Gallos con alas de mosca
Crónicas mínimas ·
Chema González, vecino de Cándana de Curueño (León), cría de niño estas aves con cuyo plumaje se fabrican los señuelos artificiales para la pesca de la truchaCrónicas mínimas ·
Chema González, vecino de Cándana de Curueño (León), cría de niño estas aves con cuyo plumaje se fabrican los señuelos artificiales para la pesca de la truchaTxema Rodríguez
Viernes, 21 de agosto 2020, 00:03
El río Curueño discurre por un valle serpenteante de hoces y cortadas. Cerca de cincuenta kilómetros de aguas cristalinas y frías, desde Valdelugueros y Valdepiélago hasta la Vecilla y Santa Colomba de Curueño. La parte alta resulta más salvaje y se va haciendo dócil según ... se baja, en pueblos pacíficos de calles estrechas donde los retrovisores de los vehículos pasan acariciando las fachadas. Ese caudal puede parecer uno más, pero para Chema González no lo es; «el río forma parte de mí», sentencia. A primera vista parece extraño hablar del Curueño en una historia sobre gallos, pero sus vidas van íntimamente unidas. En la Cándana no se escucha el rumor del agua, sino los cacareos vigorosos del centenar de aves que se mueven en libertad por el corral de este hombre, enamorado de ellos y de los mastines leoneses. Tiene cinco y, por alguna razón, se llaman 'Nalón', 'Sella', 'Esla', 'Deva' y 'Ulla'.
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El asunto que nos ocupa, en realidad, es la pesca. Porque estos gallos autóctonos, de dos razas llamadas Indio y Pardo, poseen entre las plumas de sus ancas un grupo de ellas dotadas de un brillo excepcional, finas, suaves. Y con ellas se consigue imitar a la perfección las alas de la mosca, el alimento favorito de las truchas. Ningún otro animal tiene plumas de este tipo, y si los sacas de esta zona dejan de brillar, un misterio por resolver sobre el que no hay explicación verosímil, aunque los lugareños hablan de un estudio que se hizo hace años en el que se detectó uranio en el subsuelo de la zona, «pero a mucha profundidad», dice Chema en tono tranquilizador.
Sea por la radioactividad o por alguna alineación planetaria, lo cierto es que brillan como láminas de cristal y que con ellas y los cebos que preparaban las humildes gentes de estas tierras mataron el hambre y añadieron algún ingreso vendiendo los peces que corrían bajo el Curueño. Pero eso fue antes, y Chema se acuerda porque ahí transcurrió su niñez: «Había vacas, pero cada uno tenía unas pocas, era gente pobre, aunque felices sin salir nunca del pueblo».
Él, como casi todos, lo intentó. Pero no encontró en Barcelona, cuando tenía 17 años, forma de ganarse la vida. De modo que regresó a su pueblo y a su río. «A finales de los setenta y principios de los ochenta se podía vivir de él, podías sacar entres tres o cuatro kilos de truchas al día, y eso que salíamos muchos a pescar». Después llegó el declive, cuenta que los peces comenzaron a bajar en número desde el momento en el que desapareció el cangrejo, un carroñero eficaz que purifica las aguas. Llegó también la saprolegnia, un parásito que se instala en las agallas de las truchas, una plaga mortífera. Y desde lo alto aparecieron los cormoranes en busca de tierras más cálidas. «Al principio no les hacíamos caso, venían con el frío de los países nórdicos y las truchas que quedaron andaban con miedo, veían cualquier sombra y se escondían». La pesca entró en decadencia y, finalmente, hubo que prohibir la venta, primero, y después la muerte de los animales. Hace mucho ya que son devueltos con vida al agua y se nota en su población, aunque nunca ha llegado a recuperarse con el antiguo esplendor, sin que nadie sepa a ciencia cierta cuál es la razón.
La casa de Chema está llena de plumas y herramientas. Tiene un pequeño cuarto con fotografías y muestras de los distintos tipos de cebo que elabora y en un rincón del salón, que cuando era crío fue establo de las vacas, una pequeña mesa de trabajo en la que trabaja con la precisión que dan los años de experiencia. Suena el timbre y entra un cliente. Charla un rato con él, le cuenta a dónde va a pescar. Acertar con la pluma es un arte, «tienes que imitar cada tipo de mosca, en cada época del año y en cada río; si no acierto, el cliente no pesca y no me compra más».
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Chema trabaja desde hace muchos años en un centro de recuperación de fauna de la Junta de Castilla y León y no entiende otra forma de vida diferente a la que lleva, desde que comenzó a ir al río, con siete años, y a pelar a la decena de gallos que tenía su madre. Caminamos entre ellos. Es un festín de color y sonidos. Los mastines, que son jóvenes todavía, juegan y se gruñen. Son dóciles y amables, pero harían lo que fuera por proteger a los gallos. Me explica cómo funciona el negocio, que no es precisamente para hacerse multimillonario. «Se venden en mazos de doce plumas; un gallo produce cinco o seis mazos al año y se le pela tres o cuatro veces. Cada mazo se puede vender a un euro o a tres o cuatro como mucho», detalla.
Recuerda historias de sus viajes como pescador, de lo fascinante que resulta pescar salmones, por ejemplo. Y se le ilumina la cara como si fuera aquel chaval que corría hacia el río y que comenzó a criar gallos para atraer a los peces, porque las truchas no tienen nada de tontas y poseen una vista excepcional. «Ten en cuenta que ellas, cuando se lanzan a morder una mosca, es porque creen que es una de verdad, así que hay que ser hábil para engañarlas porque les va la vida en ello. Bueno, les iba». Y enumera como una letanía todos los colores de las plumas según el gallo. Las de los indios pueden ser palometas, oscuros, plomizos, acerados, claros, oscuros plateados... Le digo que tampoco se trata de escribir una enciclopedia. Pero aún me cuenta unas cuantas cosas más que hemos de saber: que cada gallo siempre tiene el mismo tipo de pluma, que para criarlos hay que atinar en la mezcla del padre y la madre, que han de comer siempre alimentos naturales, maíz o trigo. Y picotear en libertad las hierbas y lo que encuentran por ahí. Sin embargo, en uno de los nuevos misterios a añadir al del brillo excepcional de sus plumas, resulta que antes los gallos las tenían de buena calidad durante ocho o nueve años y ahora, como mucho, tres o cuatro.
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