Madrid, de ciudades soñadas y no vividas
Un país en mascarilla ·
La capital muestra al viajero sus cicatrices y éxtasis artísticosUn país en mascarilla ·
La capital muestra al viajero sus cicatrices y éxtasis artísticosA una madre no la para nadie: tras la decepción sufrida por no haberme podido encontrar con el emérito en Sanxenxo, me planto en Madrid dispuesta a hablar con Letizia y solucionar lo de nuestros hijos. Lo del casorio, digo. Pues no la he pillado. ... Se ha ido a Marivent con Felipe y las niñas, y no vuelve hasta el 18 de agosto. Y eso sí que no, reina, que yo a Palma no voy, que me queda poca ropa interior limpia. En fin, asumámoslo: no habrá boda real entre Leonor y mi heredero, que lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible. Y que si mi chiquillo se tiene que casar con quien él quiera, pues qué se le va a hacer. También es verdad que este país ha perdido mucho al no tenerme de suegra madre. Pero ya está. Se acabó. Chimpún.
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Como tantos otros, Letizia se ha ido de Madrid. No queda nadie aquí. O casi nadie: ha salido mucha gente, pero ha entrado poca. «Nada, que no hay turistas», se queja un vendedor de souvenirs de Gran Vía. Y es cierto, apenas hay. Está raro Madrid. Como si, agotado tras unos días infinitos, se hubiera desmaquillado y desecho de los tacones, del vestido ajustado, de la faja. En bragas, frente al espejo, quedan sus cicatrices a la vista: calles vacías, hoteles y teatros cerrados, comercios, bares y locales que se alquilan o se traspasan. Me esperaba, o quería esperarme, un Madrid verbenero, el de 'La Virgen de agosto', la película de Jonás Trueba en la que Itsaso Arana pasea por la ciudad pasando calor (mucho calor, un calor insoportable, pesado, denso), buscándose y encontrándose entre limonadas, farolillos y chulapos. Pero ese Madrid no existe. Al menos, este año.
Por la mañana, vamos temprano a la Plaza Mayor. Sentados en una cafetería, los coleccionistas de sellos abren sus carros de la compra, sacan sus álbumes, se los enseñan unos a otros, comparan, discuten. Nos ven llegar. «Por lo menos, hoy ya hay turistas», dice uno de ellos. También es turista la única cliente del chico del 'free tour'. Jóvenes los dos, el chaval le describe la Plaza Mayor con detalle. Sus manos se mueven señalando la estatua ecuestre de Felipe III, pero sus ojos no se apartan de los de ella. Al final del día, cuando se despidan en la Puerta de Alcalá, acabarán dándose cuenta de que se han enamorado. Porque enamorarse en Madrid es fácil. Y enamorarse de Madrid, también. Yo me enamoré de la ciudad antes de conocerla, a distancia, porque la viví a través de las revistas y de las películas, porque todo lo que sucedía allí quería que me sucediera a mí, porque Madrid era todo lo que yo quería ser. Soñé con ella muchos años, hasta que me di cuenta de que era mucha tela, de que servidora había nacido señora de provincias en vez de chica de capital. Ahora, cuando le pregunto al heredero qué va a estudiar, él me responde: «Lo que sea, pero en Madrid». En mi casa, la tontuna y los amores pasan de madres a hijos.
Pero Madrid, aun sin maquillaje ni tacones, nunca decepciona: en la plaza de Callao hay gente manifestándose sin mascarillas. Un guiri loco se sube a un banco: «Como biólogo que soy, estoy en contra de los bozales que nos quieren imponer». Vale. Y yo, como celulítica que soy, estoy en contra de que todo lo que como se me vaya a los muslos. Otro tipo me da un panfleto. «¡Menos mascarillas y más revolución!», me dice el menda. Le echo un ojo a la cuartilla: hablan de requerimiento represivo-arbitrario, censura y terrorismo sanitario. ¡Ay, alma de cántaro! Para terrorismo sanitario el que practicaban conmigo, que cada vez que pillaba unas anginas me pinchaban antibióticos y me dejaban coja una semana; estoy convencida de que mis problemas con el piramidal vienen de entonces. Pero estos nuevos rebeldes sin causa, que acaban su manifiesto con «Rechazamos esta subnormalidad y mascarillas a todas horas ¡¡jolines no!!», dan color a la ciudad. Y mucha risa. Y un poco de aprensión.
Tampoco decepciona el Prado. Ni la guía del museo: parece que se haya intoxicado esnifando amarillo de cadmio. Qué subidón. Qué frenesí. Qué lujuria pictórica. Le pone más Tintoretto que a mí Michael Fassbender. Cuando llegamos a Velázquez, ya es el desparrame. Y, frente a Goya, el éxtasis final. Menos mal que la mascarilla le aplaca los gemidos. No es para menos: todas las obras maestras del museo están reunidas en la Galería Central. A la guía le ha dado el mismo stendhalazo que si me metes a mí en una marisquería y me das manga ancha y un cascador, que cada una tiene sus filias.
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Supongo que la muchacha se habrá recuperado de semejante orgía artística tras la siesta, como el resto de la ciudad. A las ocho de la tarde, Madrid huele a recién duchado, y las terrazas empiezan a llenarse de gente, y las calles se animan. Una cola tremenda da la vuelta al Edificio España.
– ¿Qué hacéis?, pregunto a una chiquilla a la que le cuelgan unos aros de las orejas en los que se podría columpiar una familia de cacatúas.
– Esperar para subir a la terraza del hotel, que hay una vista de Madrid súper guay en la última planta.
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Y subimos, claro, que no voy a ser yo menos que la de los aros cacatúos. Y sí, hay una vista súper guay, pero mejor es la que tenemos a nuestro alrededor: ellos, pantalón corto y camiseta reventona; ellas, vestido de boda por lo civil o mono morcillero y cortísimo sobre andamios. Son el quiero y no puedo de las noches madrileñas. Como la pareja sentada en la mesa de detrás: el tipo, repeinado y rumboso, pide una botella de vino blanco. La camarera le entrega la cuenta. «¡Uy, es carísimo!», dice su acompañanta. «No importa. El dinero viene y va, pero el amor verdadero es para siempre», contesta el donjuán. El tipo se creería Porfirio Rubirosa si supiera quién es Porfirio Rubirosa.
Es lo que tiene Madrid, que a todos nos da el derecho de creernos quienes no somos: a los seductores de medio pelo, a las chiquillas de aros gigantes en las orejas, a las columnistas periféricas que nos atrevemos a hablar de una ciudad que hemos soñado más que vivido. Porque hoy, mirando Madrid desde la planta 27, he pensado que sí, que iban a hacerme emperatriz de Lavapiés, y a alfombrarme con claveles la Gran Vía, y a bañarme con vinillo de Jerez. Ya ven, qué tontería. Por cierto, ¿eso que hay allí abajo es una lavandería? Pues mira, voy a aprovechar para poner una lavadora de ropa blanca. Porque me da a mí que no llego a Marbella en condiciones.
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