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El perro Trotsky junto a las autoridades calceatenses.:: D. ABEYTUA
Vida heroica y muerte trágica de Trotsky
LA RETINA DE LA MEMORIA

Vida heroica y muerte trágica de Trotsky

DIEGO MARÍN A.

Domingo, 22 de agosto 2010, 02:30

Ese perro era famoso», me dijo el fotógrafo Mario Mendiola. Mi madre siempre me había contado que el abuelo tuvo un perro que le seguía a todas partes, un perro sin raza pero con casta al que nunca le había dado forma en mi imaginación pero al que por fin he conocido gracias a una vieja fotografía. En ella, las autoridades contemplan los banderazos en la Plaza del Santo. Son las fiestas de 1973 y todo el pueblo contempla el evento. En la imagen se ve a los concejales Eustaquio Blanco, Emilio Rioja, Hilario Fernández y, en el centro, al alcalde Fidel Ruiz de la Cuesta, que resopla mientras Mendi da los banderazos porque en medio de la plaza, como si quisiera salir en la foto y sentirse el centro de atención, se ha colado Trotsky. «Vaya con el perrito...», parece pensar. Detrás de él, el director de la Banda Municipal de Música, Leopoldo Vallés, cuchichea algo al hombre que tiene al lado, que se ríe de la travesura canina. «¡Mira el Trotsky!», parecen pensar. Y es que a Trotsky lo conocía todo el pueblo.

Se lo regalaron a mi abuelo cuando era un cachorro destinado a morir ahogado en el Oja. Ni siquiera tenía nombre cuando, a la muerte de mi abuelo, siguió silencioso a la comitiva que condujo su ataúd al cementerio, y allí permaneció velándolo. Mi tío Luis se lo quedó y lo llevó con él a Cataluña, su primer destino de Guardia Civil. En el cuartel no debió de ser buen amigo de los bravos pastores alemanes de la Benemérita y tuvo que regresar al pueblo, donde lo adoptó mi tío Domingo, que aquellos días estaba leyendo 'Un millón de muertos' de José M.ª Gironella y por eso le dio el nombre de Trotsky. Quizá un nombre demasiado bolchevique para un chucho de apenas diez kilos. Sin embargo, su tamaño era inversamente proporcional a su valentía.

Gran cazador de codornices, acompañaba a mi abuela a misa y la esperaba sentado en la puerta de la catedral, y también seguía a mi tío hasta el teatro y le esperaba quieto en las escaleras (lo que hacía entre la entrada y la salida de sus dueños siempre será un misterio). Pero su peripecia más recordada fue en un festival benéfico de vaquillas organizado por las monjas de la Caridad. En el primer toro, Trotsky se escapó de entre las piernas de mi tío y se lanzó al ruedo esquivando las embestidas como el mejor rejoneador hasta ganarse los aplausos y carcajadas del público. «Domingo, coge al perro, anda», le dijo el jefe de la Policía a mi tío cuando el festival ya se tornaba en cachondeo. «Mejor me lo traes tú, si es que lo coges», contestó mi tío. El primer toro se fue a chiqueros y el segundo empezó a aburrir al personal, tanto que el policía regresó y le pidió a mi tío: «Domingo, que me dice la superiora que si puedes soltar al perro, que la gente se aburre». Al final, el perro salió a hombros de la plaza.

Mi tío se lo llevaba todos los días a Santurdejo, donde ejercía de maestro, y lo escondía bajo la mesa del profesor sin que ningún alumno se percatara de su presencia. Hasta que un día en que no le acompañó a dar clase, al aparcar el coche frente a la casa de mi abuela, ésta le esperaba en el balcón. «¡Domingo, el perro!», le anunció. Trotsky había muerto arrollado por un camión en la carretera de Logroño, pero lo hizo en acto de servicio. Alguien lo vio persiguiendo a un gato.

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