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Obnubilados ante el Atlántico en Porto Covo. Rosa Palo
Los Hamptons de Portugal. O del esplendor en la arena y el realismo sucio

Los Hamptons de Portugal. O del esplendor en la arena y el realismo sucio

Con la casa a cuestas ·

Por Comporta han pasado Madonna, Carla Bruni... y Vicky Martín Berrocal y su colección de caftanes

Lunes, 16 de agosto 2021, 00:12

Estoy que me bailo encima. No lo digo yo, lo dice mi cuerpo serrano, que lo nota, que lo siente, que la necesidad de fiesta está presente. A las pruebas me remito: muy temprano, entro en el bar del camping pijo para tomar un café. No hay ningún cliente; el camarero y el cocinero están detrás de la barra preparando el servicio. De repente, en la radio comienza a sonar Chic y la vida se convierte en un musical: el camarero le da a la cadera mientras busca una taza, el cocinero baila con el cuchillo en la mano, yo me muevo espasmódicamente y los tres nos desgañitamos cantando «Good times / These are the good times / Leave your cares behind / These are the good times». Si no llega a ser tan temprano, en lugar de un café me pido un vodka con tónica y me lío. Mira, Churchill se desayunaba un vaso de whisky con soda y ganó a los nazis. A lo mejor el secreto para ganar esta guerra caravanera es ir un poquito achispada.

Pero no hay que emborracharse de alcohol, sino de belleza, que dicen los cursis. Y lo que hemos visto en nuestro recorrido hasta ahora provoca una trompa estética de primera, porque todo es de una hermosura objetiva, indiscutible, capaz de ser apreciada tanto por un jubilado de una caja de ahorros como por una becaria vegana del Tate Modern. Y Porto Covo no iba a ser menos: antes de abandonar el camping bajamos al pueblo en bicicleta y pedaleamos por un sendero que discurre junto a acantilados que flanquean pequeñas calas a las que se accede por escaleras de madera. Paramos unos minutos para recrearnos en las vistas. «Me pasaría el día mirando el océano», dice mi santo. Obnubilado, se vuelve a subir en la bicicleta y se le rompe la cadena. Llegamos al camping cansados y manchados de grasa. El realismo sucio se acaba imponiendo sobre la poesía contemplativa.

Autocaravanas en el descampado de Comporta. R. Palo

Con la bici rota, partimos hacia Comporta. «Te va a encantar», me dijo mi querido señorito cuando hablamos del periplo. Y sí, es bastante probable que me guste algo que es conocido como Los Hamptons de Portugal: si en los originales, los que están a tiro de piedra de Nueva York, veranea la flor y nata de los millonarios norteamericanos, por Comporta han pasado Madonna, Carla Bruni y Sarkozy o los hijos de Carolina de Mónaco. La representación patria está a cargo de Vicky Martín Berrocal, que ha deambulado por aquí este verano con una colección de caftanes soberbios. Me arrepiento de no haberme traído el mío. Pero para qué: esta noche ni siquiera dormimos en el camping, sino en un descampado que hemos encontrado a la entrada del pueblo. No necesito caftán alguno para ver cómo un niño diminuto se sienta en un jarrito en forma de pato a hacer sus necesidades junto a su furgoneta. El realismo, más sucio que nunca, se impone de nuevo.

Ganas de pillar un baño

En Comporta está la playa más grande de Europa. Un arenal increíble que se extiende durante veinte kilómetros. O treinta. O sesenta, depende de con quién hables. Armando, el encargado del restaurante en el que hemos comido hoy, sube la apuesta a setenta kilómetros. Armando tiene tantos años de venta a sus espaldas como yo ganas de pillar un baño en condiciones, así que nos coloca un arroz caldoso de marisco. Qué decepción: parece que hubieran cocido los granos en agua de fregar los platos. Porque en Comporta hay que pedir arroz, que para eso tiene unas plantaciones que ni Vietnam. Y mosquitos. «Llévate repelente», me advirtió mi señorito. Y llevaba razón, tanto en eso como en el pijerío de Comporta, un pueblo que hace gala de una sencillez elegante y aparentemente natural, de un lujo relajado, poco ostentoso: casas en azul y blanco, tiendas de decoración donde encuentras desde artesanía local hasta muebles de diseño exclusivo en tonos neutros, boutiques con relajadas prendas de lino y algodón y restaurantes de comida orgánica. Todo muy eco chic y muy sostenible. Pero también hay chiringuitos donde tomar ostras y champán al caer la tarde, y una playa con alfombra roja que llega casi hasta la orilla del agua. Que para eso son ricos. Y se tiene que notar.

Playa de Comporta con su alfombra roja. R. Palo

Al llegar la noche regresamos al descampado, donde dormimos fresquísimos: en Comporta no pasan nunca de los treinta grados, que eso de sudar es cosa de gente con muy poca clase. «Con lo bien que estamos no sé para qué tenemos que irnos mañana a Extremadura», se lamenta el heredero. Me sumo a su lamento: la perspectiva del calor nos hace sufrir preventivamente.

Tendremos que volver por aquí. Y lo haremos a todo confort. Y me alojaré en una de esas cabañas de los arrozales reconvertidas en casitas de lujo, dispuesta a reencontrarme con Comporta y conmigo misma, que servidora se comunica mejor con su yo interior en un resort que en la autocaravana. Y me traeré una colección de túnicas. Y me pegaré una juerga a base de vodka orgánico, que la embriaguez no está reñida con la conciencia medioambiental. Sí, lo sé: el ascetismo me ha durado poco. Pero, de momento, habrá que seguir viviendo en la austeridad caravanera y conformarse con La Temblorosa, con el paisaje del niño sentado en su jarrito de pato y con una fiesta que se reduce a beber vino blanco en un vaso de papel. Mientras, la Berrocal sigue presumiendo de esplendor en la arena en Instagram. Voy a dejar de seguirla, que me está dando fatiguita.

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