José Gordón con uno de sus bueyes.

Una historia de amor carnal

Crónicas mínimas ·

José Gordón cría bueyes en Jiménez de Jamuz (León), animales cuya carne está considerada como la mejor del mundo

Txema Rodríguez

Sábado, 22 de agosto 2020, 00:04

Hay que andar con cuidado entre los bueyes, ser uno de ellos, dar pasos sin prisa, dejándose llevar, espantando las moscas. José Gordón camina hacia ellos, algunos son masas imponentes de carne, y les habla con dulzura mientras trepa a una encina escuálida en busca ... de unas hojas que ofrecer. Es la única maldad que cometen estos animales mitológicos, rascarse el culo o lo que sea en los árboles, hasta que los quiebran. Estamos en una finca donde se mueven a su anchas, cerca de una suave ladera desde la que se divisa un pequeño lago y al fondo un pueblo, Jiménez de Jamuz (León), conocido en el mundo entero por la pasión de este hombre. Dicen que la carne de sus animales es la mejor que existe y hasta aquí peregrinan desde todos los puntos del planeta para probarla. Ha construido una historia única, la vuelta a la caverna de nuestros antepasados, el refugio donde alimentarse con la carne de los animales y donde honrarla como algo sagrado. Me enseña el restaurante. Es oscuro y fresco, un laberinto de paredes de roca, algunas recubiertas de pieles; huele a una mezcla de hierbas y humo aromático. Una premonición del festín. Hay miles de vinos, también, porque los ricos son capaces de pedir cualquier cosa. Ya se sabe.

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En una nave guarda cantidades ingentes de hierba seca para dar alimento a los bueyes. La traen, dice, «de un lugar donde se acaba la carretera». Toma un puñado y me la ofrece para que sumerja la cara en ella y luego me enseña unos animales enormes que tiene allí, cuatro, y un cerdo al que llaman 'Emilio', que sale trotando al vernos. También un cachorro de mastín que me quiere bajar los pantalones. Conduce mi mano hasta el lomo de uno de los toros, de casi dos metros de altura. Tocamos su piel y las formas que dibuja la grasa bajo ella. José conoce cada centímetro de la morfología de sus animales, «es lo más importante, que estén tranquilos, que vivan en paz, ellos no tienen que preocuparse de nada».

Cree que el sabor de la carne de un buey depende del carácter que el animal tuvo mientras vivía

Luego nos acercamos con cuidado a un grupo de jóvenes de raza sayaguesa, negros, desconfiados, desafiantes. Tiene muchas esperanzas puestas en esta casta milenaria, dice que descienden del Bos taurus ibericus, aunque trabajar con ellos sea más difícil por lo arisco de su carácter. Se acerca a uno descomunal, que ya tendría que haber sacrificado hace tiempo, y se retan con la mirada y los terrenos. Cuando se halla a un par de metros, el bicho sacude la cabeza y lo hace cada vez que José intenta un contacto físico. Finalmente se va. «Él sabe quién manda aquí», explica, mientras observa las patas delanteras del buey, arqueadas por el exceso de peso y la edad. «Tendré que sacrificarlo en algún momento, pero cuando venga aquí cada día le voy a echar de menos porque es un animal precioso».

La cara del revés

Me cuenta que cuando era un chaval le gustaba pasear por esta ladera cubierta de encinas, tomillo, romero y lavanda; soñaba con que un día estas tierras fueran suyas. Y aquí está, rascándole el pescuezo a un buey de raza barrosa de imponente cornamenta. El animal y el hombre cierran los ojos a la vez, difícil saber quién está experimentando mayor placer. Pero al poco tiempo hemos de ir a ver la planta donde se trabaja con las canales, donde se envejecen unas piezas, se salan otras o se gestionan las ventas por internet.

José ha logrado su sueño, multiplicado, y en él trabajan ahora decenas de personas. Las chuletas se venden caras, pero no son rentables. Hay que aprovecharlo todo, morcilla, salchichón, chorizo, lengua o cecina. Y, por supuesto, toda la carne fresca que se puede obtener. Nos metemos en una de las grandes neveras de la moderna nave industrial y José toca la carne, la mira por un lado y por el otro. Ve cosas que a otros se les escaparían. «Los japoneses cuando vienen aquí lo preguntan todo, pero hay cosas que no se les puede decir, hay secretos que siempre tienen que seguir siéndolo. Cuando prueban la cecina ya se les pone la cara del revés».

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En una bodega cercana al restaurante, protegida por una doble puerta metálica, zumban unos grandes ventiladores. Parece una de esas grandes cámaras acorazadas de los bancos y guarda un bien preciado, cientos de piezas de cecina que aguardan el paso del tiempo. Le pregunto si las conoce todas y me responde que por supuesto. Se fija en una: «Mira, esta es de un buey que se llamaba 'Mimoso' y creo que ya está para comer, busca un cuchillo por ahí y vamos a hacerle los honores». Once años tenía el animal cuyo nombre hacía honor a su comportamiento. José cree que el carácter del buey se transmite a su carne. Cuatro años ha estado su pata trasera, con la que tanto anduvo, curándose en la bodega. Quince en total para poder saborear ese manjar indescriptible con el que poder recordar a aquel gran toro de raza Minhota. Es difícil de explicar. No conocí a 'Mimoso' en persona, pero ahora sé muchas cosas sobre su naturaleza. Es parte de mí.

Precisión de sicario

José desaparece devorado por la vorágine de los comensales. Está todo lleno, siempre. Pedro, su padre, a punto de cumplir los 87, se sienta en una mesa cercana a la cocina. Ya ha comido, pero se pide un vino con gaseosa para acompañarme. Al lado del bastón tiene un matamoscas que emplea con precisión de sicario mientras asiste con una mezcla de orgullo y sorpresa al momento de esplendor de su hijo. «El otro día vinieron unos tíos en un avión privado desde Estados Unidos a comer aquí».

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Cuesta asimilar algo así, llegar a la cima desde tus raíces, sin moverte del pedazo de tierra que el abuelo logró picando la ladera rocosa de una loma. Pedro se acuerda porque le tocó trabajar duro. «Se llama así porque él decía que el huerto era su capricho y a pico fuimos rebajando la montaña, cargando las piedras con dos mulos que se llamaban 'El Peque' y 'El Pajarillo', y después trajimos tierra buena para el huerto». Luego vino un asador familiar donde José se quemó por dentro, literalmente, hasta descubrir los secretos de la carne y los misterios de unos mayúsculos animales a los que ha llegado a entender como nadie. Y ahora anda por ahí, de mesa en mesa, con un cuchillo de grandes dimensiones en la mano, cortando con precisión cada trozo de esos bueyes que tienen nombre, a los que acarició y a los que susurró palabras hermosas rodeado de encinas.

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