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IGLESIA

ORINAR EN LA CALLE

«Si una calle es el espejo del alma de una ciudad, ya me dirán la imagen que damos blasfemando como carreteros»

JUSTO GARCÍA TURZA

Domingo, 14 de julio 2013, 01:46

El martes pasado, en la sección 'El teléfono del lector' de LA RIOJA leí -con cierto regocijo- la queja y el malestar de una comunicante «con la gente que orina en las calles». La señora en cuestión no se limitaba a constatar el hecho -evidente, por otra parte-, sino que pedía al Ayuntamiento de Logroño que tome medidas y multe al que lo hace. Muy bien, señora, yo también suscribo esa petición.

Hay, sin embargo, varios 'peros' que yo quiero precisar. A mí no me molesta en absoluto el que una madre o un padre ponga a los críos a hacer pis -así hablan los niños y los redichos- al pie de un árbol. Tampoco me molesta ver a un abuelillo intentando pasar desapercibido entre unos coches para aliviarse. Ya es sabido que váteres públicos no hay en todas las calles y que entrar en un bar, y tal como están hoy las economías, a menudo resulta oneroso. Y los mayores, o padecemos de próstata o tomamos pastillas para la tensión que con mucha frecuencia te obligan a hacerlo sí o sí, y ahora mismo. La espera puede originar una pequeña catástrofe de consecuencias personales e íntimas imaginables.

No he visto jamás, a plena luz del día, orinar en la calle a ningún adulto normal y corriente. Sí me ha tocado, cuando vivía en la estación de autobuses, padecer a los borrachos y a los emigrantes que dormían en el pasaje de al lado, y siempre por la noche, aliviarse como podían entre los contenedores. Mal, pero ¿qué podían hacer?

Esta señora de la queja me busca la boca en lo que realmente me duele. Y lo voy a decir. Mal está lo de que la gente -metida en un aprieto- se orine en la calle, en los parques o en los paseos. Siempre serán «pocos» y la excepción. Pero, ¿qué decir de los perros?

Sus cagadas -esta es la palabra adecuada, no nos andemos con sutilezas- en forma de pastel gratuito e imprevisible son recogidas por sus dueños/as con una resignación y una entereza espartanas. ¿Son los más? ¿Son los menos? Ustedes mismos. El problema es la orina del perro. ¿Cuántas veces lo hace o lo intenta un can a lo largo de un paseo? No soy experto, pero tengo ojos y los veo levantar la pata trasera ante toda farola, todo árbol, toda pata de banco que se le pone por delante al bicho. Y luego, lógico y natural, las madres de los niños pequeñajos se quejan porque estos están más por el suelo que de pie, tocan con sus manitas regordetas todo lo que se les pone a tiro, bien sea la farola, el árbol o la pata del banco. Y de los jardines con cesped, ¿qué? Ahora en el tiempo bueno, cuadrillas de chavales, parejas, niños jugando, lectores, que se tumban en la hierba. ¿Me siguen la cosa?

¿Cumplimos realmente las ordenanzas? ¿Las cumplimos todos? ¿También en lo que a la porquería que arrojamos se refiere? Aquí todo pichipata tira al suelo, en la acera, lo que lleva en la mano, léase el cigarro, el paquete de tabaco vacío, el cucurucho del helado, ¡las pipas de girasol, que son una cochinada!, las bolsas de patatas fritas. Y cuidado que hay papeleras cada tres farolas y contenedores cada veinte metros. En lo poco que yo he viajado al extranjero -siempre he sido un tanto comodón para esto de viajar, y tampoco me ha sobrado nunca un euro-, he tenido la oportunidad de ver en algunas calles el siguiente letrerillo que es toda una programación: «En esta ciudad somos limpios porque no manchamos». ¡Toma del frasco!

Y ahora voy a otra cosa. No es esa suciedad -guarrería es la palabra- lo que más me molesta. Si una calle es el espejo del alma de una ciudad, ya me dirán ustedes la imagen que damos blasfemando como carreteros. Más de una vez he pedido desde esta sección, porque estoy en mi derecho a pedirlo, que en mi entorno no se blasfeme, no se cague la gente en lo más sagrado para mí y para más de doscientos mil logroñeses que piensan y sienten como yo. Nadie tiene derecho a blasfemar, como nadie tiene derecho a hacer sus necesidades más gordas en medio de la plaza del Espolón o en la avenida de la Paz. Y que nadie esgrima su derecho a ser libre blasfemando porque yo lo esgrimiré también para lo otro. Eso sí que me molesta a mí, como me molesta el que hayamos convertido en verano nuestras calles en una pasarela continuada de la zafiedad y del mal gusto. ¿Hace calor? ¡Claro que hace calor! ¿Estorba la ropa? ¡Claro que estorba la ropa! Pero toda la vida de Dios ha existido lo que se llama buen gusto, pudor, sentido común, cortesía. Como toda la vida de Dios ha existido la zafiedad, sólo que al día de hoy la mostramos a calderadas. Nadie vive en una isla desierta en plan Robinsón Crusoe y todos tenemos derecho y obligación de mostrarnos unos a otros con un mínimo de dignidad. ¿Qué quieren que les diga?

Termino con la siguiente 'impertinencia'. Los niños ven, lo ven todo. Y lo copian todo. No es la calle sólo el referente de sus conductas; es la televisión, Internet, y otros muchos chismes que a mí se me escapan. Si en la calle nos ven a los adultos vestidos con un pésimo gusto, en plan bananero y cavernícola, ya me dirán qué se puede esperar de ellos. Creo que estamos confundiendo -y no quiero acabar con un sermoncete- la progresía con la vuelta al taparrabos del Pleistoceno, la comodidad con el ir 'hecho un adán', la moda con las bermudas y las chanclas. Hasta en misa. Y, la verdad, ¿es lo que realmente queremos? Yo, al menos, no. La calle es de todos. Demostrémoslo.

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