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Acantilados de la Fortaleza de Sagres. Rosa Palo
El faro del fin del mundo... O de vientos hipohuracanados y campings de lujo

El faro del fin del mundo... O de vientos hipohuracanados y campings de lujo

En furgoneta ·

Empiezo a echar de menos los campings donde no hay nada de nada, solo moscas, silencio y estrellas

Viernes, 13 de agosto 2021, 00:06

Tras pasar nuestra primera noche fuera de un camping algo raro ha comenzado a sucedernos, algo que nos tiene perplejos y que se manifiesta a través de extraños síntomas: mi santo maneja La Temblorosa con soltura y donaire, mi heredero ya no refunfuña y yo le he cogido el gusto a mi disfraz de campista. Parece que, kilómetro a kilómetro, hemos sufrido una metamorfosis y nos hemos convertido en caravanistas. O en caravaneros, lo mismo me da. Y en ese recién estrenado estado nos dirigimos hacia la esquina inferior izquierda del mapa de la península, al Cabo de San Vicente.

Vamos despacio, tanto que tenemos la sensación de no avanzar: el navegador dice que nos quedan cincuenta minutos para llegar a nuestro destino y, al cabo de media hora, aún nos faltan cuarenta. El tiempo pasa lento, lentísimo, pero ya no nos importa: dejamos de mirar el mapa para mirar el camino, flanqueado por pueblos diminutos con nombres que son una promesa y por coloridos puestos de fruta donde compramos un melón, cerezas, albaricoques. Nos cruzamos con otras autocaravanas. Mi santo las saluda al pasar. Un nuevo síntoma.

Playa de Monte Clérigo. el faro del Cabo de San Vicente. R. Palo

Según nos vamos aproximando al cabo, los árboles desaparecen y el paisaje se vuelve más áspero, más austero, como si nos dirigiéramos hacia el fin del mundo. A un lado, la Fortaleza de Sagres. Al otro, el faro. Rojo, piedra y altivo, intenta dominar un océano ingobernable y rabioso que se estrella contra los acantilados imponentes mientras le planta cara a un viento que vuelve aún más locos a los que ya lo estamos, que nos despeina el pelo y la cabeza, que nos lleva a refugiarnos los unos en brazos de los otros para poder mirar los límites de la tierra con ojos asombrados. Son los mismos ojos que, poco después, van a recrearse en la fiesta de dunas que nos acompañan desde el cabo hasta Monte Clérigo, donde nos espera un arenal inmenso, un agua helada que la gente evita bañándose en las pequeñas piscinas que surgen al bajar la marea, una aldea de pescadores y un rodaballo a la plancha que nos hace recuperar la fe en la humanidad.

Spa, jacuzzi... Yzumba

Seguimos avanzando. Vemos un camping; entramos para ver si hay parcelas disponibles y nos topamos con un oasis de lujo y esplendor. Acabáramos. Comparar este camping con los anteriores es igual que confrontar un 'Sálvame' de agosto donde te venden pescado congelado con el 'Deluxe' en el que Isabel Pantoja llama para pegarle la bronca a su hijo y da lugar a todo el lío de Cantora y la herencia envenenada. Frente a nosotros hay autocaravanas que harían palidecer al Air Force One y tiendas de campaña que deben de costar más que un ático en Madrid con vistas al Retiro. Por si faltaba algún detalle, bajo una pérgola de gasa blanca una tipa ha puesto una mesa con una mantel adamascado, farolillos y dos jarrones con flores, convirtiendo su parcela en una portada del 'AD Especial Vida Errante'. Además, en el camping tienen spa. Y jacuzzi. Y centro de belleza. Y masajista. Y gimnasio. Y zumba. Y franceses. Y un test del coronavirus antes de entrar: nosotros estamos vacunados, pero no el heredero, así que le toca meterse un palito por la nariz.

Faro del Cabo de San Vicente. R. Palo

Libres de todo mal, nos tomamos un café en el bar. Corto y aromático, el café de Portugal es un motivo más para amar este país, además del fado y de Amália Rodrigues. El centenario de su nacimiento, que tuvo lugar el año pasado, aún se celebra en los sobres de azúcar que no han caducado. 'Intensa', pone sobre su foto. Y tanto. Como Pessoa: al fin encuentro 'El libro del desasosiego', que andaba perdido entre las camisetas, y compruebo que hace honor a su título. Lo ojeo durante un rato. «Soy una vaga añoranza que no viene del pasado ni del futuro. Soy una añoranza del presente, anónima, prolija e incomprendida». Toma 'saudade'.

Pero en el camping no hay lugar para la 'saudade', ni para la melancolía, ni para la añoranza; solo diversión, no sea que nos aburramos, que es justo lo que quiero: aburrirme de inactividad, de estar sentada en mi incómoda silla plegable mirando los árboles hasta que me duelan los riñones, de leer a Pessoa. Pero no hay manera: a media tarde un individuo vestido de un saldo de Indiana Jones pasea una boa entre los chiquillos y, por la noche, deleitan al respetable con un 'show flamenco'. Nos llegan los quejíos hasta La Temblorosa, tan fuertes que parece que estamos en El Corral de la Pacheca. No sería extraño que se nos aparecieran Lauren Castigo y Paca Carmona. Porque España no se acaba donde viene el mar, qué va. Hay barcas pa seguir.

Empiezo a echar de menos los campings donde no hay nada de nada, solo moscas, silencio y estrellas. Y ni siquiera hemos usado ninguna de las instalaciones del complejo. ¿Será posible que estemos reduciendo nuestra vida a los mínimos imprescindibles, que cada vez necesitemos menos cosas para ser felices, que este nuevo estado nos haya enseñado a disfrutar del peregrinaje caravanero? No, no lo creo. Debe ser el influjo de Pessoa: «Mi corazón translúcido y aéreo se empapa de la suficiencia de las cosas, y el mirar me basta acariciadoramente». Pero todo pasará. Sé que abandonaré la intensidad portuguesa en la última gasolinera que encuentre antes de cruzar la frontera. O en cuanto me eche un '¡Hola!' a la cara. Que me conozco, bacalao.

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