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Cacela Velha. Rosa Palo.
Ya somos caravanistas... O nuestra primera noche libre y salvaje

Ya somos caravanistas... O nuestra primera noche libre y salvaje

Con la casa a cuestas ·

Nos ilusiona atravesar una frontera que hasta hace nada era solo una línea en la pantalla del móvil

Martes, 10 de agosto 2021, 00:02

Con la casa a cuestas una cree poco en las señales. De hecho, si hubiera creído en ellas seguiría soltera, porque la única señal que me dio mi santo al conocerme indicaba que yo no le gustaba, o eso interpreté astutamente tras darme plantón en nuestra primera cita. Pero hay días en que las casualidades te sorprenden: anoche nos quedamos dormidos con la radio encendida y hoy, la mañana en la que partimos para el Algarve, nos hemos despertado cuando sonaba 'María la portuguesa'. Es un buen presagio.

En La Temblorosa tarareamos la canción al tiempo que entramos en un país cuyo perfil hemos recreado muchas veces dibujando los mapas de Sociales: la nariz de Lisboa, la boca de Comporta, la barbilla prominente de Sagres. Nos ilusiona atravesar una frontera que, hasta hace unos pocos kilómetros, era solo una línea en la pantalla del móvil.

Por seguir con la literalidad de la letra de Carlos Cano pensábamos ir desde Ayamonte hasta Faro, pero parece que el espíritu caravanero empieza a poseernos porque nos aventuramos y nos dejamos llevar por la carretera: paramos en Cacela Velha, una aldea diminuta sobre un acantilado, para certificar tanto la belleza de las casas blancas rematadas en azul como la plaza de parking que el párroco tiene reservada en la puerta de la parroquia. «La iglesia y sus privilegios», dice el heredero. De verdad, qué cruz de anticlericalismo adolescente. Pero mejor revolucionario que tronista.

Continuamos hasta Santa Luzia, muy cerca de Tavira y famosa por su pulpo. Mi santo, un medio gallego capaz de comerse al mismísimo pulpo Paul sin remordimiento alguno, no quiere perder la ocasión de hacer una comparativa hispano-lusa, así que pedimos 'polvo à lagareiro', 'polvo grelhado' y 'salada de polvo'. Con tanto 'polvo' no sé si estamos leyendo la carta o las memorias de Pipi Estrada.

Parque Natural da Ria Formosa. R. P.

Comemos mirando al Parque Natural da Ria Formosa. Ante nuestros ojos pequeños barquitos de pesca, cangrejos violinistas y gaviotas; sobre la mesa una botella de vino blanco y frío. La felicidad era esto. Después iremos hasta la playa de Barril, a la que se llega a bordo de un trenecito, y nos encontraremos con el cementerio de anclas, un camposanto donde reposan unas doscientas áncoras clavadas alineadamente sobre las dunas y que son muestra de la flota de barcos que salieron a capturar atunes hasta los años sesenta, época en la que tuvieron que abandonar dicha actividad por la sobrepesca. Hoy las anclas muertas miran hacia una playa enorme, deslumbrante, donde los bañistas más atrevidos (el agua está helada) se cruzan con pijas que envuelven sus cuerpos delgados en camisolas floreadas mientras arrastran capazos de esparto y lucen gafas tamaño XXL. Las pijas son iguales en todo el mundo.

La temblorosa

Volvemos a la Temblorosa, aparcada a la entrada del pueblo en una zona arenosa donde estacionan varias autocaravanas y furgonetas. «Podríamos quedarnos aquí a dormir», digo. No sé ni cómo han salido esas palabras de mi boca. Yo, que cierro la puerta del armario cada noche para que no salgan los fantasmas; yo, que oigo cualquier ruido en la madrugada y me tapo la cara con la sábana, he pronunciado tamaño disparate. Pues sí, esa yo va a pasar la noche, por primera vez en su vida, fuera de un entorno controlado. En medio de la calle, vamos.

«Ey, companheiro!», le dice alguien a mi santo, que todavía no sale de su asombro tras escuchar mi propuesta. Es el tipo que está en la autocaravana más cercana. Cincuentón descamisado, enseña una barriga tan enorme y con una piel tan curtida y estirada que podría forrarse con ella los sillones de cualquier dictador ugandés. Y si Steinbeck cuenta en 'Viajes con Charley' que él siempre ofrecía café y un vaso de whisky a aquellos con los que se cruzaba en su camino, nosotros le ofrecemos una cerveza para pegar la hebra. Él habla en portugués, nosotros en español, y nos entendemos como los caravanistas profesionales que somos. Nos dice que es un sitio seguro, que lleva allí dos noches y la policía no ha pasado, pero que Portugal ha dejado de ser el paraíso que era para las caravanas. Y más en la zona del Alentejo, hacia donde nos dirigimos. «No hacemos daño a nadie», se lamenta pegándole otro trago a la cerveza.

Playa de Barril. R. Palo

El portugués viaja con su mujer y con su hijo. «¿Cuántos años tiene el chaval?», le pregunto. «Dieciséis». «Anda, como el nuestro. ¿Y protesta mucho?». «Sí, muchísimo», contesta. «Anda, como el nuestro». Nos reímos en dos idiomas. Los adolescentes, como las pijas, son iguales en todo el mundo.

Velar por nuestro sueño

A las diez y media ya estamos acostados. El vecino vela nuestro sueño junto a otros viajeros que pasan allí la noche. Y aquí hay que nombrar las desventajas del heteropatriarcado, que también tiene alguna: a pesar de que estamos bien acompañados mi santo no pega ojo, inquieto, preocupado. Le ha salido la cosa atávica de proteger a la familia, como si fuera Liam Neeson. Solo le ha faltado meterse un cuchillo de plástico bajo la almohada. El heredero y yo, en cambio, dormidos a pierna suelta.

A la mañana siguiente nos despertamos temprano; nosotros descansados, mi santo con unas bolsas delatoras bajo los ojos. Pero estamos contentos, porque Santa Luzia nos ha devuelto la vista, la perspectiva sobre este viaje. Ya somos caravanistas de verdad. O algo así.

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