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FRANCISCO APAOLAZA
Martes, 6 de abril 2010, 10:36
En Seseña (Toledo) es costumbre seguir las cajas de los muertos desde la parroquia hasta el cementerio rezando en voz alta el Rosario, pero no con cadáveres de gente tan joven. No tanto como el de Cristina Martín, que fue enterrada ayer a los 13 años en uno de esos sepelios a los que acuden los abuelos en lugar de los nietos. Esos entierros son siempre más duros. Por eso ayer por la calle del Cristo no se escuchaba más que la oración del párroco Juan Triviño y el motor del Mercedes de la funeraria. A su lado, asombrados, fuera de juego, sin casi siquiera llorar, un millar de vecinos y los amigos de la fallecida, horrorizados ante una bronca de colegio que había terminado en tragedia mortal. El martes, la pequeña salió de casa para, según cuentan, hacer las paces con una compañera de instituto con la que se acababa de pelear. El sábado aparecía desangrada en una fosa en la antigua yesera del pueblo. Ella, en la caja camino del cementerio; su contendiente, detenida a la espera de juicio y acusada por el fiscal de golpearla y arrojarla al pozo en el que murió.
El pueblo, indignado, asombrado... Incrédulo. Nadie esperaba que una niña de primero de ESO, una de tantas que adoran la serie 'Física o química' y guardan el póster del guapo Maxi Iglesias, terminase muriendo en un duelo al sol en manos de una compañera del Instituto Margarita Salas. Su final es más propio de un personaje de western que de la niña de ojos azules que vestía «siempre de colores» y llevaba al cuello un cordel con las ocho letras de su nombre.
En la puerta de la iglesia de la Asunción, Desiré y Leandra se miraban los pies ante un enjambre de cámaras de televisión. «Era una chica alegre, no era de meterse en líos. Se había hecho un buen grupo y salían todos los días», explica Leandra, una de sus amigas. ¿Sus aficiones?, «las de todos, comprar chucherías y andar por el pueblo, ir a los campos, hablar... No entiendo cómo alguien ha podido matarla. ¡Si era una niña!», lamentaba la joven, arropada por los abrazos solidarios que sólo se dan los adolescentes.
Mientras el coche fúnebre y los dos vehículos con la familia llegaban al quicio silencioso de la iglesia, el pueblo era un mar de rumores y susurros. En todos, el nombre de la detenida, una chica de 14 años de origen cubano. La Fiscalía precisó ayer que tiene «indicios contundentes» de que saldó la riña con la fallecida a golpes y terminó por arrojarla a su lecho mortal. Algunos medios aseguraban, incluso, que durante los interrogatorios había confesado. «Es caprichosa, lo quiere todo y a cualquier precio. Es gótica, siempre va de negro y si no haces lo que quiere, se enfada y estás en un lío. Por eso me alejé de ella». Así definía a la detenida una alumna del centro Margarita Salas durante el sepelio.
Abel, Alba y Adrián portaban un pequeño ramo, rematado con una cinta morada, en la que se leía «Tus amigos». La explicación que dan del móvil del crimen tiene algo de serie americana de instituto. «Las dos se creían las más populares, aunque ella [por la detenida] lo hacía para chulear. Siempre estaba chuleando». Abel y Alba la estuvieron buscando con sus bicicletas desde el martes junto a las partidas de vecinos que se movilizaron tras su desaparición. Según su relato, la joven, que tenía tres hermanos, se peleó el sábado por la mañana con la detenida en el rastro que montan los comerciantes junto a un centro comercial, al lado -qué ironía- del cementerio en el que la enterraron ayer. ¿La razón? El primo de Cristina, David Lechuga, asegura que «mantenían una bronca» a través de Tuenti a cuenta de un chico. Se enfrentaron. «Eso fue sobre las diez», relatan. Luego, siempre según el testimonio de los jóvenes, se fue a casa sin mayor novedad y recibió la llamada de la sospechosa, que la citó «para hacer las paces. Por eso fue sola», insiste Alba.
El resto se deduce de la investigación policial y del testimonio de los familiares. En la fábrica abandonada yacía el cuerpo de Cristina con arañazos en la cara, un gran cardenal en la frente y los labios partidos por los golpes. «Se ensañaron con ella con palos o piedras», describe Lechuga. Pero esas heridas no la mataron. Según la autopsia, la adolescente tuvo una muerte lenta, desangrada por una herida en la muñeca. En las venas. Pudo hacérsela al caer o bien se la abrieron con un objeto cortante que, al parecer, busca la policía como presunta arma homicida.
33 nacionalidades
«Esto es algo más que cosas de niños», opina Manuel del Pozo, albañil retirado, 85 años, que se lamentaba de cómo había cambiado un pueblo que «siempre ha sido formal». En la localidad había algo más de 4.200 personas en el año 2000. Una década después son unos 18.000, el 20% inmigrantes de 33 nacionalidades diferentes. La gigantesca y fantasmagórica urbanización de El Pocero es un ejemplo del despegue, pero el pueblo, en el que aún hoy están abiertas las puertas de las casas a la calle, creció mucho y mal y en la actualidad, como tantos, es un polvorín.
Víctor, de 18 años, lo achaca a las rivalidades entre las distintas nacionalidades. «Todo se mueve en función de las peñas -o pandillas de amigos-. Están 'Los Pumukis', por ejemplo, o 'Los Chungos'... Esos son de aquí. Guarda la libreta, por favor, que me puedo buscar un lío», le pide al reportero. «Siempre hay broncas con los ecuatorianos, los colombianos... Si pasa algo, se queda después del colegio a una hora y se pegan a saco. Llevan cascos, palos y se dan semejantes palizas que tiene que venir la Policía».
Las declaraciones del alcalde Manuel Fuentes (IU) respaldan la teoría racial de la violencia: ayer apelaba a la «madurez social» de los vecinos y pedía «prudencia» y «cautela. No se puede ir a una caza de brujas por un hecho aislado». Otros van más allá y advierten de un trasfondo de acoso escolar. «No se puede tapar con el tema del racismo un problema gravísimo de educación en las casas. Esta es una ciudad dormitorio, los chavales se crían solos en la calle y se hacen monstruos», asegura Milla, de 44 años, que hace tres tuvo que sacar a su hija del propio Instituto Margarita Salas. «Temía que pasara una cosas así», confesaba en la puerta de la iglesia. Había llegado al centro con 12 años y tardó dos en buscarle otro instituto.
«Era la nueva, la chica guapa y le hicieron la vida imposible». Durante ese tiempo, denunció sin resultados broncas y amenazas. «La querían en el grupo, pero la obligaban a hacer cosas horribles como robar cosas. Si no, le insultaban o pegaban». La pesadilla no terminó ahí. «Cuando la saqué, la dejaron en paz, pero se aprendieron los horarios de su autobús y la seguían acosando». Incluso por Messenger. «La llamaban hija de tal, incluso en mi presencia. Ella decía que lo estaba leyendo yo y le respondían que les daba igual, que me iban a dar, que eran menores y no les podían hacer nada». Hoy tiene 17 años y aún va a buscarla a la parada cada día.
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