Adiós, Temblorosa
Con la casa a cuestas ·
O de despedidas, vueltas a casa y dudas existencialesSecciones
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Con la casa a cuestas ·
O de despedidas, vueltas a casa y dudas existencialesVolvemos a casa. Por primera vez durante todo el viaje me lío con el navegador y acabamos recorriendo una carretera llena de curvas que atraviesa un mar de olivos de extensión interminable. «¡Disfruta del paisaje, que es el último día!», le digo a mi santo, intentando hacer de la necesidad virtud. «Sí, claro, ¡disfruta! No vuelvo a comerme una oliva en mi vida», contesta.
Mientras él sigue refunfuñando y conduciendo, hay algo que me inquieta, me atormenta y me perturba: ¿me habré equivocado de ruta inconscientemente porque no quiero que termine el viaje? ¿Habré dejado de ser carne de hotel y buffet libre para convertirme en Dora la Exploradora? ¿Le habré encontrado el gusto a las moscas que muerden, al calor infernal, al váter químico, a rellenar depósitos de agua, a las oficinas portátiles? ¿Habré conseguido destruir la oposición binaria burguesa de provincias versus nómada hippy? ¿Me habré encariñado con La Temblorosa, auténtica protagonista de este periplo? Y así, entre preguntas existenciales y quejas de mi santo, llegamos a Cartagena.
Después de tantos días de conducir La Temblorosa por pueblos y ciudades desconocidas, las calles nos resultan familiares. Aparcamos en la puerta de casa. Me apeo de la autocaravana besando el suelo a lo Juan Pablo II, esperando a que el momento quede inmortalizado por una nube de fotógrafos: de lo que no tengo duda alguna es que, tras tamaña aventura, deberían recibirnos como a la tripulación del Apolo 11. Pero no hay banderitas, ni confeti, ni vítores. Lo único que nos espera es un jardín devastado y varias macetas muertas. Qué poco reconocimiento tiene el periodismo verité hoy en día.
Recogemos nuestras cosas de la autocaravana y entramos en casa. Huele a cerrado, una fina capa de polvo cubre los muebles y el frigorífico está casi vacío: solo hay salsa de soja, cerveza y Coca-Cola. Lo mismo hasta invento un cóctel. Deambulo por las habitaciones aún un poco despistada, un tanto fuera de juego. Paso por el salón, la cocina y el dormitorio debatiéndome entre la alegría por volver y la pena porque todo haya acabado. Y en esa dicotomía ando hasta que llego al cuarto de baño. Y veo el váter. Y las dudas se disipan. Y vuelvo a mi ser. Que una ha estado a punto de perder la salud por el ano, como María Jesús Ruiz en 'Supervivientes'. Que hemos acabado hasta la escobilla de vaciar el depósito de aguas negras. Que el váter, eterno olvidado, se merece un poemario completo. Que un lugar donde puedes leer 'Guerra y paz' en unas ochocientas visitas, según la velocidad del tránsito intestinal, debería ser el centro de la vida doméstica. Y que esto de darle a un botón y que todo desaparezca sin tener que preocuparte por su destino final es más importante que la conquista espacial: si algo hemos aprendido en este peregrinaje es a valorar el uso que hacemos diariamente de cosas que se nos antojan mágicas, como tirar de la cadena sin más complicaciones, abrir un grifo y que salga agua o pulsar un interruptor y que se haga la luz.
Viajar en autocaravana por primera vez te enseña, además, que hay que dejarse llevar por el camino, y no por una ruta preestablecida. Pese a las reservas iniciales, a mitad del trayecto conseguimos abandonarnos a la vida aventurera y, con ella, a la posibilidad de encontrarnos con lo inesperado, de experimentarlo y de contarlo. Dice Steinbeck: «Lo que yo escribo aquí es verdad hasta que pase por esa ruta otro y reordene el mundo a su manera». Por ello, en estas crónicas servidora no ha tratado de escribir la 'Guía de la Autocaravanista Galáctica', sino de reordenar lugares y situaciones bajo la perspectiva de una familia virgen en este negociado del autocaravanismo.
Seguimos limpiando y poniendo lavadoras. Mientras acaba el centrifugado nos derrumbamos sobre el sofá. Y, entonces, estalla la bomba. «Echo de menos a La Temblorosa», dice el heredero con la mirada perdida en el techo. Acabáramos. Me suelta que está saliendo con Chabelita y no me quedo tan estupefacta. Después de lo que ha renegado el tío, ahora resulta que se lo ha pasado bien. Pero la cosa no termina ahí: «Yo también», dice mi santo. ¡Anda! Cuando yo ya he superado mi crisis existencial, van estos dos y se contagian del veneno del nomadismo. Hasta ahí podríamos llegar. Los cojo de las orejas y me los llevo al cuarto de baño. «Mirad», les digo señalando el retrete. Y los tengo allí, contemplándolo en silencio, hasta que caen en la cuenta de que esto con La Temblorosa ha sido un romance de verano con fecha de caducidad, un amor fou que, al terminar, te hace volver a casa y valorar todo lo que allí tenías. Especialmente, tu váter.
De nuevo en el sofá, cojo el móvil y entro en Twitter. Mira, qué graciosa: una amiga pide que el próximo verano me manden de pastora trashumante con veinte cabras. Rezo para que mi querido señorito, el que empezó este lío porque había visto 'Nomadland' y decidió que era buena idea convertirme en un trasunto de Frances McDorman, no lo lea. Espera, que tengo una notificación. Maravilloso: mi jefe le ha dado un 'me gusta' al tuit. Ahora querrá que me transmute en Heidi. Ya me veo el año que viene cayado en mano conduciendo a Blanquita, Diana y Copo de Nieve por las cañadas reales. Qué vida esta.
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