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IGLESIA

El que muere descansa

«Hay quien eleva a la categoría de lo absoluto la salud, el dinero, la juventud... Y cuando esto falla, todo el tinglado se viene abajo»

JUSTO GARCÍA TURZA

Domingo, 18 de diciembre 2011, 02:11

Y el que no nace no sabe lo que gana». La verdad es que este refrán, máxima, aforismo, proverbio o lo que sea, no lo había oído yo nunca. Se lo oí a un abuelillo que cruzaba en rojo un semáforo, con evidente peligro, y ante mi requerimiento de que tuviera cuidado, me salió con esa frase. «¡Bah! -dijo textualmente- me da igual: el que se muere descansa y el que no nace no sabe lo que gana». Y marchó calle adelante, renqueando con sus dos bastones, uno en cada mano.

Me dio mucha pena. Dos días antes acababa yo de enterrar a mi padre. Es cierto que el dicho de que «el que muere descansa» yo lo había oído muchas veces y de algún modo responde a la realidad más real. Pero lo de que «el que no nace no sabe lo que gana» me dejó helado. Pensé de inmediato: «Anteayer murió mi padre. ¿Qué hubiera pasado si él y mi madre hubieran decidido que yo no naciera? ¡Menuda faena! La peor faena que se puede hacer a alguien es precisamente esa: no dejarle nacer, matarlo antes de nacer».

Lo que acabo de contarles sucedió sobre las diez de la mañana. Créanme si les digo que ya estuve todo el día con la escena del anciano en la cabeza. En su cara percibí que no le iban bien las cosas. Una cara triste, muy triste, verdadera amargura. No hacía falta ser un lince para percibir que para este hombre la vida era un valle de lágrimas, como desgraciadamente lo es para mucha gente.

Siendo yo joven seminarista, tuve un profesor que excepcionalmente no tenía grados académicos: no era doctor ni licenciado en nada. No había pasado por la Universidad, por ninguna, ni civil ni eclesiástica. Seguro que, por más años que hubiera llegado a vivir, nunca le habrían otorgado el Premio Nobel en nada.

Sin embargo, era sumamente observador, le encantaba conversar, estudioso de las personas, lector empedernido y con criterio, gran deportista.

Le oí decir en una ocasión lo siguiente: «La felicidad completa no existe, al menos en esta vida. Para llegar a ser relativamente feliz no hay más que un camino: exigir poco, muy poco, a los demás, a los que nos rodean, y exigirse mucho uno a sí mismo. Os insisto, a mayor entrega, mayor felicidad, no hay otra».

¡Cuántas vueltas he dado yo a este pensamiento a lo largo de mi vida! Y no sólo por mi condición de cura. He sido feliz, lo he escrito a menudo, aún contando con los sinsabores, disgustos, malos ratos que -como todo quisque- he padecido.

Debo confesar que cada mañana temprano, cuando suena el despertador, lo primero que hago es besar un viejo cuadro que tengo de la Virgen, y a la par que me voy aseando, doy gracias a Dios por el nuevo día que voy a estrenar; un día -todos los días- que se compondrá de gestiones que saldrán bien y fácilmente, de otras que saldrán mal y que me desazonarán un poco al menos, actuaciones gratificantes y otras menos. Habrá de todo. Por ese «todo» que se avecina doy gracias a Dios.

Creo comprender al abuelo autor de la frase. Pero no puedo estar de acuerdo con la segunda parte de la misma, se mire como se mire. El no nacer, el impedir que alguien nazca, es el mayor atentado que se puede dar contra Dios, contra la persona, contra el sentido común y contra el derecho que todo ser humano tiene a nacer y a ser feliz, moderadamente feliz al menos.

Sin entrar en descalificaciones personales que ni puedo ni debo hacer, sí me atrevo a afirmar que buena parte de nuestra sociedad ha llegado a la conclusión de que no merece la pena «seguir viviendo», ya que ha elevado a la categoría de lo absoluto la salud, el dinero, la juventud, el pasarlo bien, el que todo salga bien. Y cuando esto falla -que nos ocurrirá a todos sin excepción-, todo el tinglado se nos vendrá abajo, con la moral, por los suelos. De sabios será el levantarse, con la sabiduría que sólo viene de Dios. No lo olvidemos.

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