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La rueda se inventó en el 4.500 a. C. Desde entonces, el hombre ha evitado andar en la medida de lo posible, que no hay necesidad alguna de padecer yendo a pie de un lugar a otro cuando se puede hacer en un medio de locomoción. Para cualquier persona en sus cabales, eso sería un logro de la humanidad. Pues no, no lo es. Al menos, para mi señorito y mi santo. Porque este verano, yo, feminista fetén, me encuentro atrapada por la pinza heteropatriarcal definitiva, la formada por los dos hombres de mi vida, el de la profesional y el de la personal.
Mi señorito suelta la bomba: por qué no te vas a hacer el Camino de Santiago, Rosa, que ya verás qué bien, me dice el tío, intentando disfrazar una orden castrense y castrante de atractiva sugerencia. Acabáramos. Con el teléfono aún en la mano y tarumba por la deflagración, me dirijo a mi santo esperando solidaridad matrimonial. Pero, ante mi sorpresa, va el tío y me remata: «Oye, ¡qué guay! Siempre había querido hacerlo». Dos contra una. Definitivamente, estoy perdida. Ni Santa Simone de Beauvoir de Todas las Sororidades me libra de este contubernio masculino.
Peregrina a mi pesar, intento que el asunto sea lo más leve posible. Ya que he de hacerlo, lo haré como la señora que soy, que alguna ventaja tendrá haber cumplido edad suficiente para llevar perlas. Así que solicito los servicios de una agencia para que me lleve la mochila y me reserve los hostales, que servidora es de deyección tímida y se niega a compartir aseo con un montón de desconocidos sudorosos en un albergue cualquiera. Y que una cosa es ser profesional del periodismo 'verité' y, otra muy distinta, ser idiota. Aunque, en mi caso, suelen confundirse.
Encima, soy un cuerpo escombro. Mi señorito no lo sabe pero, por culpa de mi escoliosis, la pierna izquierda es más larga que la derecha, la cadera se ha descompensado y las lumbares están tan machacadas como las de un levantador de piedras. Añadámosle que fumo desesperadamente, me ahogo en la primera cuesta y se me escorian los muslos al andar. Es lo que tiene ser becaria premenopáusica.
Pero una, conocedora de sus discapacidades, hace de tripas piernas y se dispone a entrenar como si fuera a correr la maratón de Nueva York. Me calzo unos tenis, rescato los únicos pantalones cortos que tengo del fondo del armario y salgo a recorrer Cartagena. Mira, no es tan difícil, pienso, hasta que, a la media hora, un dolor lacerante me atraviesa la pierna derecha y me deja hecha una alcayata. «Hija, qué quieres, si no has hecho deporte en tu vida. Vas a tener que doparte», me dice la fisio mientras me tortura colgándome de las piernas como un jamón puesto a orear. Válgame.
Con los antinflamatorios en el bolso, me dispongo a equiparme. Nada más atravesar las puertas de Decathlon, la dependienta nos suelta: «El Camino de Santiago, ¿no?». La psicología de la vida, la universidad de la calle y las caras de panolis que llevamos. La muchacha, solícita, nos saca el pack-caminante completo: camisetas ligeras, pantalones que no rocen, sombreros para el sol y para la lluvia, bastones, calcetines sin costuras y el bálsamo de Fierabrás. Salgo convertida en Barbie Peregrina.
Ya solo me faltan las zapatillas. Acudo a un comercio especializado en el que el vendedor me somete a un cuestionario imposible: que si cuántos kilómetros voy a recorrer, que si el terreno es liso o escarpado, que si las prefiero más impermeables o más transpirables. Y el acabose: que si soy pronadora o supinadora. «No, perdone, yo no hablo de mi vida sexual», le respondo, muy digna, al muchacho. Me resultó menos complicado elegir el vestido de novia.
Al final, me decanto por unas zapatillas por la misma razón de siempre: porque son monas. Miro la cuenta de lo que llevamos gastado y pienso en todo lo que podía haber invertido en las rebajas de Zara. De verdad, qué cruz. Esa, y la que tengo que soportar de mis compañeros: unos me cantan 'Anduriña', otros tiran del «Soy peregrina, soy peregrina, corazón mío» y uno de mis señoritos me ha dicho que, de esta, vuelvo mística. Pues mística no sé, pero 'stigmata' seguro, que voy a regresar con más heridas en los pies que Santa Teresa después de su éxtasis.
Este es largo verano de mi descontento. El panorama que tengo por delante me hace añorar hasta las aguas negras de La Temblorosa, la autocaravana con la que recorrí medio país para otra serie de verano. Condenada a elegir entre susto o muerte, me decanto por el Camino Inglés: es el más corto de los itinerarios jacobeos y comienza en Ferrol, ciudad que conocemos estupendamente gracias a mi familia política. Tras salir de allí pasaremos por Neda, Pontedeume, Betanzos, Hospital de Bruma y Sigüeiro, hasta alcanzar Santiago. 113 kilómetros que me voy a meter entre pierna y cadera, con tramos de hasta seis horas y unas subidas que me río yo del Tourmalet.
El momento se acerca y yo sigo sin verme en tamaño trance. Por ello, y para no sentirme sola atravesando este valle de lágrimas, hago desde aquí un llamamiento a los de mi raza, clase y condición, que son los desheredados de la tierra, los desechos de tienta, los que nunca eran elegidos en clase de gimnasia para formar los equipos y demás restos de serie: acompañadme en este peregrinaje en diez entregas. Total, a vosotros no os van a doler los pies.
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Alfonso Torices (texto) | Madrid y Clara Privé (gráficos) | Santander
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