo en este libro. Pues llegando al final de estas líneas, la «paracaidista» sigue cayendo. «Con melancolía evidente se separaron seda y hoja. La brisa a menudo divorcia lo que casó». ¿Ve como todo se ha detenido? Pero ya no estamos solos Aráujo, usted y yo. Nos acompaña un petirrojo.
El curriculum de Joaquín Aráujo Ponciano (Madrid, 1947) es agotador. Ha sido comisario y autor de 30 exposiciones, director y/o guionista de 340 documentales, ha hecho unos 5.000 programas de radio y dado unas 2.500 conferencias. Autor de 87 libros individuales y coautor de otros 12. Ha recibido 51 premios que reconocen su compromiso con la Naturaleza; es el primer español en lograr el Global 500 de la ONU y el Wilderness Writing Award, además de ser también el único español que ha sido distinguido en dos ocasiones con el Premio Nacional de Medio Ambiente. En su página web (joaquinaraujo.com), recibe al visitante con su semblanza: «Miro con dos grandes gotas de agua. La misma en la que nadan mis ideas y emociones. Respiro bosques. Me atalantan los espacios abiertos tanto como las zambullidas en cualquier soledad». Vive como agricultor ecológico y pastor de cabras emboscado en las arboledas de las Villuercas (Cáceres), sin ver asomo de civilización. Hospitalario en grado máximo, «su casa no tiene llave», 3.000 personas pueden dar fe de ello.
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