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Si nos ponemos a hojear un periódico de hace un siglo, entre sus apretadas columnas de texto nos toparemos con anuncios de productos que nos resultan desconocidos, fascinantes, incluso misteriosos: en aquella época proliferaba especialmente la publicidad de ungüentos, píldoras milagrosas y remedios que garantizaban juventud, vigor, belleza y salud. Pero, de vez en cuando, nos sorprenderá justo lo contrario, la inesperada presencia de una marca que podríamos comprar hoy mismo en el supermercado. No son muchas, pero hace gracia toparse, por ejemplo, con la lejía Conejo, la pionera del mercado español, que empezó a fabricarse en 1889: de hecho, en aquellos anuncios aún no tenían muy clara la ortografía de una sustancia tan novedosa y solían escribir «legía». Se vendía en botellas de vidrio retornable, con la imagen de unos conejos que lavaban su ropa en un barreño (creada por el artista y escritor Apeles Mestres), y cuentan que aquel diseño contribuyó al éxito de la empresa catalana, ya que hacía más fácil identificar el producto en tiempos de elevado analfabetismo.
Claro que, si buscamos una imagen que hizo época, ahí está desde 1870 otro renombrado producto catalán, el Anís del Mono. «Famoso en todos los países», exageraba su publicidad hace cien años justos, en 1921. Es una marca envuelta en leyendas de veracidad difícil de comprobar. Se cuenta, por ejemplo, que Vicente Bosch, uno de los hermanos fundadores, buscaba en París un perfume para regalar a su esposa y dio con un frasco peculiar, que después adaptó como la inconfundible botella de su licor. Se dice, también, que los Bosch poseían realmente un mono, traído de América, y que la mascota residía en su fábrica de Badalona, cerca de donde hoy se levanta un monumento al mono del anís. Y, por supuesto, siempre se ha afirmado que las facciones del simio de la etiqueta son una adaptación de las de Charles Darwin, aunque se sigue discutiendo si la intención era mostrar apoyo al evolucionismo, mofarse de él o, simplemente, aprovechar su tirón. Como muestra de amor por la tradición, se ha mantenido la errata original de la etiqueta, donde se lee 'destillación'.
Más o menos por la misma época se lanzó al mercado el Licor del Polo, creado en Bilbao por todo un personaje: Salustiano de Orive, riojano de Briones, hijo de labradores, filántropo y ateo. Su talante rompedor se trasladó a su publicidad, en forma de coplillas que animaban aquellos periódicos tan imponentes: «Al Polo fue Sisebuto / hace un año y ya no escribe. / ¡Habrá muerto de escorbuto / por no llevar, el muy bruto, / Licor del Polo de Orive!», decía una de ellas. «Conquistó Juanito a Pura / siendo feo como él solo / por su hermosa dentadura / (usaba Licor del Polo)», argumentaba otra. Pero las iniciativas propagandísticas de Salustiano no se quedaban ahí: llegó a contratar a un guineano para que se colgase por los dientes del Puente Colgante, con un cartelón que aclaraba a qué elixir se debía la fortaleza de su boca, y también instaló una fuente de Licor del Polo en la Exposición Universal de Barcelona.
Curiosamente, la competencia de Salustiano ha pervivido igualmente hasta nuestros días: también Listerine se anunciaba de manera machacona en la prensa de hace un siglo. Se había desarrollado en 1879 en Estados Unidos como antiséptico quirúrgico y, durante unos años, compatibilizó su uso bucal con otros aprovechamientos imaginativos, desde la limpieza de suelos hasta el tratamiento de la gonorrea. Finalmente, triunfó como colutorio gracias a una campaña que lo presentaba como remedio para la «halitosis crónica». Fue uno de esos casos en los que un publicista brillante logra crear a la vez el problema y la solución, ya que hasta aquel momento nadie parecía preocuparse tanto por el mal aliento.
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