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Imagen del Apóstol Santiago en el Puerto de Santa Lucía en Cartagena.
De Cartagena a Ferrol, en el punto de partida
El Camino Inglés, de Ferrol a Santiago de Compostela

De Cartagena a Ferrol, en el punto de partida

Sigo sin encontrarle sentido a este negociado, pero ya estamos aquí. Y estamos raros

Sábado, 12 de agosto 2023, 00:16

Si Santiago de Compostela es la meta, Cartagena es la salida. Aquí, en mi ciudad, en esta ciudad que quiero y detesto a partes desiguales en función del día, comenzó la evangelización de la península, ya que el apóstol Santiago entró en nuestro país por el puerto de Santa Lucía: «Ex hoc loco orta fuit Hispaniae Lux Evangelica» («Desde este lugar nació para España la Luz del Evangelio»), reza una inscripción medieval en la parroquia de Santiago Apóstol.

Supongo que mi señorito conocerá ese dato pero, por si acaso, no se lo recuerdo: capaz es de mandarme andando hasta Ferrol. Si no admite el invento de la rueda, cómo va a entender que existan los aviones, esas cajas de metal que surcan los cielos. Cargados con unas maletas de las que esperamos ser liberados, más pronto que tarde, por la agencia que organiza el asunto, mi santo y yo cogemos un avión desde Alicante en dirección a Santiago.

Mientras aguardamos la salida, el aeropuerto es invadido por hordas británicas: los ingleses que aterrizan parecen estar a medio cocer; los que despegan parten rojos, llevándose en el cuerpo y en la cara el sol que no pueden llevarse en el equipaje. En la cola de embarque hay nacionales vestidos de caminantes. Qué ansiedad. No sé si es que pretenden bajarse del avión y echar a andar del aeropuerto hasta Santiago como precalentamiento.

Tampoco sé qué les impulsa a disfrazarse de peregrinos antes, siquiera, de empezar el Camino; de qué huyen, qué les persigue y les da tanto miedo que ya salen con las zapatillas puestas, preparados para correr. Sea lo que sea, lo que sí sé es que, por muy lejos y rápido que vayas, los monstruos siempre se meten en la maleta la noche antes de partir. Son la única compañía segura para un viaje.

Un taxista por comunidad

Antes de salir, hemos quedado con un taxista conocido para que nos recoja en el aeropuerto de Santiago y nos lleve a Ferrol. Si los corresponsales de guerra tienen un 'fixer', un conductor-guía que conoce bien el terreno y les sirve de traductor, servidora tiene un taxista casi en cada comunidad autónoma. En San Sebastián está David, el cinéfilo que se hincha a ver películas durante los tiempos muertos en la parada, que admira a Rosa Belmonte («Me encanta la voz que tiene») y que nos llevó al aeropuerto el día después de su boda.

Y en Ferrol tenemos a Carlos, exjugador de fútbol y fanático del Racing de Ferrol. Durante el trayecto nos va poniendo al día. «Vais a pasar por aquí, y por allí. Aquí hay una subida de carallo, pero se puede hacer. Ah, mirad: en ese edificio vive Yolanda Díaz, que la llevé a su casa después de salir de un programa de la televisión gallega». Carlos es una mina.

Llegamos a Ferrol. En coche hemos tardado cincuenta minutos. Cincuenta. Lo que dura un capítulo de una serie. Andando tardaremos seis días. Sigo sin encontrarle sentido a este negociado, pero ya estamos aquí. Y estamos raros. Mucho. Es la primera vez que venimos sin mi suegra. Ella era el motivo, la razón, el pegamento con Galicia, la piedra dura de Ferrol que, aun erosionada por los años, siguió fuerte, lúcida y capaz hasta el final, dándonos lecciones de decencia y dignidad y transmitiéndonos el amor por una tierra, la suya, que también es, un poco, la nuestra.

«La gente en el norte siempre fue más elegante», decía presumiendo de patria. «A ver, Maruja, cualquiera es elegante a veintidós grados, que lo difícil es serlo con cuarenta a la sombra», le respondía yo: no hay color entre ir en tirantes enseñando las lorzas sudorosas y ocultarlas echándose una rebequita por los hombros. Así que, como la ciudad está haciendo honor al refrán «Cando chove e fai sol, anda o demo por Ferrol» («Cuando llueve y hace sol, el diablo anda por Ferrol»), me planto, feliz, una gabardina que me compré hace un año y todavía no había podido estrenar en Cartagena.

Barcos de recreo atracados en el muelle de Ferrol.

Paseamos entre nubes y claros, visitamos a la familia ferrolana de mi santo, que se descogurcia al verme engabardinada, y tomamos unas raciones que empacharían al mismísimo Obélix mientras esperamos la llegada de mis cuñados. Ellos son Antonio e Isa, matrimonio y residentes en Barcelona. Los incautos se han apuntado a hacer el Camino: mi santo y su hermano lo hacen por aquello de volver a sus raíces, yo por trabajo, Isa por amor. «Es que, si no es por acompañarlo, por qué iba a hacer una tontería semejante», me dice con ese temperamento manchego y seco que todavía conserva.

Pero el amor te hará dar vueltas, que cantaba Kenny Rogers; en concreto, te hará dar una vuelta de 113 km. Ya reunidos, a los hermanos les sale el galleguismo por los poros. Y el ribeiro, que también. Por supuesto, quieren ir a Mugardos, el pueblo de mi suegro y sus hermanos, la tierra prometida: si los judíos dicen 'el año que viene en Jerusalén' al finalizar su Pascua, nosotros decimos 'el año que viene en Mugardos' al terminar cualquier reunión de la parentela. Y para allá que vamos, a bordo de una barca que atraviesa la ría de Ferrol con rumbo a una villa pequeñita, marinera y coqueta en la que mi santo quiere vivir cuando se retire.

Por mí, perfecto: según le den la jubilación, le va a llegar, al unísono, la demanda de divorcio. Si es que no nos divorciamos antes haciendo el Camino de Santiago, que esa es otra. Mañana nos enfrentamos a la primera etapa. Que las meigas nos protejan.

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